UNA SEÑORITA DE LA NOCHE LE OFRECIÓ SUS SERVICIOS GRATIS (RELATO)

UNA SEÑORITA DE LA NOCHE LE OFRECIÓ SUS SERVICIOS GRATIS (RELATO)

Alberto Simón ejercía de jefe contable en una gran compañía metalúrgica. A las siete y media de la tarde, cuando le quedaban treinta minutos para terminar su jornada laboral, recibió una llamada del director general y una orden: desplazarse inmediatamente a Madrid y revisar las cuentas de una sucursal que allí tenían para investigar unas irregularidades que habían descubierto en el inventario que al inicio del año, esa sucursal había entregado sobre el resultado contable final del año anterior.

—Muy bien, señor director. Saldré para Madrid mañana a primera hora. De aquí a Madrid hay unos seiscientos kilómetros —argumentó él—. Si marchase ahora llegaría allí de madrugada

Su superior, exigente, tajante, le respondió:

—Nada de mañana. Has de salir inmediatamente para Madrid. Si les damos tiempo, los que sospechamos han cometido un desfalco pueden falsear las cifras de algún modo o quizás huir.

Ante esta apremiante exigencia, Alberto no tuvo más remedio que someterse.

—De acuerdo. Llamaré a mi esposa diciéndole lo que ocurre y saldré inmediatamente para Madrid.

Cortaron la comunicación.

Alberto llamó a su casa y, en cuanto su mujer cogió el teléfono le explicó la arbitraria orden que había recibido de su superior, su necesidad de obedecerla y sus motivos para hacerlo:

—La firma no vive su mejor momento económico y si no colaboro todo lo más posible, en un próximo ajuste de plantilla puedo ser uno de los que despidan.

Rosenda, su esposa con la que llevaba casado cinco años, carecía de algunas cualidades esenciales para que una pareja funcione positivamente, entre ellas la comprensión y la amabilidad.

—Siempre encuentras alguna cosa con la que poder disgustarme —acusó con acritud.

Con el cansancio habitual que a él le causaban este tipo de agrios enfrentamientos, Alberto manifestó:

—Mira, Rosenda, tómatelo como quieras. No voy a discutir contigo. Es mi obligación partir ahora mismo hacia Madrid, y lo voy a hacer te disguste a ti o no. Adiós.

Cerró línea evitando así seguir escuchando los gritos e insultos de su consorte. Acto seguido se dirigió al aparcamiento donde había dejado su coche horas antes. Al ponerlo en marcha vio que no contaba con la suficiente gasolina para hacer un viaje tan largo. Tendría que parar por el camino y repostar.

Se unió al tráfico. Mantuvo desde el inició una velocidad moderada. No le gustaba especialmente conducir con luz artificial, pues prefería la luz diurna.

Buscó en la radio y la encontró una emisora que emitía música sudamericana, género preferido suyo. La mayoría de las piezas musicales las conocía y marcó el compás golpeando el volante con la mano que llevaba su alianza de casado.

Cuando le pareció prudente poner gasolina en su coche, se detuvo en una gasolinera. No había ningún otro coche repostando. Bajó del vehículo. Acababa de colocar la manguera en el depósito cuando una mujer que había estado de pie junto a la puerta de la oficina del empleado de este surtidor de combustible se acercó a él y le habló con voz cansada, suplicante:

—Caballero, si va a Madrid, ¿podría llevarme hasta allí?

Alberto se volvió a mirarla. Se trataba de una chica muy joven. Iba vestida provocativamente. Exagerada minifalda y un escote tan pronunciado que dejaba expuestos la mitad de sus bien proporcionados senos. En su mano llevaba un bolso de reluciente plástico rojo. Eran bonitas las facciones de su ojerosa cara y tenía algo de sangre seca debajo de la nariz. Su actitud temerosa y la notable tristeza que vio en sus ojos despertó la piedad de Alberto por esta joven que, evidentemente, era una prostituta.

