UNA JOVEN FUE INVITADA A TOMAR TÉ (RELATO NEGRO)

UNA JOVEN FUE INVITADA A TOMAR TÉ (RELATO NEGRO)

UNA JOVEN FUE INVITADA A TOMAR TÉ

(Copyright Andrés Fornells)

Una anciana que se apoyaba en un bastón aguardaba junto a un semáforo a que apareciera la luz verde que permitía a los peatones cruzar la calle sin peligro de ser arrollados por la riada de coches que circulaban por la calzada de una de las avenidas más transitadas de la ciudad. Una joven se colocó a su lado. La mujer mayor giró la cabeza y se la quedó mirando. La joven la miró a su voz y ambas mostraron una sonrisa amistosa.

—¿Quiere que le ayude a cruzar la calle? —ofreció la joven.

—Ay, hija, una ayudita siempre viene bien —aceptando la anciana.

Me colocaré al lado contrario de la mano con usted sujeta el bastón, y tendrá el apoyo del bastón y de mi brazo. Lo hicieron así y esto facilitó a la anciana pasar a la acera del otro lado con mayor facilidad. Agradecida dijo esta mujer:

—¿Tienes mucha prisa, bonita?

—Ninguna.  Estoy dando un paseo. ¿Quiere que la ayude en algo más? —ofreció la joven vestido con ropas formales. Una blusa de color rosa, unos pantalones de perneras anchas de color beige y un bolso negro colgado del hombro.

—¿Quieres tomar un té conmigo, bonita? Vivo muy cerca de aquí.

Mostraba la mujer la ansiedad de las personas necesitadas de compañía.

—Claro, tomaremos té y charlaremos un ratito. ¿Le parece bien?

—Estupendo —ilusionada la mujer septuagenaria.

—Me llamo Ester.

—Y yo, Águeda —respondió la mujer mayor.

Y cambiaron besos en las mejillas. Siguieron adelante. La anciana continuó cogida del brazo a la joven. De vez en cuando las dos se miraban y sonreían amistosamente. Llegaron delante de un alto bloque de pisos. La puerta de la entrada la anciana la abrió con una llave que sacó del bolso negro, como el resto de su vestimenta, de muy buena calidad, como parecía serlo también el collar de perlas blancas que rodeaba su arrugado cuello. Entraron.

—Vive usted en un lugar bastante céntrico, pero ruidoso —comentó la joven, mientras esperaban bajara el ascensor a la planta baja.

—Sí, algo ruidoso es, pero estoy acostumbrada y el ruido prácticamente no lo escucho.

El aparato transportador las llevó hasta la sexta planta. Cuando entraron en el piso de la anciana Ester propuso:

—Águeda, ¿le ayudo a preparar el té?

—No, bonita. Gracias. Lo tendré listo en un momento. Siéntate en el sofá que es muy cómodo. Y si quieres ver la televisión encima de la mesita baja está el mando. Yo me paso muchas horas viéndola. Es mi mayor entretenimiento.

Añadió algo más, pero fue metiéndose en la cocina y sus palabras no le llegaron con claridad a Ester. Ester se colocó bien la pernera derecha para que no se viese lo que llevaba un poco por encima del tobillo.

Conectó el televisor. Buscó un canal que emitiese música. Lo encontró y lo dejó allí dedicándose a continuación a recorrer con su vista todo cuanto la rodeaba. Reconoció que los muebles eran de calidad, y reconoció que la mitad de los cuadros colgados de las paredes eran de pintores modernos que se cotizaban caros. Había un excelente equipo de música y tres filas de libros bellamente encuadernados, con tapas duras, de color azul y los títulos dorados. Pertenecían a escritores que habían ganado el premio Nobel de literatura. Fue cogiendo varios de ellos y comprobó que estaban tan nuevos, que le dieron la impresión de que no habían sido leídos y sí puestos allí como decoración.

Apareció la anciana portando con dificultad una bandeja en la que iba el servicio para dos personas, acompañados de una bandejita con galletas.

Ester corrió a ayudarla, haciéndose ella con la bandeja y depositándola encima de la mesa baja, un mueble muy bello de madera noble con adornos de bronce.

Ester apagó la televisión, mostrando deferencia con este gesto. Fue ella quien se hizo cargo de la bella tetera de estilo chino, llenó las tazas y sirvió el té de su anfitriona con algo de leche de una jarrita. También tuvo la atención de poner azúcar y disolverlo haciendo girar la cucharilla.

—Eres un encanto —juzgó la anciana—. ¿Estás casada? —preguntó con naturalidad.

Ester sonrió por la franca indiscreción su interlocutora.

