UN LADRÓN PRESENCIÓ UN CRIMEN (FINAL) RELATO NEGRO AMERICANO
UN LADRÓN PRESENCIÓ UN CRIMEN (FINAL)
(Copyright Andrés Fornells)
A Paul, aquella noche el sueño se le resistió durante horas. Dentro de su cabeza se reproducía una y otra vez el crimen que él había presenciado, y que quizás pudo haber evitado y, por cobardía, no lo evitó.
Por fin se durmió despertando alrededor de las diez de la mañana del día siguiente con resaca y con un sentimiento de culpabilidad muy vivo. Desayunó únicamente un café muy cargado. Después de haberlo terminado tomó la decisión que su atormentada conciencia le dictaba.
Se desplazó con su coche a un pueblo situado a unos veinte kilómetros de la ciudad, y una vez allí buscó una cabina telefónica situada en lugar de poco tránsito, llamó a la central de policía de su ciudad y pidió que le pusieran con el comisario que la tenía a su cargo. El agente que atendió la llamada quiso que le comunicara a él lo que deseaba, pero Paul se mantuvo firme.
—Quiero denunciar un crimen, pero lo haré únicamente con quien manda ahí, con el jefe de policía.
Su firmeza convenció al funcionario que debía ponerle en contacto con quien le estaba pidiendo el desconocido.
—Un momentito. Veré si él puede ponerse al aparato.
Transcurrieron varios minutos. Paul estuvo tentado de colgar. Por una parte el maldito teléfono se estaba tragando todas sus monedas y, por otra, él podía estar a punto de meterse en un lío muy gordo.
—De pronto una recia voz de hombre dijo:
—Hola. Soy el comisario Carson, ¿en qué puedo servirle?
—Quiero informar de un crimen que presencié anoche.
—Perfecto. ¿Cómo se llama usted, por favor?
Paul no se dejó engañar por el tono amable que le llegó a través del hilo telefónico. Él tenía muy claro que un abismo separa a los maderos de los delincuentes, y son precisamente estos últimos los más interesados en mantenerse a salvo permaneciendo en el lado que consideran más seguro.
—Mi nombre no pienso dárselo. Esta denuncia será anónima.
El delincuente comenzó a ponerse nervioso. Sabía que la policía necesitaba muy poco tiempo para localizar una llamada y corría el peligro de que le ocurriera lo que de ninguna manera quería, terminar detenido y encarcelado.
—Vamos, hombre. Esto quedará entre nosotros dos. Se lo garantizo —el representante de la ley intentando ser persuasivo.
—Nada de nombres. Atienda, anoche, desde la terracita de un piso en la quinta planta del Edificio Sheraton, presencié como un hombre asesinaba a una mujer a la que llamó Sally.
—¡Vaya por Dios! —sonó impresionado el policía—. ¿Y no pudo usted evitarlo?
—Voy a cortar ahora, y a llamarle más tarde. Conozco como trabajan ustedes y no voy a dejar que me trinquen como a un tonto. Le llamaré de nuevo, más tarde.
Paul cortó la comunicación, se metió en su coche, recorrió otra veintena de kilómetros, llegó a otra ciudad, buscó una cabina de teléfonos aislada y llamó a la misma comisaría de antes. El desasosiego que sentía le provocaba una especie de hormigueo en los hombros que movía todo el tiempo como si con ello pretendiera librarse de esta molestia.
El agente de la vez anterior atendió su llamada y le pasó enseguida con el comisario Carson.
—Estaba esperando con impaciencia su llamada —confesó el autoridad, una inflexión amistosa en su voz—. Escuche, le agradeceríamos muchísimo que además de denunciar ese crimen actuase de testigo. Podría ser un testigo protegido. No tendría usted que ver al asesino ni él verle a usted.
—No siga por ese camino —le cortó Paul—. Lo siento, pero la vida me ha enseñado a no fiarme de nadie. Por otra parte, significaría mi ruina el hecho de haber sido testigo de un crimen y no haber tratado de evitarlo.
—Eso no se le tendrá en cuenta. Hay eximentes que podrían aplicarse a su favor. