UNA VISITA INESPERADA (MICRORRELATO)
El anciano Jerónimo Díaz vivía solo en una modesta casita mucho más vieja que él. Como tenía por costumbre, se levantó otro día más con el alba. La noche anterior había estado un rato viendo un documental sobre unas grandes minas de cobre situadas en una nación del continente africano. Este documental denunciaba la dureza del trabajo, en condiciones inhumanas, que realizaban los mineros a las órdenes de los despiadados capataces una poderosa y muy rica multinacional. Condenó en voz alta a los explotadores, y se compadeció de los obreros explotados. Él había sido, toda su vida, un obrero explotado y mal pagado.
En cuanto comenzaron la celebración de la Nochevieja con estruendosa música, dos horas antes de la ceremonia de las 12 uvas, una de tantas costumbres consumistas y comerciales, que él odiaba, se fue a la cama.
Antes de prepararse el frugal desayuno diario, echó un puñado de ramas secas y dos leños a los rescoldos que todavía quedaban en la chimenea y, cuando el fuego hubo prendido bien, comenzó a prepararse en la antigua y baqueteada cocinita de gas butano, un cazo con café y a tostar dos rebanadas de pan.
Lo tenía todo listo cuando sonó el timbre de la puerta, hecho que le sorprendió pues él no esperaba a nadie.
Abrió la puerta y se encontró a un joven desconocido que sumaría poco más de veinte años.
—¿Qué quieres, chico? —le preguntó mostrando extrañeza.
—Soy su nieto. Mi madre me pidió que cuando ella muriese viniese yo a quedarme con usted, si a usted le parece bien. Mi madre murió hace una semana —expuso el visitante, con timidez, entrecortada su voz.
El anciano tuvo que cogerse al quicio de la puerta, pues la impresión que acababa de recibir le mermo, durante un momento las fuerzas. Su hija, la única que había tenido, que un día se fue de casa para ejercer la prostitución y de la que llevaba más de veinte años sin saber nada, antes de fallecer le había enviado a su hijo, de cuya existencia él nunca había sabido.
Escrutó el rostro del expectante joven y encontró en él un gran parecido con el de su hija echada a perder. Casi de inmediato sus ojos se llenaron de lágrimas y su corazón de ternura. Sus temblorosas piernas se desplazaron a un lado y con una voz cargada de repentino cariño invitó:
—Pasa, chico, tenemos muchas cosas que decirnos.
El recién llegado asintió con la cabeza y entró en la vivienda. También él tenía las piernas temblorosas y el corazón desbocado.