UNA NIÑA Y BAILARÍN, SU GATO (CUENTO INFANTIL)

UNA NIÑA Y BAILARÍN, SU GATO (CUENTO INFANTIL)

Hubo una vez una niña llamada Elenita. Esta niña tenía unos padres que la querían mucho y unos familiares que la querían mucho también. Elenita y sus padres vivían en el campo, en una casa antigua. En esa casa, de noche, las vigas que era de madera cantaban una canción muy aburrida y repetida cuya letra estaba compuesta por dos únicas palabras: Cric y crac.

Los padres de Elenita tenían una huerta muy grande donde plantaban hortalizas que vendían en el Mercadillo del pueblo, y del dinero que ganaban vendiendo esas hortalizas pagaban los gastos que generaba su hogar y también la ropa que vestían, y también algunas otras cosas más.

Elenita, mientras sus padres trabajaban, jugaba sola y a menudo se aburría. Elenita no era una niña de esas que se quejan todo el tiempo ni tampoco una niña caprichosa de las que están siempre pidiendo cosas. Por esta razón cuando un día les dijo a sus padres:

—No me sentiría tan sola cuando vosotros no estáis conmigo si tuviera un gatito que me hiciese compañía.

Sus padres, comprensivos, le dieron varios besos y le dijeron que procurarían complacer su deseo. Y un día le trajeron un gatito blanco y negro, con unos ojos muy grandes y redondos en los que brillaban todo el tiempo unas chispitas alegres.

Este gatito, a Elenita le pareció maravilloso. Era un animalito que cerraba sus enormes ojos del gusto que sentía cuando ella lo acaricia y que ronronea y maullaba de contento. A este gatito, le encantaba bailar. Y cada dos por tres recorría las habitaciones donde se encontraban sus dueños, deleitándoles con sus bailes y sus saltos acrobáticos.

Encantados con su conducta, Elenita y sus padres consideraron muy acertado ponerle de nombre: Bailarín.

Bailarín, además de bailar estupendamente, se le daban tan bien las matemáticas que Elenita, a la hora de hacer los deberes del colegio, cuando terminaba de realizar una suma o una resta le preguntaba a Bailarín, si estaba bien hecha o no.

Los grandes y bonitos ojos de Bailarín recorrían la operación matemática y si estaba bien hecha, asentía con la cabeza y bailaba en lo alto de una silla. Pero si la operación estaba mal hecha, movía la cabeza en sentido negativo, cerraba los ojos y dejaba caer hacia abajo sus bigotes.

Se fueron sucediendo los días que, aunque más lentos que los relojes que funcionan, tampoco se paran nunca. Bailarín creció. Elenita creció también. Sus padres no crecieron, pero confesaban cada vez más a menudo que regresaban cansados de trabajar en la huerta.

Elenita se traía a casa problemas de matemáticas que eran demasiado complicados para Bailarín, pues cuando ella le pedía examinase si estaban bien o mal, el felino encogía los hombros dándole a entender que no podía ayudarle.

Además de no ser capaz de ayudar a Elenita en la materia de matemáticas, Bailarín comenzó a escaparse de casa y, a menudo se pasaba una noche entera fuera y regresaba al día siguiente por la mañana dando muestras de cansancio.

Cuando un familiar les dijo a los padres de Elenita que había visto a Bailarín merodeando por el pueblo, la niña y sus padres descubrieron la causa de sus desapariciones y lo exhausto que el gato regresaba después de recorrer varios kilómetros en la ida y vuelta del pueblo.

Elenita y sus padres trataban de aconsejarle:

Bailarín, no te alejes de nuestra casa. No seas imprudente. Si haces de nuevo o que estás haciendo, correrás un gran peligro. Por el camino y sobre todo dentro del pueblo puede atropellarte un vehículo de los muchos que allí hay y perder tu valiosa vida.

Bailarín escuchaba con atención, ronroneaba, maullaba, parecía que aceptaba aquellos buenos consejos y durante un tiempo regresaba a la normalidad, pero transcurrido ese tiempo volvía a las andadas: se ausentaba por la noche y regresaba al día siguiente por la mañana.

Elenita y sus padres, decepcionados por su conducta, le seguían dando buenos consejos, pero mostrando cada vez mayor desánimo, convencidos de que Bailarín no les haría caso.

Su decepción se convirtió en tristeza cuando Bailarín no regresó más a su cama (una cesta de mimbre con cojines de colores) y quedaron convencidos de que sus peores temores se habían convertido en una desdichada realidad: Bailarín había sido atropellado y su cuerpecito estaría muerto junto a alguna cuneta de una carretera o en cualquier otro sitio.

Colocaron fotografías de Bailarín en muchas lugares del pueblo pidiendo que si alguien había encontrado a su gato vivo o muerte, tuviese la amabilidad de comunicárselo que ellos le entregarían como recompensa el más grande de todos los melones de su huerta.

Pasaron semanas y pasaron meses. Elenita y sus padres ya daban por perdido a Bailarín. Habían llegado a quererlo tanto que la niña, especialmente, cada vez que miraba la cestita vacía donde su gatito acostumbraba dormir, le entraba una pena tan grande que sus bonitos ojos verdes vertían largos rosarios de lágrimas.

Cierta mañana de domingo, Elenita y sus padres se hallaban desayunando en la cocina cuando escucharon alegres maullidos de gatos. Dejaron de comer y prestaron la máxima atención.

Y de pronto apareció Bailarín. Y no venía solo, pues venía acompañado de una preciosa gata de angora de color tan blanco como la nieve y con ojos heterocromáticos (o sea un ojo azul y el otro verde).

Superado el primer momento de paralización por la sorpresa, los hortelanos y su hija se dedicaron a acariciar a los felinos recién llegados y a dedicarles palabras cariñosas. La compañera de Bailarín demostró ser muy dulce y mimosa, y se ganó inmediatamente el afecto de todos.

A esta gatita le pusieron de nombre Blancanieves. Y Elenita y sus padres se sintieron muy felices porque además de haber recuperado a Bailarín la tenían a ella.

Lo que esta familia nunca sabría era que Bailarín había ido a buscar novia nada menos que a la región de Anatolia, y que él y Blancanieves había realizado la extraordinaria, increíble proeza, de andar los 3500 kilómetros que distancian a Turquía de España.

Y colorín colorado…

(Copyright Andrés Fornells)

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