UN POETA Y UNA EXUBERANTE MUJER MARIPOSA (MICRORRELATO)

 

 

 

 

 

 

 

 

El poeta era pobre porque él no encontraba poesía en el ambicioso hecho de prosperar económicamente y nada hacía por conseguir ese tipo de prosperidad. El poeta no sabía crear cosas materiales  que procuran, a su creador, ganancias. El poeta solo sabía crear belleza y esta creación suya le hacía feliz (aunque él apenas sacaba provecho material ninguno), y alimentaba la ingenua ilusión de que su poesía podía hacer, al igual que a él, felices también a otras personas. Escribía en hojas de papel reciclado lo mejor que en materia de belleza le inspiraba su alma fantasiosa y soñadora,  y regalaba sus poemas a la gente que pasaba por la calle.  La gran mayoría de esa gente recibía con indiferencia sus escritos y los tiraba dentro de la primera papelera que encontraba en su camino, sin tomarse siquiera la molestia de leerlos.
El destino, que padece la misma ceguera que la justicia, decidió que aquel poeta se enamorase perdidamente de una mujer muy atrativa, frívola y ambiciosa. Un día, que se sentía especialmente inspirado, él le entregó una hoja de papel en el cual, emleando las palabras más hermosas y tiernas que conocía, le confesaba cuan inmenso era el amor que sentía hacia ella. 
—Eres patético, joven iluso, todo cuanto posees en el mundo son rítmicos sonidos que, con pasión emiten tus labios, las miradas amorosas que me diriges y tus dulces suspiros. Lo que yo ambiciono es riqueza, lujos y placeres. Y tú, pobretón, ninguna de estas extraordinarias cosas que ambiciono puedes ofrecerme.
—Mujer insensible, me das profunda lástima —manifestó el poeta, herido en sus más profundos sentimientos—. Y voy a regalarte un vaticinio, que ojalá nunca se convierta en realidad. Puede que un día te veas como las mariposas desafortunadas, con tus bellas alas rotas, imposibilitada para volar más y condenada a arrastrarse por el suelo.
Y tal como vaticinó el poeta, un día, debido al inmisericorde paso del tiempo, a la esplendorosa mujer que lo había despreciado le ocurrió lo vaticinado por él, llegó a vieja, se marchitó su hermosura y fue abandonada por todos los que solo habían buscado el disfrute de sus lozanos encantos.
Un día, el azar decidió el encuentro de ambos en la calle y, a pesar de lo mucho que físicamente habían cambiado los dos, se reconocieron.
—Sigues teniendo el mismo aspecto humilde que cuando te conocí de joven —juzgó ella examinándole de la cabeza a los pies.
—Cierto —reconoció él observando con pesar el lastimoso aspecto de ella.

—Pero escribiendo poemas he conseguido ser feliz yo y hacer felices a algunas personas sensibles que me lo han agradecido brindándome su amistad.
—A mí me abandonaron todos aquellos que dijeron amarme, que juraron morir de amor por mí. Y ahora estoy en la calle viviendo de caridad.
El poeta, compadecido, le ofreció su modesta vivienda. Ella aceptó.  Y el poeta, conservándola en su memoria tan hermosa como fue en sus tiempos de máximo esplendor, escribió teniéndola con él, mejor de lo que nunca antes lo hiciera, porque su amor por ella era intemporal, imperecedero.