DÉJAME QUE TE CUENTE: PAQUI, LA DE TOMÁS EL DE LAS BICICLETAS (RELATO)

Paqui

PAQUI, LA DE TOMÁS EL DE LAS BICICLETAS

          En verano, nuestro pueblo se quedaba sin río al que poder ir a bañarse, pues el nuestro, el Culebrín, se asustaba del calor y se evaporaba haciéndonos más o menos la misma cochinada que el Guadiana, apareciendo tres pueblos más lejos del nuestro; y tampoco teníamos piscina pública. No era como ahora que cualquier pueblito de mala muerte tiene su piscina, hasta puede que olímpica.

        Pero mi primo Pascual y yo teníamos nuestro lugar de baño en la antigua fábrica de ladrillos abandonada. En este lugar, encerrado tras una oxidada alambrada desde hacía años, había un gran hoyo donde en su tiempo se sacó una enorme cantidad de arcilla amarillenta con la que allí se fabricaron millones de ladrillos hasta que la empresa aquella quebró. Las lluvias del invierno convertían ese hoyo en un lago artificial donde en el estío, mi primo y yo, pasando por un agujero en la alambrada, nos bañamos y aprendimos a nadar al estilo ese tan fácil que llamábamos “estilo perro” y que alguien debería de convertir en olímpico, porque es otra variedad de la natación que en tantos pueblos de España (y posiblemente de otros países) tuvo numerosos seguidores.

        Una mañana, después de bañarnos, mientras nos escurríamos con las manos el agua del cuerpo para que éste no nos quedase pintado de amarillo, mi primo me sorprendió con algo que debía de haber estado rumiando desde hacía algún tiempo:

        —Primo, ¿sabes qué voy a hacer?

        —Convertirte en rana —yo bromeaba siempre que él fruncía el ceño y se hacía el interesante.

        —No digas enfermedades del pulmón, primo —era nuestra forma de decir, de otro modo, no digas gilipolleces—. Lo que voy a hacer es hacerme novio de la Paqui.

       —Jope, no me mates, primo —genuinamente sorprendido.

       —Es que tengo unas ganas locas de montar en bici y ella tiene una estupenda.

       —Sí, una bici de chica —haciéndome el desdeñoso.

       —¡Qué más da! Una bici es una bici.

       Apreciando ya, que hablaba en serio, pretendí quitárselo de la cabeza, por el cariño que le tenía, y por el temor a que una chica acabase con nuestra estupenda amistad, como había visto ocurrirles a muchos de los chicos mayores que nosotros:

       —La Paqui es la chica más fea del pueblo, macho. Le faltan en la boca las palas de arriba, las que se rompió saltando a la comba.

       —Eso se lo va a arreglar su padre llevándola a un buen dentista. Su madre se lo dijo a la mía, el otro día mientras charlaban en el mercado.

       —¿Y un dentista le va arreglar a la Paqui también la nariz que la tiene que parece un pimiento morrón y esos ojillos suyos de perrillo abandonado? —seguí incordiando.

       —La nariz de la Paqui me cae simpática, y sus ojillos de perrillo triste también —defendió él.

        —Allá tú si te has vuelto majara —zanjé la cuestión, de momento.

        Nos vestimos. El sol seguía calentando lo suyo, a nosotros, con el baño, nos había entrado mucha hambre y eso merecía urgente apaño.

        —Los melocotones del tío Abelardo deben estar ya para comer —sugirió primo Pascual.

       —Sí lo deben estar, sí. Tendremos que ir alerta que no nos vea el tío Abelardo porque luego se lo casca a mi padre y ya sabes lo dura que tiene la mano —me recordó él.

       —Tu padre no la tiene menos dura la mano del mío —recordé a mi vez.

       El tío Abelardo, que andaba mal de su pierna izquierda por habérsela lastimado en una caída desde lo alto de un tractor, y que procuraba mejorar su cojera con un cayado, poseía un magnífico melocotonero en el patio amurallado de su casa. Vivía solo por haber enviudado, y los tres hijos que tenía habérsele estropeado al hacer el servicio militar en Madrid, quedándose allí convertidos en señoritos y, como nuestro pueblo les parecía poca cosa, venían a ver a su padre, de higos a brevas. El tío Abelardo andaba bastante duro de oído, pero seguía manteniendo su vista de lince, así que podíamos descuidar el hacer ruido, pero no el ponernos al alcance de su aguda mirada.

