UN PAR DE BANDERILLAS (tercer fragmento)
Uno de los morlacos les miraba; el fondo oscuro de sus ojos salvajes y traidores emitiendo un centelleo avieso. Su pelaje era de color zaino y poseía una cornamenta amplia y afilada. El otro toro, negro también, les ignoraba.
-Hay dos banderillas en el suelo, primo -apuntó Maoliyo bajando un poco la cabeza para escapar del dorado chorro de sol que, tras elevarse por encima de los edificios próximos, le estaba dando en la cara.
Julito le adivinó el pensamiento.
-Podrían ser una banderilla para cada uno, ¿no?
En aquel momento, el cornúpeta que les estaba observando se incorporó. Cojeaba ostensiblemente de una de sus patas traseras. Inclinó la testuz y empezó a comer el pienso que contenía el barril cortado por su mitad y colocado encima de un soporte de hierro.
-¿Vamos a por ellas, primo? -propuso el más atrevido de los dos.
-¿No tienes miedo, Maoliyo?
-Algo sí tengo, Julito; pero me lo aguanto.
-Bueno, pues lo mismo haré yo.
-Vamos para allá. Pero estate preparado para salir cagando leches si se viene para nosotros una de esas fieras, ¿eh? ¿Me has escuchado?
-Digo. Me tiemblan las piernas, primo.
-Si no piensas en ello, lo notarás menos, primo.
Ciertamente mostraban notorio tembleque las flacas piernas que asomaban por debajo de los pantalones cortos de los dos chicuelos. Dentro de sus pechos sonaban a arrebatados tambores sus corazones. Y brillaba en sus ojos el coraje y el fatalismo característicos de la raza a la que pertenecían.
La distancia a recorrer hasta los palos era de unos cuatro metros y, a otros seis más se hallaba la res que no les perdía de vista. Los dos primos avanzaron el uno al lado del otro, despacio, tratando de transmitirse mutuamente valor, mentalizados para salir flechados hacia las tablas y salvarse pasando por entre medio de ellas sus flacos cuerpos.
No se hablaron, ni tan siquiera en susurros. Imposible hacerlo. Las pelo- tas del miedo bloqueaban sus gargantas. El tiempo se fue desgranando en segundos muy alargados. Ni el uno ni el otro prestaron oído al par de vehículos pesados que acaban de entrar en el recinto ferial. Ni tampoco a los primeros feriantes que se disponían a iniciar el desmonte de los artilugios mecánicos de su propiedad. Una nueva feria les estaba aguardando en otro sitio.
Las negras pupilas del toro se encogieron. Tensó sus orejas. Expandió las aletas de su nariz. Una de sus patas delanteras escarbó el suelo.