UNA NIÑA Y UN EXBOXEADOR (RELATO NEGRO)
Bombazo Juan habría llegado muy alto en el pugilismo profesional de no haber sido por la mala fortuna que le procuró a su fuerte naturaleza física, lo que en muchos medios pugilísticos suelen llaman una mandíbula de cristal. Esta debilidad facial suya, en cuanto fue descubierta por sus rivales, permitió a un buen número de ellos derrotarle cuando musculosa y técnicamente eran bastante inferiores a él.
Una vez retirado de los cuadriláteros la pobreza se cebó en él. Bombazo Juan era bastante torpe y de inteligencia algo falto iba. Le costaba encontrar empleo y, cuando conseguía uno le duraba poco tiempo. Quienes lo contrataban tenían la paciencia y la tolerancia muy cortas.
A Borja Ramos le costó una larga y ardua conversación con María, su esposa, el que ella consintiera en que Bombazo Juan se quedara por las noches a dormir en la pequeña caseta de madera donde guardaban la cortadora de césped y demás herramientas.
—María, me da mucha pena de él. Le conozco desde la niñez. Vivíamos en la misma calle. Jugábamos juntos. Cuidaban de él sus abuelos, muertos ambos hace ya algún tiempo, no le queda nadie en el mundo. Siento la necesidad de ayudarle. Compréndelo, por favor, María. Le buscaré algún empleo. Por bajo que sea, él se conformará. No es ambicioso en absoluto. Cuando todavía ganaba dinero boxeando, todos los necesitados del barrio acudían a él seguros de que iba a ayudarles. Y eso hizo hasta arruinarse del todo. Y entonces todos huyeron de él, como de la peste. El mundo está lleno de desagradecidos. Ahora duerme en un banco del parque expuesto a que algún loco lo mate. Será una buena obra de caridad. Por favor…
Con su actitud extremadamente suplicante Borja consiguió conmover a su consorte.
—Ay, qué rabia me da ese tonto samaritano que llevas dentro, cuando te sale a la superficie y creas problemas —exclamó María rindiéndose, disgustada.
Ese mismo día, al atardecer, en cuanto Borja terminó su jornada laboral se dirigió al parque donde esperaba encontrar a su amigo el expugilista. Y allí estaba sentado en un banco leyendo con dificultad un periódico deportivo abandonado por alguien. Las ropas que vestía estaban ajadas y sucias. Iba despeinado y llevaba barba de varios días.
—Hola, campeón —lo saludó Borja sentándose a su lado, empleando el tono amable con que siempre se dirigía él.
A Bombazo Juan se le llenó de contento el rostro. Sus ojos mansos dedicaron a Borja una mirada de genuino afecto.
—Hola, amigo, Borja. ¡Qué alegría me da verte! Ha hecho muy buen día hoy, ¿eh? Apenas hace frío ahora mismo.
—También a mí me alegra verte, Juan.
Callaron durante algunos segundos mirándose risueños, sus mentes inundadas por muchos recuerdos compartidos. Borja experimentó la habitual pena observando el maltratado rostro del ex púgil marcado por numerosas cicatrices, especialmente en las cejas, la boca y la nariz aplastada.
—Ven conmigo. Te invito a un bocadillo. Seguro que tienes hambre.
—Tengo hambre —sonrió Bombazo Juan agradecido dejando al descubierto varias ausencias en su dentadura—. No he comido nada desde el mediodía que comí en uno de esos comedores de Caritas. Estaba bueno lo que comí, pero lo tengo ya en los calcetines —remató con una carcajada ronca esta última frase.
Borja se lo llevó a un bar cercano y allí Bombazo Juan se comió, con sus manos sucias dos bocadillos de atún, otro bocadillo más de jamón serrano y se bebió un litro de agua. Continuaba con el hábito adquirido durante su accidentada carrera pugilística de no consumir alcohol.
—¿Has saciado tu hambre? —le preguntó Borja.