         Llegados junto al muro de su pequeño huerto, le hice a mi primo “la escalerilla” y cuando él estuvo en lo alto de la gruesa pared que debía tener algo más de dos metros de altura, me ofreció su nervudo brazo como si fuera una cuerda. Por él trepé yo hasta arriba, y una vez ambos allí en loalato saltamos dentro de la propiedad.

        Los melocotones estaban ya maduros y tan requetebuenos  que del atracón que nos dimos se nos quedó la panza colgando como la que tenía Rufino el estanquero, aunque la suyo no era de comer melocotones sino de beber cerveza a todas horas. Cuando Rufino se ponía a cantar tangos, su mujer acudía inmediatamente al estanco porque a ese buen hombre en estado de embriaguez le entraba la ruinosa generosidad de regalar a los clientes el tabaco que le pedían, en lugar de cobrárselo.  

         Al día siguiente de darnos ese panzón de fruta, mi primo inició la conquista de la Paqui que, por cierto, se lo puso de lo más fácil. Nuestra estrategia consistió en esperar a que ella saliera del taller de su padre montada en su magnífica bicicleta bellamente ornamentada con banderitas de diferentes colores.

        Pascual se fue hacia ella, de frente, exhibiendo su sonrisa de Donjuán y, para no atropellarle, la Paqui tuvo que parar. Fea lo era con ganas la muchacha, aunque nos distrajo la vista el bonito vestido que llevaba con más flores estampadas que un jardín en primavera. A ella le gustaba mi primo. Lo sabíamos por sus miradas de reojo cuando creía que él no se daba cuenta y los suspiros que echaba provocando le aumentase el tamaño de sus senos casi con el desarrollo totalmente cumplido.

        —Paqui, ¿me prestas tu bici para dar una vueltecita muy corta? —suplicó él, encantador.

        Ella le devolvió la sonrisa, brillante por el embeleso su mirada chiquita.

        —Aquí no puedo, Pascualito —cariñosa la pronunciación del nombre—. Puede verme mi padre, que me lo tiene prohibido, y castigarme.

        —Lo entiendo, pero todo tiene arreglo si uno lo quiere buscar —usando esta inteligente frase que todos habíamos aprendido de don Agustín, el viejo maestro que cada vez que sentado en su mesa se inclinaba hacia adelante soltaba, infaliblemente, un pedo—. ¿Sabes qué puedes hacer? Tirar para los olivares del Mudo y allí, lejos de la vista de tu padre, me la prestas un momento.

       —Para allá voy —aceptó de inmediato la Paqui, y salió pedaleando a todo meter.

       Por si estaba espiándonos, Tomás el de las bicicletas desde la puerta de su taller, esperamos a que su hija girase la próxima esquina para echar a correr nosotros dos. A media carrera se me rompió el cordel que rodeando mi cintura me mantenía amarrados los pantalones de pana heredados de mi padre en los que había ya más remiendos que tela original y que me venían exageradamente holgados, y me vi obligado a agarrármelos con ambas manos para que no se me cayeran y cualquiera pudiese ver como era lo que yo habitualmente ocultaba.

        Entre este accidente que me retrasó, y el hecho de que mi primo corría mucho más rápido que yo, cuando por fin llegué al olivar, Pascual subido en la bici intentaba manejarla siguiendo las indicaciones de la Paqui que, divertida, enseñaba su notoria mella superior riéndose de muy buena gana. Reconocí que, sonriendo, ella estaba igual de fea que seria, pero por lo menos resultaba graciosa.

          —Así, así, Pascualito —le iba asesorando ella—. Mira al frente, no al suelo o a la rueda delantera de la bici. Porque de lo contrario te caerás.

          Mi primo se cayó tres o cuatro veces, pero sin hacerse daño. En esa época, tanto él como yo, eramos como de goma. Pasados unos pocos minutos, mi primo no sólo mantuvo el equilibrio sino que fue capaz de girar, al principio apoyando algún pie en el suelo y, finalmente, ya supo montar en bici, matandome de envidia.

