UNA MUJER SEDUCTORA ME DIJO QUE YO ERA SU VIDA (MICRORRELATO)
Cuando conocí a Alfonsina Giménez yo acababa de saltar de la etapa de la desorientada adolescencia a la inexperta etapa adulta. Las mujeres eran para mí un maravilloso misterio, mayor del que todavía me representan hoy día. Un maravilloso misterio que yo siempre he anhelado desvestir, en más de un sentido.
Alfonsina trabajaba de dependienta en una tienda de deportes y simpatizamos en el instante mismo que entré en ese establecimiento a comprar una raqueta de tenis para mi hermana pequeña.
De Alfonsina me gustó, nada más verla, su sensual figura, su sonrisa, su voz y el supuesto de que yo, a ella, también le había gustado a primera vista.
Alfonsina me llevaba cuatro años (averigüé más tarde), pero era tan encantadora que me habría hechizado, de igual modo, aunque ella hubiese tenido muchísimos más.
Le propuse, impulsivo, trabucándome, para salir juntos. Ella me respondió mirándome con mucho agrado:
—Podríamos salir juntos solo cuando a mí me conviniera, pues llevo una vida muy activa.
Lógicamente, esta condición suya despertó mi deseo de saber a qué se refería ella con lo de que llevaba una existencia muy activa. Alfonsina, sin perder su seductora sonrisa me advirtió:
—Si eres un inquisidor de esos que no permiten que una chica disfrute de su privacidad, mejor será que no salgamos juntos.
Ante tan firme determinación por su parte, y lo muchísimo que ella me gustaba, le dije que sería todo lo discreto que ella me pedía.
—Me alegra sobremanera tu decisión porque estoy convencida de que nosotros dos podremos ser muy felices haciendo esas cosas que hacen las personas enamoradas.
Yo me figuré, excitadísimo, lo que hacían las personas muy enamoradas y acerté.
Dos noches más tarde fui a buscarla con el coche de mi padre, que por las noches solía prestármelo. Vestida con una falda corta y una blusa de seda que moldeaba su arrebatador seno, recogí a Alfonsina en la plaza donde habíamos quedado.
Pasamos parte de la noche divirtiéndonos en una discoteca, bailando e incendiándonos mutuamente en las melodías lentas y, finalmente, en el asiento de atrás del vehículo paterno, hicimos lo que hacen las personas que están muy enamoradas.
Me porté tan exhaustivamente enamorado con ella que arrebatada de pasión me dijo:
—Cariño, para ser tan inmensamente feliz como soy en estge momento, yo necesito solo cuatro cosas de ti: Tenerte en mis brazos, en mi mente en mi corazón y no hace falta que te diga dónde más. Porque tú eres mi vida.
Este sublime juicio suyo sobre mi persona me hinchó a tope el globo de mi amor propio.
Pero para gran disgusto mío no tardé muchos días en descubrir que Alfonsina tenía más vidas que un gato, pues salía con varios varones además de conmigo, y supuse que para disfrutar todos con ella de lo mismo que disfrutaba yo.
Los celos me exigieron que rompiese con Alfonsina. No les hice caso a mis insistentes celos y seguí con ella. Y durante un año la compartí con otros, haciendo mío el decir de un personaje de comic que de niño me encantaba: Más vale un mendrugo de pan que morir de hambre.
Con Alfonsina yo habría consentido en todo cuando me exigiera ella, hasta el fin de mis días, porque era la mujer más seductora que yo había conocido y que seguramente conoceré jamás. Pero un día me dijo muy seria:
—Cariño, gracias por el gozo que me has demostrado hasta el día de hoy, pero no vamos a vernos, íntimamente, nunca más. Yo soy una mujer decente y, en adelante le seré fiel al hombre que me ha propuesto el matrimonio y yo he aceptado casarme con él.
Desesperado, le supliqué que me dejara un poco de tiempo para irme acostumbrando a su insoportable pérdida.
—Lo siento, cariño, pero cuando yo tomo una decisión queda vigente a partir del instante mismo en que la tomo —cortó con admirable y, dolorosa para mí, firmeza.
Le pregunté el día y la hora en que contraería nupcias y me lo dijo.
Y ese día a esa hora, cuando Alfonsina salió de la iglesia, deslumbrante de tan guapa, cogida del brazo de su embelesado marido mostrando su devastadora sonrisa feliz me di cuenta de que además de sus padres, éramos una media docena de hombres jóvenes los que llorábamos desconsoladamente.
(Copyright Andrés Fornells)