—Sí, me siento como un rey, muchas gracias, buen amigo Borja—agradecimiento en sus palabras y en la mirada de sus ojos tristones, un tanto hundidos bajo sus hinchadas y deformadas cejas.
—Bien, pues ahora presta atención a lo que voy a proponerte.
Y a continuación Borja expuso con la máxima claridad que le fue posible, que podría alojarse de momento en la caseta del jardín de su casa y comer con él, su mujer y su niña, pero antes debía darse un buen baño, pasar por la barbería para que le cortaran el pelo y lo afeitaran y, finalmente ir ambos al Corte Inglés a por ropas nuevas para él y tirar a la basura las cochambrosas que llevaba puestas. La reacción del exboxeador ante su generosa propuesta fue romper a llorar como un niño al tiempo que, entre sollozos se deshacía en muestras de profundo agradecimiento.
Era ya de noche cuando Borja trajo a su casa a Bombazo Juan, aseado y con ropa nueva. A María, observando la timidez y bondad que mostraba el rostro y la actitud de este hombre se le pasó la contrariedad que había mantenido viva hasta entonces y se mostró muy amable con él.
—Encantada de conocerte —estrechando ella la todavía fuerte mano de él—. Procuremos no hacer ruido, que Martita duerme ya —recomendó hablando en voz baja.
Martita tenía siete años y era la única descendencia con que Borja y María contaban.
Borja acompañó a su amigo hasta la casita del jardín donde le habían preparado una cama portátil. Bombazo Juan al verla con las sábanas limpias y su almohada rompió a llorar de nuevo.
—Venga, hombre, no es para tanto. Mañana desayunamos a las ocho, y a las ocho y media llevaremos a Martita al colegio. Tú tienes carné de conducir, ¿no, Juan?
—Sí, pero hace tiempo que no conduzco.
—Bien, mañana hablamos. Que descanses.
A las ocho de la mañana siguiente, el exboxeador apareció en el comedor, tímido con las manos juntas delante de él y la cabeza gacha. Le presentaron a Martita. La niña lo trató inmediatamente con confianza y agrado, haciéndole preguntas personales que Bombazo Juan no tuvo inconveniente en contestar, como eran: cuantos años tenía, a qué le gustaba jugar cuando era niño. Él respondió, pacientemente, a todo, mostrándole una bonachona sonrisa.
—Papá me ha dicho que cuando trabajabas dando puñetazos saltabas a la comba tan rápido que no se podía ver la cuerda.
—Bueno, sí saltaba a la comba —con su habitual cortedad.
Cuando terminaron de comer, Martita le trajo una cuerda suya y le pidió con esa desarmante naturalidad de los niños:
—Quiero verte saltar, Juan.
—No debes atosigar a nuestro amigo —intervino María compadeciéndose del apuro que mostraba el ex púgil.
—Que salte un poquito nada más, que tenemos que irnos ya —intervino Borja deseoso de que su amigo le cayera bien a su hija.
La niña quedó boquiabierta de admiración cuando Bombazo Juan comenzó a darle a la comba a una velocidad de vértigo y sin pisarla una sola vez.
—¡Guau, eres increíble! —elogió admirada a más no poder—. Si te vieran mis amigas del cole hacer eso les daba un síncope.
Bombazo Juan esbozó una sonrisa dichosa. La fascinación por él que la niña le demostraba lo tenía encantado, elevaba su muy deteriorada autoestima.
Después de haber comprobado Borja que su viejo amigo conducía bien, le encargaron la misión de llevar a Martita al colegio y asimismo de traerla de vuelta a casa. La niña estaba encantada con él por lo cariñoso que se mostraba con ella y también extraordinariamente paciente pues la escuchaba y le respondía siempre con agrado.
Para Borja y María delegar en el exboxeador el trasporte de su hija les significó un importante desahogo. Borja era un periodista que actuaba a menudo como investigador destapando complicados y enmarañados casos de corrupción, y María una jueza que también tenía más trabajo del que habría deseado. Ella reconoció a su marido que traer a su amigo de infancia a su casa había sido un magnífico acierto.
