UNA ORQUÍDEA COMO DECLARACIÓN DE AMOR (RELATO)

UNA ORQUÍDEA COMO DECLARACIÓN DE AMOR (RELATO)

Para demostrar hasta que elevado punto me gustaba Evita, diré que me gustaba incluso más que las riquísimas tartas de fresa y nata que elaboraba mi diligente madre para cumpleaños y otras fiestas señaladas.

Lo muy malo para mí, era que Evita fijaba sus preciosos ojos verdes en chicos que eran más altos, más guapos y manejaban infinita más dinero que yo, que nunca tenía, pues le pedía un par de euros a mis siempre endeudados padres, que sabían más que nadie sobre la quiebra familiar, y me contestaban con amargura:

—Sí, hombre, no tenemos dinero para comprar suficiente comida con la que satisfacer nuestra hambre, presente y acumulada, y te daremos dinero a ti para que lo gastes en cosas innecesarias, superfluas, sino viciosas.

La suerte, esa cosa incorpórea en la que casi todos creemos, pero ignoramos como decantarla a nuestro favor, un día me sonrió y se decantó de mi lado.

Fue por la mañana, muy temprano. Yo había salido de mi casa, como todos los días habiendo metido en mi cuerpo un desayuno tan escaso que sentía casi la misma hambre que tenía antes de comerlo. Hasta donde yo recordaba las únicas veces que en mi joven vida había conocido yo la saciedad, fue durante el corto periodo de tiempo que mi madre me amamantó.

La mañana afortunada a la que me estoy refiriendo, salí de mi casa muy ligero, pues para la ligereza nada ayuda más que un estómago prácticamente vació.

Llegué a la esquina de la calle. Allí había una farmacia. Apolonio, el farmacéutico, que habitualmente solía permanecer dentro de su establecimiento, en aquel momento se hallaba en la puerta y estaba llorando.

Bien, yo dinero lo tengo siempre en falta, pero buen corazón lo tengo hasta de sobra. Así que me detuve delante de él y le pregunté, solícito:

—¿Qué pena le aflige buen hombre? ¿Puedo yo ayudarle a librarse de ella?

Él abrió la boca me mostró que de su dentadura postiza le faltaba la parte de arriba y me explicó el motivo:

—Se me ha caído la prótesis superior de mi boca dentro del inodoro, y mi mano es demasiado grande para poder pasar por el hueco dentro del que se encuentra y no puedo recuperarla.

—A ver, enséñeme su mano.

Él la apartó de sus ojos junto con el pañuelo que sujetaba. El pobre hombre además de perdedor de dentaduras postizas estaba muy lejos de ser tan inteligente como Einstein.

—Esa mano no me vale. Enséñeme la otra mano, la que no contiene pañuelo alguno —él su buscó la mano libre con la vista y después de descubrir donde se encontraba me la mostró—. Ábrala y manténgala inmóvil para que yo pueda comprobar si mi mano es más pequeña que la suya —Él hizo lo que yo acababa de pedirle. Acerqué mi mano a la suya y comprobé que la mano mía era bastante más pequeña que la suya y entonces le pedí—: Guíeme hasta ese inodoro donde se le cayeron los dientes falsos y veré de recuperarselos yo.

Él echó a andar, yo le seguí y llegamos al cuarto de baño. Era muy antiguo, no tenía ventilación y olía a todo lo contrario al perfume que emana de las flores. Hice pinza con dos dedos y me tapé la nariz. De pronto una posibilidad adversa surgió en mi mente, y la expuse:

—Después de habérsele caído la prótesis dental, no habrá tirado usted de la cadena, ¿verdad?

Él se quedó haciendo memoria y yo rezando mentalmente al santo de las causas perdidas, que creo es san Judas Tadeo. En mi vida he conocido a un hombre de reflexión más lenta que aquel boticario que tardó cinco minutos en responderme algo que me resultó inquietante:

—Si he de decirle la verdad, no recuerdo si tiré de la cadena o no. ¿Importa eso?

Imitando a mi madre exclamé:

—Pues apañados estamos. ¿Puede darme unos guantes de látex?

—Lo siento, pero no tengo. Se me terminaron. Los tengo pedidos junto a algunos medicamentos agotados, pero no creo me los vayan a traer esta semana.

—No es usted muy previsor —critiqué.

—Bueno, no se puede pensar en todo. Hoy estamos aquí, y mañana podemos estar en el cementerio, no sirviendo ya para nada.

—Vaya, es usted la alegría de la huerta. Bueno encienda la luz del techo, que con ese ventanuco tan pequeño no tenemos aquí la suficiente claridad —le pedí señalándolo.

Él tardó dos minutos en entender por qué tenía que encender una luz que cada día nos cuesta más cara. Finalmente, pulsó el interruptor mejorando la claridad de aquella estancia.

