UNA EXTRAORDINARIA DIFERENCIA ENTRE UN SUEÑO Y LA REALIDAD (RELATO NEGRO AMERICANO)

UNA EXTRAORDINARIA DIFERENCIA ENTRE UN SUEÑO Y LA REALIDAD (RELATO NEGRO AMERICANO)

Evan conoció a Pat en una hamburguesería. Fue en una mesa ovalada con varios taburetes a su alrededor, para un total de seis clientes, y que se hallaba vacía en aquel momento. Ambos llegaron a ella, al mismo tiempo, con la comida y bebida adquirida en el mostrador. Era la hora del almuerzo y los dos se encontraban hambrientos. Quedaron sentados frente a frente.  En un primer momento, no se demostraron interés ninguno pues ni siquiera cruzaron la mirada.

Fue después de haber comido la mitad de su hamburguesa y bebido dos largos tragos de su Coca-Cola, que Evan dirigió sus ojos achocolatados hacia su desconocida compañera de mesa y descubrió que era joven y muy atractiva.

En un primer instante, Pat no demostró haberse dado cuenta de que el joven que compartía mesa con ella la observaba con repentino interés. Terminaron de comer casi al mismo tiempo. Y solo entonces, como por casualidad, ella puso sus ojos verdosos en él, mostrándole indiferencia.

Evan era un hombre joven que pertenecía a ese tipo de varones que no son ni feos ni guapos. Pat no mantuvo la mirada en él más allá de un par de segundos, tiempo insuficiente para que Evan se atreviera a dirigirle la palabra, como estaba deseando. En un acto que él consideró muy astuto, dejó la bandeja encima de la mesa y, junto a ella, como si las hubiese olvidado, las gafas de sol que se había quitado y colocado allí nada más sentarse.

No había llegado Evan a la puerta, meta planeada por él para regresar a por ellas, cuando escuchó una voz femenina a su espalda:

—Oiga, caballero —Evan detuvo su caminar, se volvió y junto a él había llegado su silenciosa compañera de mesa tendiéndole las gafas—. Se las dejó encima de la mesa --dijo.

—Oh, muchísimas gracias. Si hubiese sido un día lluvioso me habría dejado el paraguas. Soy bastante despistado. ¿Puedo recompensar su amabilidad invitándola a un café?

Estuvo encantador, de actitud y de sonrisa. Pat no tenía prisa ni compromiso con nadie. Su plan era darse un largo paseo. La inesperada propuesta de compartir un café y un rato de conversación con aquel aparentemente amable desconocido, le agradó.

—Bien, ¿por qué no? —aceptando.

Casi al lado mismo del local que acababan de abandonar había una cafetería. Ocuparon allí una mesa vacía. Pidieron dos capuchinos al camarero que les atendió. Mostraron cierto nerviosismo al principio. Se dijeron los nombres. Se mostraron respetuosos y discretos no realizando preguntas personales.

Tocaron temas generales. Coincidieron en algunas opiniones sobre películas vistas por los dos. Eran muy aficionados al cine. Su conversación transcurrió fluida. Poseían un excelente sentido del humor y compartieron algunas risas. Resultó evidente que simpatizaban.

Descubrieron que ambos vivían en el Bronx, muy distantes el uno del otro, pues el Bronx es una gran ciudad dentro de la colosal Nueva York. Finalmente, habían congeniado tan bien que acordaron ir juntos al cine el sábado siguiente por la tarde. Estrenaban, en el Bay Plaza Cinema, una película sobre exorcismo que, leídas las buenas críticas hechas por varios medios de comunicación consideraron valdría la pena verla.

El lugar donde se citaron fue la puerta de la sala cinematográfica. La hora las cuatro de la tarde. El plan a seguir: ver el film, dar un pequeño paseo a la salida de la sesión cinematográfica y comer algo en cualquier pizzería o hamburguesería. 

Fueron puntuales los dos. Se estrecharon las manos con cordialidad, se miraron con agrado y adquirieron las entradas. Sentados el uno al lado del otro charlaron sobre un par de películas de aquel mismo género, que les habían gustado.