—Es servicial, muy trabajador (nos tiene maravillosamente bien cuidado el jardín), y con Martita no puede ser más atento y cariñoso, y la niña lo adora.
Borja no podía estar más de acuerdo con todo esto y le había asignado un sueldo que tuvo que convencer a Bombazo Juan para que lo aceptara, pues él con la comida y la ropa, y tener la Seguridad Social consideraba que estaba suficientemente pagado.
—Juan, si de momento el dinero que voy a darte no lo necesitas, te abres una cuenta en el banco y lo ahorras, para cuando seas un viejecito y te jubiles.
El ex púgil aceptó finalmente, riendo como un bendito con aquella explicación de que podía necesitarlo cuando fuera un viejecito jubilado.
A mediados del mes de agosto, María, tras un largo, complicado y muy arduo proceso consiguió meter entre rejas a los miembros de una poderosa banda de narcotraficantes. Este logro le había supuesto casi un año de intensísimo trabajo y dormir poco. Su marido respiró tan aliviado como ella cuando este dificilísimo caso se dio por terminado.
—Estás muy desmejorada, cariño. Tenemos que organizar unas vacaciones de un par de semanas que necesitas para reponerte del agotamiento que padeces —consideró Borja preocupado por la salud de su mujer.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo. Ese endemoniado asunto me ha dejado medio muerta. Vamos a organizar algo para el mes que viene. Un crucero de un par de semanas o algo parecido que nos relaje el cuerpo y nos limpie el cerebro. Naturalmente nos llevaremos a la niña con nosotros. Y al cuidado de la casa dejaremos a Juan. Nadie de mayor confianza que él podríamos encontrar.
—Hay otra cosa más que deseo hagamos, cariño —poniéndose muy serio Borja—. Y es instalar un sistema de alarma, por si acaso. Los secuaces de esos narcotraficantes que han escapado libres por falta de pruebas podrían intentar algo contra nosotros.
—¿Tú crees? —con dudas María—. Son muchos los delincuentes que he condenado y nunca nos ha pasado nada.
—A ningún has condenado antes tan peligrosos como estos traficantes de droga —razonó su marido.
María accedió en lo de tomar las precauciones propuestas por su marido y unos especialistas instalaron por toda la casa un sofisticado sistema de seguridad conectado directamente con la comisaría de policía más cercana a su domicilio.
Los operarios, en ausencia de los dueños de la casa estuvieron todo el tiempo acompañados de Bombazo Juan que escuchaba boquiabierto el funcionamiento de los aparatos que estaban instalando. Llegada la noche el chalé quedo protegido y los instaladores se marcharon.
Transcurrieron algunas semanas sin que sucediera nada fuera de lo habitual en la vida de esta familia. El exboxeador llevaba a la niña al colegio y la recogía de vuelta a casa. Se había establecido gran simpatía y confianza entre ambos y la pequeña le contaba al viejo amigo de su padre todo cuanto le acontecía en el colegio y todas las fantasías que su fértil imaginación creaba.
Y cuando ella se cansaba de hablar, pedía a Bombazo Juan que le contase sus peleas, las alegrías de sus victorias y las tristezas de sus derrotas. Cuando narraba estas últimas, con manifiesto pesar, la niña le mostraba su compasión acariciándole suavemente el musculoso antebrazo.
Un jefe de policía amigo de la jueza María la visitó una noche para comunicarle, que un soplón le había avisado de que alguien en la ciudad iba a intentar algo contra ella.
—Puede que se trate de una falsa alarma —apuntó viendo la profunda preocupación que con sus palabras había despertado en la magistrada.
—¿Y si no es una falsa alarma qué podemos hacer? —quiso saber ella.
—Pondré hoy mismo a un par de agentes que vigilen todo el tiempo tu casa. ¿Te tranquiliza esto?
—Algo sí. Muchísimas gracias, Norberto.
