UNA MUJER DESESPERADA (RELATO NEGRO)

UNA MUJER DESESPERADA (RELATO NEGRO)

UNA MUJER DESESPERADA

(Copyright Andrés Fornells)

        Por la ventana, cuyas cortinas floreadas habían absorbido tanta suciedad que apenas resaltaban los colores impresos en ellas, entraba una claridad gris, deprimente. La estancia permanecía en silencio. El viejo reloj de pared intentaba llenarlo, unido al acompasado suspirar de la mujer que ocupaba el viejo sofá marrón, deslustrado por el largo y continuado uso.

La mirada de esta mujer, apagada por la tristeza y la amargura, recorría como cumpliendo una forzada condena los objetos distribuidos por la estancia quedando una vez más anclada en el calendario de Destilerías Almansa. La hoja visible correspondiente a aquel mes mostraba treinta números, pero ella sólo se fijó en uno de ellos, el fatídico y despiadado veintisiete de diciembre, su cumpleaños.

         Odiaba cumplir años. Únicamente a unos seres siniestros, masoquistas y torturadores como son los seres humanos podía habérseles ocurrido la siniestra crueldad de medir el tiempo de vida que iban sumando.

        <<El orto es alegre, el ocaso triste…>>, así empezaba un poema que escribió cuando era niña, y con el que consiguió ganar el primer premio de poesía de su colegio: una muñeca preciosa.

         Ya entonces era introvertida, melancólica y pesimista.

          Según acreditan las últimas estadísticas de longevidad, una mujer de cincuenta años no debe considerarse vieja. A los cincuenta años, la mujer que se ha sabido cuidar bien, mantiene todavía cierto atractivo, y los hombres —esos jueces despiadados—, se lo recuerdan en la calle con ordinarieces y miradas libidinosas, cuando no indecentes. A ella, en aquellos momentos, presa de una honda depresión, medio siglo le parecía una eternidad.

         Cincuenta años en los que había ido acaparando una interminable suma de frustraciones, infortunios y errores que colmaban totalmente el baúl de su azarosa existencia. Hubo multitud de hombres que buscaron gozar de sus carnes de hembra apetecible, mintiendo como bellacos la gran mayoría de ellos para conseguirla gratis. Otros pagando para poder ultrajarla o incluso maltratarla. Los primeros y los segundos, consiguieron hacerla sentirse sucia y despreciable. Consiguieron matarle las ilusiones, los sueños hermosos, el amor, y hasta la propia estima.

         ¡Que pocas cosas quedaban ya para ella que la importasen todavía! En realidad, ninguna.

         La mujer se llevó las manos al rostro. Recorrió suavemente con la yema de los dedos sus mejillas. Caricias. Caricias ya nadie se las daba. Los hombres que conocía no las empleaban con ella. En lugar de acariciar, agarraban, magreaban, maltrataban sus carnes cansadas. Les urgía satisfacer en ella sus salvajes necesidades sexuales. Y una vez satisfechas, se apresuraban a abandonarla. Habían dejado de necesitarla. No tenían tiempo ni ganas de perderlo dedicándole un poco de ternura, de reconocimiento por haberles prestado su cuerpo para que pudieran vaciar dentro de él su asquerosa lujuria almacenada. Significaba para ellos lo mismo que un kleenex una vez utilizado.

         ¿Qué estaba ocurriendo con los bellos sentimientos? ¿Por qué nadie experimentaba ya amor por otro ser humano necesitado de él?

        Lo que tanto temía sucedió de repente. Y sucedió porque no había sabido crear, con el paso de los malditos años, un mecanismo que la permitiera esquivar, defenderse de las lanzas envenenadas que la despiadada memoria le arrojaba en cualquier momento.

         ¡Cuántas y cuántas equivocaciones había cometido a lo largo de su vida! Equivocaciones muy grandes sobre todo. Algunas personas, como ella, nacen predestinadas a cometerlas. Algunas personas son extremadamente vulnerables. Los peligros acechan por doquier. Y defenderse de todos ellos es muy difícil, cuando no imposible.

         A los quince años, en la flor de la vida, en la cumbre de su discreta belleza, permitió que la droga se adueñase de ella. Conoció a un músico colombiano quince años mayor que ella, al que con los ojos de su inexperiencia y candidez vio como un dios maravilloso al que debía adorar por haberse fijado en ella que no era más que una muchacha del montón.

          Él la embruteció y destruyó sus principios. Él la metió en la droga, y ella para conseguirla comenzó a robar a sus padres. Primero pequeñas cosas, después dinero de la cartera de su padre y las joyas de su madre. Sus padres aguantaron sus fechorías hasta que cansados de sus promesas de enmienda, incumplidas, finalmente con mucho dolor de su corazón porque la querían, la echaron de casa.

Y entonces ella se prostituyó no ya para seguir disfrutando el paraíso que creyó encontrar en las drogas, sino para que el sufrimiento de la privación de ellas no la volviera loca.

El músico colombiano que había quedado sin trabajo y vivía y se drogaba a costa de ella, la abandonó un día llevándose lo poco de valor que guardaban en el miserable apartamento que compartían.