Yo me arremangué las mangas de la camisa que llevaba puesta, heredada de mi padre que todavía gozaba de muy buena salud y, de no haberse comprado otra camisa nueva habría podido él explotar la que me había reglado, diez años más. Yo, poniendo cara de asco, metí mi mano dentro del inodoro. Penetré más allá de lo que había penetrado el boticario. Mi mano tocó algo sólido, pero no lo bastante sólido para ser lo que yo estaba buscando. 

Mi mano avanzó un poco más y roce con la punta de los dedos algo que era infinitamente más sólido que lo tocado anteriormente. Forcé un poco más mi mano. Mi muñeca sentía la dureza del material blanco del que están construidos estos artilugios. Sentí dolor, no me quejé porque a veces me da por ser valiente. Y finalmente atrapé los dientes. Pero este objeto aumentaba el tamaño de mi mano y se me quedó presa.

—¡Maldición, me ha quedad agarrada la mano! —exclamé empezando a sudar de angustia.

—¿Quién te la ha agarrado la mano, muchacho? —quiso saber él, intrigado.

—El demonio —salté enojado.

—¿Puede el demonio habitar en lugares tan pequeños e insalubres como este? —quiso saber él.

—Apártese que me impide girar el cuerpo y ver si puedo escapar de la trampa que me ha apresado.

Él se retiró un paso. Mi brazo se jugó la posibilidad de desprenderse de mi mano y dando un fuerte tirón, mi mano escapó a costa de quedar dolorosamente magullada. Le entregué entonces la prótesis al farmacéutico y le dije:

—Lo que yo acabo de hacer por usted no lo haría yo ni por mi propio padre, aunque él me lo pidiese de rodillas.

—Te llevas muy mal con él, con tu padre, ¿eh? —interpretó mientras lavaba en el lavabo sus dientes extraviados.

—Me llevo mal con todo el mundo —le dije cabreado.

—Si ya he notado que tienes mal carácter.

Esperé a que él se apartara después de colocarse la prótesis dental, y me lavé también las manos con jabón.

—En agradecimiento por el favor que me has hecho, te regalaré unos preservativos multicolores que me han regalado las farmacéuticas.

—Los preservativos úselos usted, que tiene una mujer muy joven y bonita no vaya a deformar su voluptuoso cuerpo con un embarazo no deseado.

—¿Por qué no deseado el embarazo de mi esposa? —mosqueándose él.

—Porque correría el peligro de poner en el mundo una copia de usted que no es precisamente un adonis.

—Vaya, tienes muy mala sombra, chico —me acusó.

—Depende de la hora del día. A media tarde es cuando la tengo más bonita. Si quiere agradecerme la proeza que he realizado por usted, podría darme uno de esos papelitos que llevan cifras escritas en ellos —me descaré.

—Me lo temía, eres un ser codicioso, ¿eh? Vale, nunca más te pediré un favor. Te daré diez euros.

Me alegró tanto lo que él acababa de decir, que quise ser generoso con él.

—Retiro lo dicho. Dígale a su esposa que se deje embarazar por usted. Al fin y al cabo, los hay mucho más feos que usted todavía rodando libremente por nuestro mundo.

El abrió la caja registradora que, cumpliendo con su obligación musical hizo cling, sacó un billete que llevaba impreso un uno y un cero y me lo entregó diciendo:

—No tengo que darte las gracias, has hecho un trabajo para mí y te lo he pagado.

Miré hacia un extremo del mostrador y viendo la cestita de mimbre vacía critiqué:

—Es usted muy tacaño, señor Apolonio. Antes ponía ahí unos pocos caramelos de menta.

—Ya lo sé. Es que han dejado de dármelos de propaganda.

—Roñoso — juzgué.

—Desagradecido.

Salí a la calle y un chorro de sol chocó conmigo, sin causarme daño alguno. Mi sombra en el suelo era alargada. Abrí los brazos y me dije: <<Si llevase el pelo más largo tendría la silueta perfecta de Cristo en la cruz>>.

Empecé a pensar en cómo gastar el dinero que acababa de ganarme. Pensé en lo que más me gustaría tener: Un coche deportivo. Lógicamente, lo descarté enseguida, con lo que había obtenido del boticario no tenía ni para adquirir el tapón de la válvula del aire de un neumático.

Pasé por delante de una floristería. Una embriagadora oleada de perfume me capturó. Me detuve. Recordé la conversación que había tenido tiempo atrás con la chica que me tenía robado el corazón.

Entré. Detrás de un pequeño mostrador había una mujer de mediana edad algo sobrada de peso. Llevaba puesto un uniforme de color azul claro y estaba escribiendo en una libreta de anillas.

Me planté delante de ella. La mujer detuvo el movimiento del bolígrafo y enfocó en mi cara sus bonitos, mansos ojos verdes, el color de ojos que yo adoraba.

—¿Qué precio tiene una orquídea metida en una macetita de plástico de esas que una vez trasplantada la plantita a una maceta buena, se tira?

—La más barata quince euros.

—Solo tengo diez euros y un cortaúñas.

Le hice gracia porque sonrió y quiso saber.

—¿La orquídea la quieres para ti, o para regalarla?

