UNA ANCIANA DESPERTÓ MI CONCIENCIA DORMIDA (MICRORRELATO)
La anciana salía de un supermercado. Se ayudaba ella de un bastón que sujetaba su mano derecha, mientras su mano izquierda cargaba una bolsa con la compra que acababa de realizar. Su cuerpo encorvado y su penoso caminar despertaron mi sentimiento de la compasión. Me acoplé a su paso y le pregunté:
—¿Quiere que le lleve la bolsa, buena mujer? Parece pesar mucho.
Ella alzó la cabeza que había mantenido baja. Se detuvo, me dirigió una mirada de desconfianza y quiso saber registrándome los ojos:
—No es usted un ladrón, ¿verdad?
—No, de niño jugaba a ser policía —bromeé.
—Confiaré en usted y quiera Dios que no tenga que arrepentirme.
—No tendrá que arrepentirse.
Me ofreció su bolsa y cargué con ella. Echamos a andar y, dados media docena de pasos me pregunto:
—¿Tiene familia, joven?
—La tengo. ¿Y usted?
—Tengo una televisión. Me hace mucha compañía todo el tiempo. Mis hijos y nietos, hace ya mucho tiempo se olvidaron de mí. Nunca vienen a verme. La modernidad ha destruido la convivencia humana. Fíjese en la gente. Todo su interés lo centra en ese teléfono móvil que llevan todo el tiempo pegado al oído.
Le di la razón, pues a nuestro alrededor circulaban personas que hacían lo que ella acababa de criticar.
Llegamos delante de la puerta de un antiguo y humilde bloque de pisos.
—Vivo aquí —dijo con la respiración jadeante.
Le devolví la bolsa. Me miró con reconocimiento y me dijo, como avergonzada:
—¿Podría usted darme un beso en la mejilla? Ya ni me acuerdo de esa tan agradable sensación que produce.
Conmovido por su petición, estampé dos ósculos en sus ajadas mejillas. La emoción que ella experimentó llenó de acuosidad sus cansados ojos.
—¡Qué hermoso! —exclamó emocionada—. Muchas gracias, joven. Si tiene algún hijo, enséñele a que juegue a ser policía, para que sea tan buena persona como usted.
Escapó de mi pecho una hilaridad emotiva.
La vi entrar en el edificio. Seguí mi camino. Lo que acababa de vivir me había puesto tierno el corazón. Llegué a una plazuela y marqué en mi móvil un número de teléfono. Un minuto más tarde escuché la cariñosa, emocionada voz de mi madre:
—¿Qué me cuentas de bueno, hijo?
—Nada. Que me entraron de pronto unas ganas locas de escuchar tu voz.
—Ay, hijo, ojalá te entraran esas ganas más a menudo —observación que no reproche por su parte.
—¿Qué estás haciendo, mama?
—Lentejas con morcilla y unos taquitos de jamón.
—Dios de los cielos, si no nos separasen más de cinco mil kilómetros me tendrías ahora mismo contigo disfrutando de esa ambrosía. Acerca el teléfono a la cazuela para que pueda yo percibir su maravilloso olor.
Siguió un silencio. Dije en tono jocoso:
—Mamá, tus lentejas huelen a gloria bendita.
Charlamos durante diez minutos y nos sentimos unidos y felices de nuevo.
A la anciana olvidada por su familia y que solo contaba con la compañía de su televisor, debíamos agradecérselo, pues había despertado mi conciencia imperdonablemente dormida. Por fortuna para mí, solo levemente dormida
(Copyright Andrés Fornells)