María llamó inmediatamente a su marido que se hallaba todavía trabajando en la redacción y le contó la advertencia que acababa de recibir.
—No creo que se atrevan a intentar nada contra nuestra casa. Nuestro punto débil podría ser Martita —angustiándose él.
—Quizás fuera una buena idea procurarle un arma a Juan…
—No sé… Para algunas cosas es tan torpe —dudoso Borja.
Después de cenar esa noche, más tarde de lo habitual, el periodista invitó al ex pugilista a salir al jardín con la excusa de ver cuál sería el mejor sitio para plantar unos rosales que pensaban comprar, y una vez los dos solos, sin la presencia de Martita a la que de ninguna manera querían asustar, Borja le expuso a Bombazo Juan el posible peligro que se cernía sobre ellos.
—Les partiré la cara a puñetazos a cualquiera que intente algo contra Martita —aseguró el exboxeador cerrando con fuerza sus grades puños.
—Puedo procurarte una pistola para el caso de que te haga falta.
Bombazo Juan encontró tan divertida la propuesta de Borja que rompió a reír. Luego, advirtiendo la seriedad que mantenía su amigo, manifestó:
—Antes tendré que aprender a usarla, no vaya a dispararme a mí mismo y hacerme daño.
Durante media docena de tardes, Borja llevó a su amigo a un club de tiro donde demostró inmediatamente firmeza de pulso y puntería.
—¡Me gusta, me gusta esto! —exclamaba entusiasmado como un niño con juguete nuevo.
—A ver si al final vas a salir hecho un pistolero —bromeaba Borja.
Terminadas las lecciones de tiro, el periodista le procuró al ex púgil una pistola que éste, en adelante, guardó en la guantera del coche en el que llevaba a Martita al colegio. Fueron transcurriendo las semanas y al no suceder nada fuera de lo normal todos empezaron a confiarse.
—El aviso contra nosotros que recibió el comisario ha podido ser una tomadura de pelo —opinó Borja.
—Quizás —admitió su esposa, pero más desconfiada, añadió—: Pero creo que haremos bien no diciéndole esto a Juan para que en ningún momento baje la guardia.
—Pienso igual que tú.
De momento, lo del crucero estaban pensando retrasarlo para el mes de enero en que a María le tocaba coger vacaciones y Borja las había pedido también para él.
Un lunes, al recoger a Martita del colegio Bombazo Juan no reparó en que lo seguía todo el tiempo un coche negro dentro del que iban dos hombres. Y al detener su utilitario delante de la puerta del chalé donde vivían, del vehículo que les había seguido hasta allí bajaron dos tipos con los rostros ocultos detrás de pasamontañas. Martita dándose cuenta antes que el exboxeador gritó:
—¡Juan, dos hombres encapuchados vienen hacia nosotros y llevan pistolas!
Bombazo Juan conservaba todavía de sus numerosos entrenamientos y combates pugilísticos rapidez de reflejos. Su mano derecha abrió veloz la guantera y se hizo con el arma. Pero los asaltantes también eran rápidos y uno abrió la puerta de su lado y el otro la puerta del lado contrario donde estaba la niña que gritó aterrada.
El ex púgil se volvió hacia él y disparo dándole de lleno en el corazón, pero antes de que pudiera enfrentarse al otro asaltante, éste le había metido una bala en el pecho y otra en el brazo izquierdo. Sin embargo, a Bombazo Juan todavía le quedaron fuerzas para meterle una bala en mitad de la frente matándolo.
* * *
Afortunadamente para él exboxeador, las dos balas recibidas no alcanzaron ninguna zona vital de su poderosa naturaleza, y su vida no corrió peligro.
Borja, su mujer y su hija le visitaron todos los días y cuando estuvo bien le llevaron a la casa que ahora con todavía mayor razón le dijeron que era también la suya. Y la jueza le reconoció a su marido, que la mejor idea que había tenido en su vida había sido contratar a su viejo amigo Bombazo Juan.
(Copyright Andrés Fornells)