UN TATUAJE FATÍDICO (RELATO)
UN TATUAJE FATÍDICO
(Copyright Andrés Fornells)
En un lejano país, cuyo nombre y situación geográfica se ha borrado con el paso del tiempo, vivía un sultán al que por su pródigo carácter llamaban Mohamed el Generoso.
Este soberano los trataba tan bien, era tan magnánimo con sus súbditos que algunos de ellos abusaban subiendo exageradamente los precios de cuanto le vendían. Él lo sabía, pero como era inmensamente rico, lo disculpaba reconociendo que la codicia es uno de tantos vicios humanos imposibles de erradicar. Sin embargo, él advertía para que todos lo tuvieran presente y no se confiasen:
—Que tengan muchísimo cuidado todos aquellos que abusan de mi confianza, porque cualquier día puedo levantarme de malhumor y quienes me engañan pueden pagarlo muy caro. ¡Muy caro!
Cuando sucedieron los hechos que se narran aquí, este monarca tenía ya buena parte de la juventud gastada. Pero a pesar de tener muchos años sumados, su potencia sexual seguía siendo muy notable según atestiguaba la veintena larga de concubinas con que contaba su harén que él llevaba a su cama una o dos todos los días.
Tan cierto como pueda serlo que la Luna es un satélite de la Tierra, puede decirse que todo hombre, por muy elevado que sea el número de mujeres que tiene a su disposición para el uso venéreo, siempre suele haber entre ellas una que él considera su favorita.
En el caso del sultán Mohamed, su favorita atendía el bonito nombre de Aisha.
Aisha era una muchachita bellísima, delicada, dulce y cariñosa como aseguran son las hurís del Edén. Aisha poseía facciones de porcelana blanca, ojos color miel, labios del color de las granadas y una cabellera negrísima que, al no haber sido jamás cortada, llegaba hasta sus excitantes, protuberantes y redonditas nalgas.
Otra de las características de las concubinas de los harenes era que se veían forzadas a mostrarse felices, por muy desgraciadas que se sintieran. Y eran desgraciadas porque encerradas en lujosas habitaciones, apenas les era autorizado abandonarlas y esas habitaciones se convertían, para ellas, en cárceles.
Aparte de con el sultán, aquellas bellas jóvenes sólo tenían trato con el haya. Se llamaba Salima. Salima era una mujer amargada, ex amante del monarca, que las vigilaba y trataba con saña y despotismo, y que contaba con la colaboración de un eunuco que se cuidaba de darles un blando correctivo cada vez que se desmadraban o dejaban de cumplir los deberes que les tenían asignados de limpieza, de ejercicios físicos y de canciones de amor a su amo. Este eunuco, que atendía al nombre de Rashid, era joven, hercúleo, bello y simpatiquísimo muy especialmente con Aisha, la favorita del sultán, a la que con sus ocurrencias y piruetas graciosas hacía reír con todas sus ganas.
Es bien sabido que los eunucos eran castrados para que no pudieran tener abusos carnales con las mujeres que debían vigilar y castigar, si merecedoras de esto último se hicieran.
Pero con Rashid hubo una circunstancia muy especial, que fue librarse de ser emasculado, pues la persona escogida para ello era un pariente suyo que accediendo a sus ruegos, suplicas y promesas de que nunca haría uso de sus atributos masculinos con la mujeres del serrallo, lo no capó.
Durante un cierto tiempo, Rashid cumplió la palabra empeñada. Veía a las mujeres de su amo y nunca se le ocurrió tratar de disfrutarlas. Pero ser joven y hermoso y mantener entera la potencia y necesidad sexual son condiciones que muy pocos seres humanos pueden reprimir y anular.
Y ocurrió que Aisha, poco a poco, como esa llovizna que sólo necesita tiempo suficiente y exposición para llegar a empapar los cuerpos, Rashid y Aisha fueron cambiando miradas de admiración, sonrisas de embeleso, roces un día y otro día, y acabaron, irremediablemente, enamorándose. Y los enamorados enloquecen de amor, un amor que les llena la cabeza, el corazón y todos cuantos sentidos poseen.
Las consecuencias de todo ello fue que les crecieron irresistibles, acuciantes, los deseos no solo de contemplarse con embeleso sino además de acariciarse. Y cuando dos enamorados se tocan con muchas ganas ocurre lo mismo que con la hojarasca cuando se le acerca una cerilla. Los dos enamorados no tardaron en convertirse en hoguera que necesitaba consumir todo el combustible que almacenaba. Y buscaron excusas, tretas, añagazas para poder estar juntos y agotarse, morir juntos de suprema felicidad sexual.
Para muchos, el amor además de entrega total significa temeridad, locura, imprudencia. El eunuco aprovechó una visita a la ciudad para hacerse tatuar en el miembro, que tanto placer procuraba a Aisha, el nombre de ella. Tal como él preveía, cuando ella lo vio lloró conmovida por esta extraordinaria muestra de amor de su amante.
—Si alguna vez logro mi libertad, me tatuare tu nombre también, en lo mío que entonces será únicamente tuyo.
Pero el azar que es absolutamente independiente, insolidario y carente de empatía despertó un día los mal dormidos sentidos sensuales de Salima. La mujer llevaba varios años sin ver a un hombre desnudo y sufrió la apremiante necesidad de ver uno, y como no se atrevía a acercarse al sultán pues la había amenazado con ordenar decapitarla si la veía en sus aposentos, decidió entrar en la habitación de Rashid.
Ninguna habitación dentro del palacio contaba con cerradura alguna. Salima entró en la del joven servidor. Escuchó el ruido que hacía el agua de la ducha y se alegró. Esto le facilitaría no tener que pedir a Rashid desnudarse para poder contemplar su hercúleo cuerpo. Se cercó al cuarto de baño. Rashid se hallaba desnudo debajo de la ducha. Tenía los ojos cerrados y por estar pensando en Aisha una más que media erección.
Salima lo estuvo observando incrédula, admirada, durante dos minutos largos. Luego temió que si él la veía allí, para evitar que ella pudiese contarle al monarca lo que acababa de descubrir, él la matara inventando alguna mentira que justificase esta acción suya. Abandonó la estancia sigilosamente, temblando, excitada por el tamaño de los genitales del eunuco, genitales que éste no debía tener y tenía.
Una vez en su dormitorio repasó en la pantalla de la memoria la imagen de Rashid. Apenas si le prestó atención a sus musculoso tórax, brazos y piernas centrándose en su poderosa masculinidad y en lo que llevaba escrito en ella.
Ahora entendió con meridiana claridad las sonrisas, las miradas y los roces que, a pesar del cuidado que ponían de no practicarlos delante de ella, de vez en cuando los habían delatado.
Durante algunos minutos no hizo nada. Reflexionó sobre lo que había descubierto. Le emponzoñaban el corazón la amargura de no recibir más los favores sexuales y los ricos presentes del sultán. La amargura se le transformó en odio. Y el odio conduce siempre a la maldad.
Horas más tarde el capitán de la guardia del sultán entró en el serrallo y le entregó a Aisha encima de una bandeja de plata la cabeza de Rashid. Ella se llevó las bonitas y delicadas manos al bello rostro y soltó un alarido de horror. Y supo con absoluta certeza y también espanto que la próxima cabeza cortada sería la suya.