UN LAMA ANCIANO Y SU JOVEN ALUMNO (MICRORRELTO)
Un anciano lama, de largas barbas blancas y cuerpo endeble y esquelético por los muchos años que llevaba sumados su naturaleza humana, recibió la ayuda de un alumno para poder sentarse en el suelo. Después de haberlo conseguido, el jovencito que mantenía todo el tiempo una actitud altamente respetuosa con el añoso monje, se sentó también con las piernas cruzadas delante de él y mirándole con ojos cargados de admiración esperó, anhelante, a que le hablase le hablase.
Y por fin, este viejo sabio, muy delicado de salud, movió sus labios trémulos, desteñidos, y con voz temblorosa le regaló las palabras que la sed de conocimiento del joven tan ávidamente esperaba:
—Querido muchacho, esta vida es el infierno, el lugar de prueba donde nuestro espíritu se va purificando poco a poco a través del dolor, el conocimiento, la belleza y el placer. Un espíritu nuestro que debe aprender a controlar nuestro cuerpo para que no reinen dentro de él y lo gobiernen, el egoísmo innato en todo ser humano y la frecuentemente carencia de piedad. Una vez se ha logrado controlar todo lo anterior, nuestra alma será un ave limpia de las ruindades humanas, que merecerá volar hacia la morada suprema donde tendrá el puesto que se ha ganado junto a nuestro excelso Creador. Así que el camino que debe conducirnos a la perfección humana solo puede recorrerlo, en verdad, y únicamente, nuestra alma.
Al joven alumno tenía aprendido ya que una de las fórmulas primordiales para adquirir conocimiento se lograba por medio de preguntas cuyas respuestas pudieran contribuir a restarle ignorancia. Así que realizó una pregunta sobre un enigma que venía desasosegándole desde el momento mismo en que ese enigma se alojó en su inquieta mente:
—Maestro, por mucho que me esfuerzo, yo no veo el alma. ¿Qué prueba tengo de que existe?
Los muy cansados ojos del viejo le dirigieron una mirada, entre afectuosa y nostálgica. También él, setenta años atrás, cuando tenía más o menos la misma edad que este chico que ahora esperaba ansioso, expectante su respuesta, le había formulado esta misma pregunta a su maestro, muerto muchísimos años atrás, y a continuación le dio a este alumno suyo la misma respuesta que en el remoto pasado recibió él:
—Muchacho, tampoco ves el aire y, sin embargo, es el que te mantiene vivo. Lo mismo que con el aire ocurre con tu alma.
Su alumno asintió con la cabeza y su mirada expresó admiración y respeto por el hombre que había dedicado toda su vida a procurar ser él un mejor ser humano y mejorar también a su prójimo.