—No. No pienso en eso de momento.

—¿Te gustan los hombres, supongo?

—Sí, me gustan los hombres —divertida y no enojada la joven.

—Eso está bien. Te lo he preguntado porque vivimos tiempos que yo entiendo son de una gran confusión. Cuando yo era joven no era normal que personas del mismo sexo no solo se unieran, sino que encima contrajeran matrimonio.

—A eso lo llaman libertad.

—Bueno, a mí más que libertad me parece libertinaje.

—Habrá de todo —con benevolencia Ester, para añadir acto seguido, después de tomar un sorbo del contenido de su taza—:Me gusta mucho este té.

—Es té azul de Taiwán. Yo no lo conocía. Mi nieto, un día, me trajo una caja para que lo probase y me gustó tanto que desde entonces es el único que tomo.

—Su nieto debe quererla mucho. Es usted una persona adorable —sincera en este juicio.

—Sí, mi nieto me quiere muchísimo. Mi nieto se llaman Denis. Es un hombre de negocios inteligentísimo. Gana mucho dinero.

—¿Soy indiscreta si le pregunto qué tipo de negocios tiene su nieto?

—Ay, yo, ignorante de mí no entiendo de esas cosas. Tiene que ver con camiones. Compra cosas que luego vendé a mayor precio que le costaron. Él me ha explicado que este tipo de negocio es el más antiguo que existe. Pero entre los negociantes, como ocurre con todo lo demás, existes peligrosos sinvergüenzas, hombres absolutamente faltos de escrúpulos y de honradez, por eso para que nadie pueda perjudicarle, tiene todas sus propiedades puestas a mi nombre.

—Con eso demuestra que tiene con usted una confianza absoluta.

—Totalmente absoluta —complacida la anciana.

—¿Su nieto vive aquí con usted o vive en otro sitio? —aprovechando Ester que su interlocutora no mostraba desconfianza ninguna ni tampoco reserva.

—Sí, él vive aquí. Aquí tiene su dormitorio y un despacho. Luego tiene otro despacho en la nave donde tiene la flota de camiones que emplea en sus negocios. De vez en cuando realiza viajes a otros países. Siempre me lo avisa con tiempo para que yo lo sepa y no me preocupe.

—¿Y a qué países suele viajar su nieto? —Mostrando Ester simpática curiosidad.

—No recuerdo los nombres. Pero muy lejos de aquí. Son viajes cansadísimos, de más de diez horas.

 —Sí, debe ser agotador permanecer tantas horas sentado. ¿Tiene usted más familia aparte de su nieto?

—Sí, mi hija, la madre de Denis, mi nieto. Se casó con un alemán y tuvieron a Denis. Cuando Denis tenía dieciocho años, sus padres decidieron irse a vivir a Alemania. Denis prefirió quedarse conmigo. Nunca se ha llevado muy bien con su padre. Su padre es un hombre muy severo. Estará mal que yo lo diga, pero mi yerno alemán despierta más antipatía que simpatía. En fin, todos tenemos algún defecto.

—Claro, nadie es perfecto —comprensiva Ester.

Siguió un silencio. La joven sirvió más té. No le habían tentado las galletas. Tampoco a su anfitriona.

De pronto se escuchó el ruido que hacía la puerta de la calle abriéndose. Demostrando que, a pesar de su avanzada edad, la anciana andaba fina de oído dijo:

—Acaba de llegar mi nieto. Me alegra que tengas la oportunidad de conocerlo y de que él te conozca a ti. Verás que guapo y buen mozo es —elogió risueña.

Ester forzó una sonrisa. No entraba dentro de sus planes este encuentro y se auto censuró por haber alargado su visita algo más de lo necesario.

Entró en la estancia un hombre que aparentaba algunos años menos de los cuarenta que tenía. Si le sorprendió encontrar a su abuela en compañía de una joven desconocida, no lo demostró. Dio las buenas noches. Se acercó a besar a la anciana en ambas mejillas y entonces dirigiendo una mirada de aparente agrado a su acompañante dijo.

—Veo que tienes visita, abuela.

—Sí, esta hermosa joven se llama Ester. Fue tan amable de ayudarme a cruzar la calle, la invité a tomar un té en mi compañía y aceptó. Él es mi maravilloso nieto Denis —presentó su abuela.

Ester se levantó del sofá para estrechar la fuerte mano del recién llegado.

—Mucho gusto.

—Te agradezco le hayas hecho un ratito de compañía a mí abuela —manifestó Denis.

—Es una persona adorable. Me ha significado un placer conocerla. Me voy a ir ya.

