UN SER INMORTAL SE ENAMORÓ DE ELENA (RELATO)
Elena era una joven bella, dulce y extremadamente afable. Muchos jóvenes la pretendían y le confesaban sus apasionados sentimientos. Ella les agradecía sus atenciones y sus halagos con amables sonrisas y disculpas:
—Apreció infinitamente el cariño que te despierto, pero no puedo corresponderte porque no eres el que mi corazón espera para unirse eternamente.
De repente, de un modo inesperado Elena contrajo una enfermedad tan rara que los muchos médicos que la visitaron le dieron el calificativo de nueva, pues tras hacerle mil pruebas no fueron capaces de catalogarla y, mucho menos, de curarla.
Esa enfermedad, inexplicablemente, iba dejando sin fuerzas a la joven hasta obligarla a permanecer todo el tiempo tumbada, incapaz de realizar el menor esfuerzo físico.
Sus desesperados y acaudalados padres, habiendo comprobado que los médicos más eminentes de su ciudad no habían sido capaces de curar a Elena, ofrecieron por los medios de comunicación una millonaria recompensa a quien fuese capaz de curar a su hija. Se presentaron en su casa un buen número de doctores, sanadores, brujos y chamanes.
Ninguno consiguió ni tan siquiera mejorarla lo suficiente para que sus piernas lograran sostenerla y no tuvieran que llevarla los criados a todas partes en silla de ruedas y tuvieran asimismo que alimentarla porque ella no tenía energía siquiera para utilizar los cubiertos.
Los padres de Elena perdieron totalmente la fe y la esperanza en la ciencia, en la magia y hasta en los milagros.
Un día un joven que pasaba por la calle vio a Elena tendida en una tumbona, a través de la artística barandilla de hierro del balcón y quedó tan impresionado por su belleza que se detuvo a contemplarla. Este joven poseía unas facciones muy angulosas. Su cutis era tan pálido que parecía hecho de yeso, contrastando notoriamente con la negrura de los largos cabellos que lo enmarcaban. Vestía ropas que habían estado de moda en otra época, todo lo cual le hacían parecer un personaje antiguo trasladado a la actualidad. Decidido, llamó él a la puerta de la mansión. Cuando la abrió uno de sus criados le dijo con exquisita educación:
—Buenos días. Deseo hablar con la joven que, en el balcón, está dormida sobre una tumbona.
—¿Es usted médico? —quiso saber el sirviente.
—Soy un ser prodigioso —respondió con altivez y seguridad el desconocido.
Interpretó el criado que se trataba de un sanador presuntuoso. Pero considerando lo desesperados que estaban los señores a los que servía, con la enfermedad de su hija, cedió a la petición de este extraño y lo llevó junto a postrada Elena.
Ella, que mantenía sus ojos cerrados, al sentir el fuerte olor a lirios que desprendía aquel inesperado visitante los abrió quedando extraordinariamente sorprendida al quedar su vista presa en la dominante, hipnótica mirada del desconocido.
—¿Cómo estás? —le preguntó él en un tono seductoramente amable.
—Mal, apenas si puedo mover mi cuerpo —reconoció Elena en un apenas audible hilo de voz.
—Yo te ayudaré. Piensa que es primavera cuando yo te bese.
Ella no dijo nada. Solo le miró esperanzada. Él se inclinó sobre ella y la beso suavemente en el cuello. Al recibir el contacto de los labios masculinos en su cuello, la joven experimento un inmediato aumento de energía. Y volviéndose hacía sus padres que acaban de llegar junto a ellos les dijo muy sorprendida:
—Este desconocido que acaba de acercarse a mí, me ha dado un beso y me siento mucho mejor.
—El poder de mi boca es extraordinario —se vanaglorió el extraño visitante.
Viéndola tan repentinamente mejorada, los padres de Elena preguntaron al joven de cara blanca como el yeso y ojos como carbunclos si quería quedarse unos días dándole a su hija besos curativos. Le ofrecieron habitación, comida y paga.
Sin pensarlo siquiera, él aceptó inmediatamente.
—¿Cómo te llamas? —quisieron saber los padres de la joven.
—Llamadme Prodigio, porque eso es lo que soy.
Dos veces al día el joven que había dicho llamarse Prodigio, acercaba su boca al cuello de Elena y ella iba recuperando poco a poco la salud perdida. Al quedar una mañana el cuello de la camisa de dormir de su hija más abierto de lo habitual, su madre descubrió en su cuello dos pequeños puntos rojos. Como era el lugar donde Prodigio ponía su boca, le preguntó a Elena si se había dado cuenta de ello y si le dolía. La confiada explicación de su hija fue la siguiente:
—Prodigio me ha dicho que por esos dos pequeños orificios que tengo en el cuello se está yendo mi terrible enfermedad. Y también me ha dicho que si consentís que yo os bese en el cuello mi cura total será mucho más rápida.
Dispuestos a todo por verla con la salud recobrada, sus padres consintieron que ella les besara en el cuello, y eso mismo le permitieron los sirvientes, por lo cual en el cuello de todos ellos aparecieron dos puntitos rojos.
Y paulatinamente se produjo un fenómeno extraordinario. A medida que Elena iba recobrando su esplendorosa salud, la iban perdiendo todas las personas que la rodeaban, menos Prodigio, que la besaba en el cuello con verdadera fruición y mayor frecuencia. En el transcurso de unos pocos días fueron muriendo de un modo misterioso e inexplicable todos los habitantes de aquella mansión, menos la joven Elena y Prodigio su enamorado.
Cuando ya no quedó nadie vivo en la casa, él le dijo a ella enseñándole sus dos afilados colmillos:
—Amada mía, tendremos que abandonar esta casa y buscar alimento, con el que poder sobrevivir, fuera de ella.
Elena mostrándole en otra sonrisa tan diabólica como la de él sus puntiagudos incisivos respondió.
—Amado mío, el mundo está tan lleno de cuellos portadores de sabrosa sangre que, aunque nosotros dos vivamos cientos de años, no podremos bebérnosla toda.
Y cogidos de la mano, como cualquier otra pareja de enamorados, salieron en busca del alimento que para ellos era vital, y para quienes se lo suministrarían, voluntaria o involuntariamente, letal.
(Copyright Andrés Fornells)