          Y cuando creía imposible le pasara nada peor, se lio con Hans, un alemán guapo, cínico y fatalista. Hans sostenía que la vida no merecía ser vivida si no era para disfrutar todos los placeres que el mundo ofrece. Y los placeres costaban dinero. Cuanto mayores eran los placeres, más caros eran. Uno de esos placeres caros, el polvo blanco que ambos necesitaba esnifar varias veces al día.

          Hans planeó atracar un banco. Ella debía acompañarle. No podía hacerlo solo. Muerta de miedo trató de disuadirle. Lloró, suplicó. Todo inútil. Él la dominaba empleando incluso la violencia cuando le apetecía o lo creía conveniente para que ella se sometiera a su voluntad.

          Hans se hizo con una pistola y munición. Se esforzó en convencerla de que el robo les saldría bien. Él entraría en el banco alrededor de la una y media —hora en que suelen tener estos establecimientos recogido el dinero de toda la mañana—, les amenazaría con su arma, los temerosos empleados le darían todo el dinero reunido, él saldría corriendo, subiría al coche robado en que ella le estaría esperando con el motor en marcha, se largarían de allí a todo gas y a vivir como reyes durante una larga temporada. 

          Hans corría hacia la puerta de la calle, ya con el botín en su mano, cuando el guarda que había permanecido en el servicio mientras él cometía el atraco, salió del excusado a tiempo para que le señalaran al atracador y dispararle en la espalda todas las balas que contenía el cargador de su arma reglamentaria. 

         Ella, antes de reaccionar, tuvo tiempo de ver como brotaba la sangre de las numerosas heridas que había recibido el cuerpo de Hans caído de bruces sobre el brillante enlosado de la acera, y la mirada de sus bellos ojos azules velándose.

          Escapó con el automóvil, se desplazó a otra ciudad, y nadie la molestó. Lloró. Lloró mares de lágrimas por aquel tipo. Por aquel atractivo maltratador, porque lo amaba a pesar de todo.

La memoria, mostrándole su faceta más tramposa, no paraba de servirle los mejores momentos vividos en compañía de Hans y escamoteándole los peores.

        Ella se decidió por fin a entrar en un centro de desintoxicación. Quería cambiar de vida. Librarse de la esclavitud a que la tenía sometida la droga. Hizo cuanto fue necesario para curarse. Fue muy duro. Sufrió mucho. Pero salió del centro limpia, desintoxicada. Encontró empleo como cajera de un supermercado. A pesar del mucho sufrimiento que le había significado desintoxicarse, no era lo más difícil que le aguardaba. Lo más difícil es ser capaz de mantenerse lejos de la fatídica droga. Olvidar los perversos efectos placenteros que produce esta asesina silenciosa. La falsa euforia, el sentirse maravillosamente bien, el encontrar la vida divertida, gozosa…

         La laca de las uñas de la mujer se había secado. Se acercó al espejo situado encima de la pequeña chimenea y se contempló en él. Su cara estaba terriblemente pálida. Con muchas arrugas. Cuchilladas crueles con que la había castigado la mala vida llevada durante años. Pero no se vio horrible. Por la mañana la habían peinado y teñido el pelo en una buena peluquería. Se retocó un poco los labios, con un carmín color frambuesa. Instintivo gesto de coquetería por su parte. <<Parezco una vieja geisha>>, juzgó con amargo sarcasmo.

          Le apetecía tomarse un güisqui. Mientras sacaba la cubitera del frigorífico examinó las notas pegadas a su puerta. Comprar compresas, pagar el sello de su viejo coche, martes a las siete de la tarde visita al dentista. Hizo con todas ellas una pelota y la dejó caer dentro del pequeño cubo de la basura. Luego escanció güisqui en el vaso que previamente había llenado de cubitos de hielo. Echó un buen trago, regresó al salón y ocupó de nuevo el sofá. Tétricos recuerdos llenaron de nuevo el oscuro pozo de su mente.

         Tanto como le había costado escapar del infierno de la droga y luego, en una fiesta, una amiga que seguía enganchada, generosamente, le ofreció un par de rayitas. No fue capaz de vencer la tentación. Y empezó otra vez para ella la esclavitud, y el asco suyo de vender su cuerpo para poder seguir alimentando al monstruo insaciable, inmisericorde.

        La sobresaltó el repentino sonido del teléfono, aunque estaba esperando esta llamada. La voz masculina que le vino a través del hilo telefónico le sonó perversamente amable.

         —Sí, cariño. Te estoy esperando… También yo estoy segura de que lo vamos a pasar en grande juntos.

          La mano de la mujer temblaba al devolver el aparato a su soporte. El asesino que ella misma había contratado, sin revelarle su identidad, tardaría media hora en llegar a su casa. ¿Se arrepentía de la fatídica decisión que había tomado? En cualquier caso ya era demasiado tarde. Había jugado y perdido su última partida. Y el que pierde, paga. Siempre era así. Irremediablemente, siempre había sido así y seguiría siéndolo.