Fui sincero y le respondí:

—Quiero regalársela a una chica que me ha robado el corazón y que si me rechaza moriré por amor no correspondido.

Conseguí hacerla reír.

—De acuerdo. Escoge la que más te guste. Te la dejaré por diez euros. Y el cortaúñas guárdalo para cortarle las uñas a esa chica cuando le hagas algo por lo que ella quiera arañarte. Escoge de esas de allí, la que quieras.

Escogí una orquídea de color blanco, el color de la pureza, y poniéndola encima del mostrador le solté los diez machacantes y le dije:

—Infinitas gracias, hermosa dama, es usted un ángel disfrazado de florista. ¿Es celoso su marido?

—Desgraciadamente, cada día lo es menos.

—En ese caso, si a usted no le parece mal, me gustarías demostrarle mi agradecimiento por la rebaja que me ha hecho, dándole un beso en la mejilla.

—Tengo dos mejillas —ella riéndose de muy buen gana.

Le besé las dos mejillas y le dije:

—Más le valdría a su marido ser celoso porque con lo guapa que es usted y esas mejillas de terciopelo que posee, cualquier día le sale un hermoso pretendiente que sí le despertará celos.

Ella reaccionó con una risa estentórea. Me encantan las risas felices femeninas.

Con la maceta y la flor protegidas contra mi pecho y recibiendo miradas curiosas de algunos viandantes llegué a la casa de Evita.

Mi corazón hacía tanto ruido como si estuviese jugando a la comba en lo alto de un tambor. Ella abrió la puerta. ¡Dios de los cielos, qué belleza de chica! Llevaba puesta una blusa en la que resaltaban los dos divinos, esféricos bultitos de sus senos, y una falda cortita que dejaba al descubierto las rodillas suyas, que eran las rodillas más bonitas del mundo entero.

—¿Qué quieres? — me preguntó moviendo sus seductores labios como si no supiera que hacer con ellos, algo que yo moría de ganas de enseñarle un maravilloso uso si ella me daba su consentimiento.

—Mi intención es regalarte esta flor. En cierto ocasión, en que hablamos nosotros dos, me dijiste que era tu flor favorita.

Yo que había mantenido el regalo oculto detrás de la espalda se lo entregué.

En el maravilloso mar de sus ojos apareció un esplendoroso brillo ilusionado.

—Oh, Cefe, eres el chico más adorable del planeta Tierra. Entra. Te invitaré a un refresco.

Con esta invitación suya entendí que se hallaba sola en casa. Entramos en el salón cuya puerta ella había dejado abierta.

—Siéntate —me dijo señalando el sofá—. ¿Sabes si tengo que regar esta bellísima planta? —me preguntó.

Presumiendo de entendido en lo que no entendía nada, le aseguré:

—Hasta mañana ni una sola gota de agua necesitará.

—Voy a colocarla junto a la ventana de mi dormitorio. Allí le dará la luz que tanto beneficio hace a las plantas.

—Te acompaño no sea cosa que te pierdas por el camino y yo me pase el resto de mi vida llorando tu pérdida.

Ella se rio. Y me consintió la siguiese hasta su “sancta sanctorum”. Ella colocó junto a la ventana maceta y planta. Muy ilusionada la acarició suavemente con las yemas de sus dedos.

—Evita, me pasaría la vida entera respirando el aire que contiene este cuarto tuyo —le dije en un tono cargado de pasión.

Conseguí emocionarla.

—¿Por qué querrías pasarte la vida entera respirando el aire de mi cuarto, muchacho atolondrado?

—Porque este cuarto huele a ti, muchacha maravillosa.

A ella se le llenó de sonrojo la cara y me dijo las palabras que yo más deseaba escuchar de sus labios.

—Cefe, tú y yo nunca nos hemos besado. ¿Por qué ha sido?

—Porque nunca te he tenido así tan cerca de mí y mirándome como si deseases probar mis besos.

Se puso más colorada todavía. Los ojos color mar se le habían llenado de estrellas.

—¿Tú deseas besarme?

—Muero de ganas de hacerlo.

—Te advierto una cosa: si me besas correrás un peligro.

—¿Qué clase de peligro?

Estábamos tan cerca el uno del otro que casi nos bebíamos los alientos.

—El peligro de que si no me gusta como besas te eché inmediatamente a la calle.

—Por ti, no hay peligro que yo no sea capaz de afrontar. Besémonos y, lo que tenga que ser, será —decidí con valentía.

Evita después de comernos a besos el uno al otro, y el otro al uno las bocas, no me echó a la calle, sino que me retuvo con ella hasta que regresaron sus padres y nos encontraron en el sofá viendo una película de dibujos animados, manteniendo una separación de casi dos metros nuestros astutos cuerpos.

Evita y yo nos hicimos inseparables y eso que yo no era el más alto, guapo, atlético y con más dinero de sus pretendientes, demostrándome cuan grande era su cariño por mi modesta y enamorada persona, pagando a menudo los refrescos que nos tomábamos y las entradas del cine al que íbamos.

(Copyright Andrés Fornells)

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