Él no era un inquisidor, ni estaba lleno de prejuicios. Consideraba que cada persona era libre de hacer con su vida lo que quisiera o lo que pudiera, y nadie debía arrogarse el derecho de convertirse en juez.

—Voy a Madrid —afirmó—. La llevaré —colgó la manguera miró hacia la oficina y viendo que junto a ella había una máquina de café, añadió—: y la invitaré a un café también que con el fresquito que hace lo agradecerán nuestros cuerpos.

Ella asintió con la cabeza. Un mechón de pelo le cayó sobre la frente. Temblaba la mano con que lo retiró hacia un lado. Caminaron juntos hasta el lugar donde se encontraba el empleado, un hombre de mediana edad, calvo y con aspecto somnolienta. Alberto pagó. Sacó de la máquina automática dos cafés y le entregó uno a la joven cuyo cuerpo temblaba ostensiblemente.

El joven contable pensó que ella, debido al poco abrigo que le procuraba su inapropiada vestimenta para aquella época del año, debía estar pasando bastante frío. Estuvo tentado de prestarle su chaqueta, pero la prudencia se lo desaconsejó. Despertada su curiosidad le preguntó después de haber tomado ambos el primer sorbo:

—¿Qué hace aquí a estas horas de la noche?

Ella no evadió la respuesta y confesó, sincera:

—Me trajo hasta cerca de aquí, en su coche, un tipo que resultó ser un hijo de puta, pues me golpeó, robo el dinero que yo llevaba en mi bolso y de un empujón me tiró fuera del coche. De milagro no me he roto algún hueso.

Se le llenaron de humedad los bonitos ojos castaños.

—El mundo está lleno de gentuza —juzgó Alberto sintiendo a cada momento más lástima por ella—. ¿Cómo te llamas? —empezando a tutearla.

—Conchi.

Él le ofreció su mano al tiempo que le decía su nombre. Al estrechar la mano de ella la sintió helada. Y de pronto, Alberto rememoró una escena suya de infancia en la que su madre, para calentarle las manos frías las frotaba primero una y después la otra, entre sus manos calientes, suaves, amorosas. Y decidió terminándose rápido su café:

—Venga, Vamos al coche. Hace frío aquí. Podré la calefacción y ahora que nos hemos calentado por dentro, nos calentaremos también por fuera.

Ella se había terminado el café antes que él y echó a andar a su lado. A pesar de sus zapatos, rojos también, y con tacones muy altos, no le llegaba a él mucho más arriba del hombro.

Entraron en el vehículo. Alberto, tal como había dicho un momento antes, puso inmediatamente la calefacción. Del bien proporcionado cuerpo de la joven le llegó una oleada de perfume mezclado con el ocre olor del sudor.

Ella, que se había fijado en la matrícula del coche, comentó:

—Tú no eres de Madrid, ¿verdad?

Él le explicó de dónde venía.

—Conozco un poco esa ciudad andaluza. Estuve allí hace dos años con un chico con el que salía y que no quiso saber más de mí cuando supo que me había dejado preñada.

Había confesado aquello con la amarga resignación de las personas que están acostumbradas a que la desdicha se cebe en ellas.

—¡Joder! Solo te ocurren cosas malas —se compadeció Alberto—. ¿Cuántos años tienes?

—Veintidós.

—¿Qué hiciste con tu embarazo? —curioso.

Circulaban ya por la carretera, los faros del vehículo iluminando el asfalto.

—Aborté y cargaré con ese remordimiento toda mi vida.

Sacó de su bolso servilletas de papel y secó sus ojos.

—¿Trabajas?

Alberto la observaba de reojo, sin perder de vista la carretera. La compasión que ella le despertaba iba en aumento.

—Trabajo en un local de alterne. Hoy tenía mi noche libre y creí iba a pasarlo bien con ese canalla que me invitó a salir con él, y ya ves lo que me ha pasado.

—Sí, que el muy cerdo te ha pegado y robado —condenó Alberto.