—Te acompañaré —ofreció él mostrando una afable sonrisa.

—No hace falta te molestes.

—Es ya de noche y podría molestarte alguien. Esta ciudad está llena de gente mal educada y peligrosa. Y tú eres guapísima.

—Puedes llevarla en tu coche a su casa —ofreció la anciana pensando que a su nieto podría gustarle esta chica recién conocida, tanto como le gustaba a ella.

—La llevaré con gusto donde ella me diga, abuela. No tengo nada que hacer esta noche.

—No te molestes. Cogeré un taxi.

—De ninguna manera. Yo te llevaré a donde tú me digas. Dile adiós, a tu nueva amiga, abuela.

El hombre obraba con absoluta natalidad. La anciana se había levantado de su asiento y tras cambiar besos con Ester le dijo evidentemente afectuosa:

—Querida niña, cuando pases por delante de este edificio si te detienes un momento para saludarme y tomar un té conmigo, me harás muy feliz.

—De acuerdo. Hasta la vista, señora Águeda —disimulando Ester el desasosiego que le había entrado.

Las dos mujeres se besaron las mejillas. El nieto de la anciana le abrió a Ester la puerta realizando una elegante reverencia. Se esforzaba en mostrarse encantador. Bajaron por el ascenso hasta el garaje del edificio. Ester se dio cuenta de que él recorría con la mirada el entorno y entendió quería asegurarse de que no tenían a nadie cerca.  No lo había, y fue entonces cuando tuvo ella plena conciencia del peligro que corría. Se lo confirmó la voz de él ordenándole en un tono de lo más amenazador:

—Dame tu bolso enseguida.

—¿Para qué quieres mi bolso? —mostrando ella extrañeza.

—Dámelo enseguida o te lo quitaré a la fuerza —él había cerrado el puño de su mano derecha mientras con la izquierda extendida esperaba le obedeciese —. Quiero saber quién eres.

—No entiendo tu violencia —dijo Ester entregándoselo.

Él abrió el bolso. Ester aprovechó el segundo de distracción de él para doblar el cuerpo y su mano derecha hacerse con el arma que llevaba metida en su funda por encima del calcetín. Él se había dado cuenta de su maniobra, sacó de su funda sobaquera la pistola que tenía allí. La joven policía y el peligroso asesino dispararon casi al mismo tiempo. Una fracción de segundo más rápida ella. Sus dos balas atravesaron el pecho de él, que tuvo tiempo de pegarle un tiro a ella antes de caer al suelo donde sacudieron su cuerpo los estertores de la muerte.

A gatas, gimiendo de dolor, Ester consiguió llegar hasta su bolso hacerse con el teléfono móvil y hablar con un hilo de voz:

—Comisario, estoy herida en el garaje del Edificio Abelsolia... El maldito asesino que estaba investigando me metió una bala en el cuerpo. Intentará taponar la herida.

—Resiste, por Dios. Te envío enseguida una ambulancia —angustiadísimo su jefe.

Ester sacó un pañuelo de su bolso y lo apretó contra la herida que tenía en el costado izquierdo de su cuerpo.

Escuchó cerca de ella el ruido de un vehículo cuyo motor no tardó en pararse. Empleando las pocas fuerzas que todavía conservaba Ester gritó:

—¡Ayuda! Ayuda…

La mujer que se estaba bajando de su vehículo la escuchó y localizándola tumbada en el suelo acudió junto a ella.

—¿Qué le ha ocurrido? --quiso saber.

—Me han herido. Soy inspectora de policía… Una ambulancia viene de camino a por mí… ayúdeme…

—¿Cómo puede ayudarla?

—Tapone con lo que sea el agujero por el que estoy perdiendo sangre… Yo me estoy quedando sin fuerzas… Seguramente me desmayaré en cualquier momento…

*       *       *

Algunos días más tarde la inspectora Ester Galván abandonaba el hospital, acompañada de Dimas, su prometido, quien bromeando le dijo antes de que entraran en el coche de él:

—¿Has preguntado a los doctores cuando podré llenar de besos esa cicatriz conque te condecoró ese maldito asesino?

—Sí, lo he preguntado y me han dicho que podrás hacerlo en cuanto lleguemos a casa.

—Imposible aguantar tan larga espera —aseguró él—. Moriría de ansiedad

—Está bien, impaciente. Anticípame un par de esos besos --ella levantándose la blusa que llevaba puesta.

Y mientras él la besaba, los dos se estuvieron riendo. Se tenían el uno al otro y eso les permitía afrontar con valentía tanto el presente como el futuro. El prometido de Ester era policía también.

 

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