UN NIÑO MUY SENSIBLE Y UNA MADRE MUY TRISTE (RELATO)
Un niño llamado Dieguito Gómez madrugaba todos los días. Este niño había nacido poeta y, ni él ni su familia lo habían descubierto todavía. Dieguito madrugaba porque no quería perderse, desde la ventana de su pequeño y humilde cuarto, el extraordinario espectáculo de luz y de colores cegadores que le ofrecía el sol naciendo por la parte de levante. Dieguito gozaba, embelesado, contemplando como aquella enorme pelota de fuego iba ganando, muy poquito a poco altura iluminándolo maravillosamente todo.
Las mañanas en que Dieguito corría hasta la ventana y por estar el cielo todo nublado no podía ver el sol, se entristecía. Sin la luz solar, las cosas, por no estar iluminadas, las encontraba feas.
Una de esas mañanas sin sol, Dieguito descubrió a su madre en el patio que tenía su pobre vivienda, tendiendo la ropa que había lavado a mano, pues no tenían lavadora. Una sonrisa feliz se extendió por su cara infantil. Su madre lo quería tanto, y él igual a ella.
Caminó hacia la deteriorada puerta que daba al exterior. Junto a esa puerta, por la parte de afuera, había medio bidón de plástico en donde vivía un rosal. Dieguito lo sacudió suavemente y de las rosas que esta hermosa planta tenía cayeron numerosas gotas de rocío.
Las observó con expresión seria. ¿Sufría el rosal? Cuando su madre lloraba era porque sentía algún pesar.
Dirigió hacia ella su vista. ¡Le gustaba tanto verla! De ella le gustaba todo. El modo de moverse. Su voz. Como olía y más que todo, le gustaban sus caricias. Cuando ella le acariciaba la cara o el pelo sentía tanto gusto que los ojos se le cerraban, como si le estuviese entrando un sueño dulce, muy dulce.
Sonrió. Dejó escapar un suspiro de gozo, corrió impulsivo hacia ella y se abrazó, amorosamente a sus piernas.
Su madre reaccionó complacida.
—Que me vas a tirar, loco —río y, girándose, lo cogió de las axilas, lo elevó hasta su pecho y convirtiendo un brazo en asiento para él, a continuación cubrió de besos su cara.
Al recibir este continuado contacto de los labios maternos, el que reía gozoso era Dieguito. Cuando ella cesó de prodigarle caricias quedó mirándolo expectante, y no tardó en producirse la reacción de su pequeño, que fue rodearle el cuello con sus bracitos y besarla también repetidas veces. Luego ella dijo:
—Pesas ya mucho, corazón —lo dejó de pie en el suelo y cogidos de la mano ambos echaron a andar en dirección a la casa.
Cuando llegaron delante del rosal, Dieguito, señalándolo dijo:
—Mami, he visto al rosal llorar.
—¡Ah! Lo has visto llorar. ¿Por qué crees tú que lloraba el rosal?
—¿Por qué hoy no ha venido a vernos el sol, mami?
—Esa podría ser la razón.
—Mami, cuando llora el cielo ¿es también por eso?
—Sí, y llora también porque hay muchas penas en el mundo.
—¿Penas como la tuya, mami, cuando te quedas mirando la fotografía de papi?
—Escucha, mi amor, hoy no vamos a hablar de penas, ¿eh? ¿Te gustaría que yo te diese ahora mismo una galleta?
—¡Sí, mami!, me gustaría más que ninguna cosa de este mundo —entusiasmado el pequeño.
Entraron en la casa riendo. De la risa de los dos solo la del pequeño era alegre. La pena de su madre era tan presente todavía que necesitaría mucho más tempo para desaparecer de la superficie en la que todavía flotaba, persistente, todo el tiempo.
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