        Y empezó a darle vueltas al olivar siguiendo sus lindes que era la distancia máxima a recorrer. La Paqui aplaudia gozosa, al ver gozar a mi primo. Ella, que era de las pocas chicas que tenía reloj, lo consultó de pronto y con dolor de su alma le dijo a Pascual que  debía ella irse pues a las cinco tenía clase de costura con la señora Agustina y si no asistía a la misma sus padres la castigarían no dejándola salir a la calle durante una semana. Antes de marcharse, toda arrebolada, dirigió a mi primo una mirada muy tierna y le dijo:

        —Si puedo, mañana por la tarde te prestaré mi bici de nuevo.

        —De acuerdo, guapa. Hasta mañana.

        Ella casi se desmayó de la emoción. Debió ser la primera vez que alguien, aparte de sus padres, que como todos sufren ceguera con respecto a los hijos, la llamaba eso: guapa.

         Tuve que aguantar todo el tiempo a mi primo repitiéndome una y otra vez lo excitante que era montar en bicicleta.

         Después de cenar nos reunimos con otros chavales del barrio en la esquina donde se hallaba la Bodeguilla (establecimiento expendedor de vino matarratas como solían decir sus detractores), por encontrarse allí la única  farola de toda la calle que no habíamos roto nosotros haciendo puntería. Y no la habíamos roto como muestra de respeto, sino porque el estirado de Alejandro, dueño de la Bodeguilla que, junto al alcalde, el médico y el farmacéutico eran los únicos que llevaban corbata los domingos, había protegido la bombilla con una espesa, durísima malla de hierro en la que se estrellaban nuestras piedras sin conseguir el objetivo que perseguíamos al lanzadas. Allí jugamos a saltar y parar, al burro y, al juntársenos la hija del panadero, que era un marimacho, a la rayuela también.

          Cuando a nuestras padres les pareció que debiamos irnos ya a la cama, fueron saliendo a la puerta de la casa a gritar nuestro nombre.  Nosotros corríamos con forzada obediencia,  pues los azotes disciplinarios eran tan habitual entonces, como lo es ahora que muchos hijos insulten a sus padres y no les tengan respeto alguno.

        La caducidad inevitable del entusiasmo en el ser humano la demostró Pascual a la semana de hartarse de montar en bicicleta, pues repentinamente demostró un apasionado interés por practicar con la Paqui los besos con lengua, técnica amatoria de la que nos había hablado Lucio, el hijo mayor de Pinturas Rogelio, que tenía novia y nos dejaba absolutamente boquiabiertos de asombro contándonos las cosas que ambos hacían dentro del local del negocio paterno, después del cierre. Por Lucio nos enteramos de algo que nunca habíamos imaginado: que las mujeres no tenían pelos en el sobaco porque se los afeitaban y algo infinitamente más sorprendente, que las mujeres, al contrario que las muñecas que los Reyes Magos les traían a las niñas, ellas tenían un precioso corte, parecido al de las huchas, en mitad de sus piernas.

          Mientras mi primo Pascual y la Paqui mezclaban sus salivas y jugaban a revolcarse las lenguas,  ella le enseñaba sus tetas y él se las tocaba, no aumentaban ambos los descaros porque consideraban que con todo lo anterior ya pecaban bastante, por no decir demasiado.

          Y mientras ellos se dedicaban a estos placeres sexuales, yo tenía la bicicleta a mi disposición y daba montado en ella vueltas y más vueltas entre los olivos.  Y así fue como mi primo Pascual y yo, sin haber tenido nunca bicicleta propia, nos convertimos en expertos ciclistas.

        Gracias a que mi primo me contó todas las cosas que él y la Paqui hacían en materia cariñosa, pude practicarlas con la Nati ese maravilloso día en que la pillé tan desprovista de ropa como su bendita madre la trajo al mundo.

        Ay, Nati, Nati, los ríos de lágrimas que me costaste cuando una hermana de tu madre, solterona con instinto maternal, se te llevó a la capital para que te convirtieras en una señorita, y yo te perdí para siempre. ¡Para siempre jamás!