Siguió un silencio. Ella se estaba recuperando de la congoja que la había abatido durante algunos minutos. Le rozó tímidamente el brazo y le preguntó con voz queda:

—¿Sueles acostarte con prostitutas?

—La verdad es que jamás me he acostado con ninguna.

—Le eres fiel a tu mujer, ¿eh? —ella que ya había observado el anillo en la mano de él.

—Siempre he considerado que uno se casa para serle fiel a la mujer que ha tomado por esposa —sin énfasis él.

Ella entendió.

—No eres feliz en tu matrimonio, ¿me equivoco?

Él no tuvo inconveniente en ser sincero.

—Cierto lo de que no soy feliz, y yo soy culpable de ello. Me casé con una chica que me gustaba, pero de la que no estaba enamorado. Esto, con el tiempo, termina distanciado a una pareja.

—Pero sigues viviendo con ella.

—Sí, sigo viviendo con ella.

Habían entrado en la ciudad. A él no le costó nada ofrecerle, pues ella le había despertado además de lástima, agrado:

—Si me lo vas indicando te llevaré hasta la puerta de tu vivienda.

—Infinitas gracias, Alberto.

Había dicho el nombre de él por primera vez y había sonado muy cálido, evidenciando ella lo profundamente que le agradecía la amabilidad que él le estaba demostrando.

Conchi lo fue guiando hasta que le dijo nada más entrar en un barrio muy antiguo con las fachadas de las casas mostrando evidente deterioro:

—¡Mira, ahí hay un hueco donde puedes aparcar!

Alberto detuvo el vehículo donde ella le dijo. A menos de un metro tenían una farola que les iluminaba de lleno. Se miraron y ocurrió algo extraño en los ojos de ambos. Fue como sin proponérselo ellos se penetraron muy hondo. Conchi dijo entonces con voz temblorosa:

—Me gustas mucho Alberto. Hay sinceridad y nobleza en tu mirada y en tu comportamiento. Si quieres subir conmigo a mi casa y pasar algunos minutos íntimos conmigo no te cobraré nada. ¿Te animas?

Encerraba tanta generosidad el ofrecimiento de la joven que Alberto, conmovido y también atraído por los encantos de ella, estuvo a punto de aceptar. No lo hizo porque jamás había cometido un acto irreflexivo.

—Muchas gracias, pero será mejor para los dos que siga mi camino.

—Para mí no será mejor que sigas tu camino —dolida y sincera ella.

—Por favor, no te sientas despreciada—rogó él—. Eres hermosa y merecedora de ser amada. Pero algunas cosas merecen ser bien pensadas antes de hacerlas. Yo procuro siempre frenar mis impulsos.

—Comprendo —Conchi le entregó una tarjeta suya y añadió—: Si alguna vez necesitas consuelo para tus penas, acude a mí. Yo sé mucho sobre penas.

Ahogó un sollozo en su garganta. Él cogió la tarjeta. Quiso decir algo, pero un embrollo de sentimientos diferentes lo mantuvieron mudo.

Ella caminaba ya hacía una vieja puerta acristalada. Se movía con desgana, sin ilusión. Alberto pensó en sus últimas palabras y consideró que quien necesitaba mucho consuelo era ella. Quizás también lo necesitaba él. Cuando regresara a casa lo recibiría una mujer gruñona, faltona, con ganas siempre de empequeñecerlo. Y encima era una mujer estéril. Nunca le daría el hijo que él tanto ansiaba tener.

Colocó dentro de la guantera la tarjeta que le había entregado Conchi y decidió: Cuando terminase el trabajo que le habían encargado la llamaría. Sí, seguro que la llamaría y si ella repetía la invitación que le había hecho se acostaría con ella. Y después de haberlo hecho, el destino decidiría su futuro.

Puso la primera marcha y sin darse cuenta comenzó a cantar por lo bajo. Se sentía, misteriosamente, contento.

(Copyright Andrés Fornells)

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