UNA NIÑA Y UN PERRO (MICRORRELATO)
Era una calle situada en el barrio antiguo de una pequeña ciudad. Aunque el tráfico en ella era muy reducido, una madre le advirtió a su hija sentada en el peldaño de la puerta de su casa:
—No te muevas de aquí, hija. Voy a comprar el pan y vuelvo enseguida —señalando con el brazo estirado la panadería situada en la acera que les quedaba justo enfrente.
La niña no la había acompañado porque tenía una heridita en la planta del pie. Se la había hecho con un pincho de palmera, y le dolía al andar.
—No me moveré de aquí, mami —respondió la chiquilla con su vocecita angelical.
Al quedarse sola estiró el borde de la faldita vieja y algo corta que llevaba. Estiró hasta que el dobladillo reposó sobre sus zapatitos rotos, tal como su madre le había enseñado, pues las niñas buenas nunca mostraban a los demás sus piernas más arriba de las rodillas.
La pequeña tardó muy poco en verse atacada por el aburrimiento que le provocaba la ociosidad.
Metió la mano en el bolsillo donde guardaba algunos tesoros. El botón grande de un abrigo, una canilla de hilo blanco, una horquilla del pelo, una pinza de la ropa y un pedazo de vasija de barro que le parecía bonita por su colorido.
Escogió la punta de esta pieza de cerámica y, encima de la losa que le quedaba más cerca comenzó a escribir con su caligrafía extraordinariamente desigual, mordiéndose la lengua por la enorme concentración que empleaba, su nombre: Adelita.
De pronto apareció un perro muy peludo que en loca carrera había dejado a su dueño algunos metros atrás. El animal, al llegar delante de Adelita se detuvo y sentándose se la quedó mirando con una fijeza hipnótica, la lengua fuera, vibrante; las orejas muy tiesas.
La niña, fascinada, con el corazoncito acelerado por la emoción entregó sus ilusionados, negrísimos, amorosos ojos, a los ojos vivos, redondos, amarillentos del can. Y durante algunos segundos ambos parecieron compartir un sentimiento de amistosa ternura.
Adelita siempre había deseado tener un perro, pero sus padres no querían regalarle uno. Argumentaban, no tener bastante comida para ellos, y de ningún modo iban a compartirla con un capricho suyo.
—¿Cómo te llamas, perrito? —preguntó la dulce voz infantil.
El animal continuó mirándola con igual intensidad, moviendo su rabo de un modo frenético.
—Vamos, “Tronco” —ordenó el propietario del animal, llegado junto a ellos dos.
“Tronco” con su cabeza muy alta, ufano, echó a andar al lado de su amo.
La niña lo siguió con anhelante mirada. El animal se fue alejando sin mirar ni una sola vez hacia atrás, hacia donde Adelita lo observaba suplicándole que regresara junto a ella.
La madre de la niña regresó en aquel momento y desconcertada le preguntó:
—¿Por qué lloras, nena?
Profundos sollozos sacudían el endeble y malnutrido cuerpecito de la pequeña. Sus ojos anegados en lágrimas miraban a su madre esperando un imposible: que comprendiera cuanto dolor le había causado que aquel perro que tenía que haber leído en sus ojos lo muchísimo que lo quería no se hubiese vuelto a mirarla cuando ella le estaba diciendo con los ojos lo muchísimo que lo quería y se hubiese olvidado inmediatamente de ella.
Su madre no supo averiguar lo que le ocurría a su hija, pero sí entendió que sufría y la abrazó y llenó de besos su carita cuyos lagrimones abrían surcos en sus mejillas algo sucias. Y la chiquilla fue dejando de llorar, cerró los ojos y cambió pesar por gozo al experimentar la seguridad de que la mujer que la abrazaba amorosamente nunca la abandonaría.
(Copyright Andrés Fornells)