Se apagaron las luces del local y se encendió la gran pantalla. Los dos dejaron de hablar y centraron su atención en el filme. Lo siguieron con suma atención. De vez en cuando hacían algún breve comentario sobre la historia que estaban viendo. Expusieron dudas sobre si la principal protagonista estaba realmente poseída por el demonio o, las terribles cosas que realizaba, se debían a muy importantes trastornos mentales suyos.

En ciertos momentos misteriosos, horribles que mostraba la historia, Pat se cogió del brazo de Evan, en un gesto que podía interpretarse como busca de protección en él.

Esta reacción suya, de confianza, animó a Evan a coger la otra mano que ella mantenía colocada en su regazo. Cuando en la gran pantalla apareció la palabra fin, Evan se volvió hacia Pat y rozó con los suyos los labios de ella, que le devolvió otra caricia igual de suave.  Salieron de la sala cogidos de la mano, sosteniéndose de vez en cuando la mirada y sonriéndose de un modo cálido.

Pat y Evan emplearon el resto de la jornada según lo acordado. Se dieron un largo paseo por el Parque Pelham Bay, cada vez más agradablemente unidos, deteniéndose en varias ocasiones para apresarse las miradas y cambiar besos que empezando suaves, terminaban elevándose y alcanzando el grado de muy apasionados. Evidentemente, había surgido una muy buena atracción entre ellos.

A partir de aquella salida, Pat y Evan comenzaron a verse dos veces por semana. Pero pronto, por lo estupendamente que lo pasaban juntos, se vieron casi todos los días. Su relación fue creciendo en intimidad, intimidad que culminaron la noche que se acostaron en una misma cama, hicieron el amor, y lo disfrutaron tan plenamente que alcanzaron esa extasiante sensación de que solo podrían ser felices uniendo sus vidas.

Antes de transcurrido un año de su casual encuentro en la hamburguesería Pat y Evan se casaron. Su unión funcionó de maravilla. Se entendían a la perfección, dentro y fuera de la cama. Pero al igual que ocurre con la climatología en el cielo, el sol sufre a menudo la presencia de las nubes. Pat era muy simpática, fascinadora. Le gustaba bromear con la gente, reír. Y esto lo practicaba sin diferenciar el sexo de la persona.

Evan soportaba mal esta encantadora conducta suya, cuando la ejercía con los hombres. Experimentaba continuos ataques de celos. Él procuraba controlarlos, confiar en la decencia y fidelidad de su esposa, pero la duda es una serpiente en continuo crecimiento, en continua ceguera.

Finalmente, un día en que Pat demostró, delante de él, enorme simpatía a su jefe, un solterón cercano a los cincuenta, Evan le montó a su mujer una escena de celos tan cruel, que la hizo llorar. Y al superior de ella, Evan lo amenazó de muerte, amenaza que, el amenazado, no se tomó en serio.

Esta actitud de Evan, tan desagradable y violenta, se repitió otras veces en la calle donde insultó y agredió a hombres que se imaginó, las más de las veces, equivocadamente, que miraban con ofensiva lujuria a Pat.

Las continuas explosiones de celos, por su parte, fue deteriorando la buena relación del matrimonio. Pat tenía que vestir como Evan le exigía, para no provocar a los hombres. Levaba vestidos largos hasta los tobillos, sin escote ninguno y holgados porque ajustados resultaban demasiado su escultural figura. 

Una noche ocurrió lo más terrible que podía ocurrirle a Evan, Pat le confesó que se había enamorado de Albert, su jefe y se habían acostado juntos. Lo dijo desafiante, burlándose de él, y en un rapto de locura, Evan la estranguló.

En un principio sintió enorme horror por la barbaridad que había cometido. Después se adueñó de él una terrible angustia, una espantosa preocupación. Saldría en todos los periódicos. La opinión pública lo insultaría, todo el mundo lo condenaría, lo odiaría. La familia de ella más que nadie.  Y la familia propia otro tanto. Pasaría en la cárcel el resto de su vida.

Debía deshacerse de su cadáver. Una vez se hubiese librado de él, podría contar a todo el mundo que, inexplicablemente, Pat había huido de casa y él no tenía ni la más remota idea de por qué ni adónde se había ido. ¿Pero cómo deshacerse del cadáver de Pat? Ahí se centraba el gran problema. Vivían en un tercer piso.

