UNA VISITA INESPERADA (RELATO)
El anciano Jerónimo Díaz vivía solo en una modesta casita mucho más vieja que él. Como tenía por costumbre, se levantó otro día más con el alba. La noche anterior había estado un rato viendo un documental sobre unas grandes minas de cobre situadas en una nación del continente africano. Este documental denunciaba la dureza del trabajo que, en condiciones inhumanas realizaban los mineros a las órdenes de los despiadados capataces al servicio de una poderosa y muy rica multinacional. Condenó en voz alta a los explotadores, y se compadeció de los obreros explotados. Él había sido, toda su vida, un obrero explotado y mal pagado.
—Siempre son los mismos explotadores sin conciencia, y los mismos desdichados explotados.
Su mirada resbaló por el manoseado calendario que colgaba de una alcayata en la cocina y se detuvo en el 31 de diciembre, el único número que él no le había hecho todavía el círculo que significaba transcurrido ya. Lo haría a la mañana del día siguiente.
—Otro año más se ha ido a la mierda —masculló malhumorado.
Cuando debido a la muerte de su mujer se había quedado solo, había iniciado la costumbre de expresar sus pensamientos de viva voz. Esto le servía para combatir el opresor silencio que lo rodeaba.
Decidió no salir a la calle en todo el día y así ahorrarse las pamplinas que la gente intercambia en una fecha tan comercializada como se ha convertido esta fecha de la Nochevieja, con esa ceremonia absurda de las doce uvas, que en tales fechas se pagan a precio de oro.
—Banda de borregos, todos en manada conducida por el maldito consumismo.
Sentado delante de la ventana unos ratos, y otros delante del televisor pasó ese día interpretado por él de falsa hermandad y falsos buenos deseos de una sociedad que él creía ver cada vez más egoísta y deshumanizada.
Cenó un bocadillo de atún y aceitunas sin hueso acompañado de un vaso de vino tinto.
Y en cuanto en la televisión comenzaron la celebración de la Nochevieja con estruendosa música, dos horas antes de la ceremonia de las 12 uvas, una de tantas costumbres consumistas y comerciales, que él odiaba, se fue a la cama. Los tapones que puso en sus oídos le amortiguaron el estrépito de las campanadas y los atronadores fuegos artificiales.
Como todos los días, a la mañana siguiente despertó con el alba. Antes de vestirse fue al cuarto de baño. Usó el inodoro, se lavó la cara y las manos. Lucía una barba de cuatro días. Le dio pereza afeitarse y decidió dejarlo para el día siguiente.
—A nadie le importa una mierda mi aspecto. Aparte de que los viejos si no pertenecemos al gremio de los espectáculos o a las clases pudientes, nos vemos todos derrotados y feos como demonios —masculló.
Se metió en la cocina y comenzó a prepararse el frugal desayuno de todos los días: una buena taza de café y dos rebanadas de pan, sobre las que una vez tostadas restregaría un ajo, echaría un chorro de aceite de oliva y un tomate cortado en rodajas muy finas.
Lo tenía todo listo cuando sonó el timbre de la puerta, hecho que lo sorprendió pues él no esperaba a nadie.
Abrió la puerta y se encontró a un joven desconocido que sumaría alrededor de dieciocho años.
—¿Qué quieres, chico? —le preguntó mostrando extrañeza.
El recién llegado que iba vestido con ropas de mercadillo y daba muestras de nerviosismo y timidez, dijo con voz entrecortada y un brillo de súplica en su mirada.
—Soy Anselmo, su nieto. Elvira, mi madre, cuando se puso muy enferma y supo que se iba a morir, me dijo que cuando ella me faltase que viniese a verle y le pidiese perdón en su nombre por todo lo que le hizo sufrir y usted me ayude porque yo, al quedarme sin ella no tengo a nadie en el mundo. Del piso donde vivíamos me han echado porque debíamos un montón de meses.
El anciano tuvo que cogerse al quicio de la puerta, pues la impresión que acababa de recibir le mermó, durante un momento las fuerzas. Su hija, la única que había tenido, que un día se fue de casa para ejercer la prostitución y de la que llevaba más de veinte años sin saber nada, antes de fallecer le había enviado a su hijo, de cuya existencia él nunca había sabido.
Escrutó el rostro del expectante joven y encontró en él un gran parecido con el de su hija echada a perder. Casi de inmediato sus ojos se llenaron de lágrimas y su corazón de ternura. Sus temblorosas piernas se desplazaron a un lado y con una voz cargada de repentino cariño invitó:
—Pasa, chico, tenemos muchas cosas que decirnos.
El recién llegado asintió con la cabeza y entró en la vivienda. También él tenía las piernas temblorosas y la esperanza de que este anciano de mirada bondadosa le procurase una vida menos desdichada de la que él había tenido hasta entonces.
(Copyright Andrés Fornells)