 Quizás en mitad de la noche, cuando todo el mundo dormía, podría bajar el cuerpo de Pat hasta el garaje donde todos los vecinos tenían un aparcamiento para su vehículo. Meter a su mujer muerta dentro del vehículo suyo y arrojar su cuerpo al río.

Dentro del cuarto trastero había una alfombra vieja que ningún familiar sabía que tenían, porque esta alfombra había pertenecido a los inquilinos anteriores de su vivienda actual, y también había allí un ancla vieja y pesada que ayudaría a que el cuerpo sin vida de Pat se hundiera hasta el fondo y se quedase allí para la eternidad.

También había en ese pequeño cuarto un par de pesadas mancuernas que podía atar a la maleta de Pat donde metería sus mejores vestidos y conseguiría con ello hacer más creíble su historia de que ella se había marchado lejos, lo había abandonado.

Otra posibilidad era descuartizarla, meter sus trozos en bolsas de basura e ir soltando partes de su cuerpo en contenedores situados a muchos kilómetros de su casa. Pero para descuartizarla necesitaría comprar una motosierra y eso podía significar dejar una pista que fácilmente pudiera seguir la policía.

Y una tercera posibilidad era hacerla desaparecer en una bañera con ácido. Pero seguramente eso echaría un pestazo que todos los vecinos percibirían, lo denunciarían al presidente de la comunidad y sería descubierto su crimen.

No entendía su salvaje explosión de celos. Celos que lo habían enloquecido que le habían torturado las sienes como si fueran agujas que lo usaran de almohadilla. También en su estómago sentía un terrible malestar. Y un calor tan fuerte que no lo habría sido más en el caso de tener una hoguera ardiendo dentro.

Se tumbaría un rato en la cama al lado de Pat, y maduraría un poco más la mejor forma de deshacerse de su cuerpo. Tenía todavía un par de horas por delante.

Llevaba Evan un rato sumido en profundo sueño cuando una mano le tocó en la frente. La mano era de su mujer y, aunque notó la frente de su marido fría como el mármol, por pura precaución le preguntó:

—Evan, cariño, ¿qué hora es?

El preguntado no respondió. La mano de Pat pasó de la frente de su esposo a su cuello y comprobó lo que había estado esperando. El poderoso veneno que le había suministrado durante la cena había dado el resultado deseado por ella.

Si todo lo anterior, la muerte de Pat, había sido un sueño febril de su celoso, agonizante, y ahora difunto marido, la muerte de Evan era totalmente real, por lo que era Pat la que se enfrentaba al problema de desembarazarse de su cadáver. Había previsto lo de usar la alfombra y el ancla que había en el trastero. Fue a por esa alfombra, realizó un titánico esfuerzo y consiguió envolverlo con la alfombra. Logrado este objetivo, se tomó un descanso. Estaba bañada en sudor, jadeante. Mientras recuperaba fuerzas reconoció que su marido pesaba demasiado para que ella pudiera llevarle hasta el garaje y meterlo dentro del maletero. Necesitaba ayuda.

A Albert, Pat no le había dicho que planeaba librarse de su insoportable consorte. Conociendo lo miedica y pusilánime que era su amante, no le contó sus planes. Pero ahora tendría que hacerlo. La amenaza de una larga condena en prisión era demasiado seria como para no hacer cualquier cosa que la permitiese evitarla. Recuperado en parte su aliento, marcó en su móvil el número del móvil de su amante.

--Hola, cariño --respondió enseguida Albert con la voz acaramelada que ponía cuando hablaba con ella.

—Albert, necesito tu ayuda.

Él, demostrando que la conocía muy bien, presumió lo ocurrido y dijo con la mayor naturalidad:

—Te has cargado a tu marido, ¿verdad?

Pat, de tan sorprendida, tardó un par de minutos en responder:

—Sí, lo he hecho, cariño. Lo he hecho por ti, por los dos. Necesito un poco de ayuda tuya. Reúnete enseguida conmigo. Trae contigo unos guantes de jardinero, no te lastimes las manos.  Las tienes tan bonitas y delicadas.

—Gracias, encanto. Tú siempre tan previsora. Es una de las cosas que más admiro de ti, aparte de tu extraordinaria belleza —galante él.

Cortó la comunicación y acto seguido llamó a la policía. No tenía deseo alguno de mantener una relación íntima con una asesina. Su próxima víctima podía ser él.

(Copyright Andrés Fornells)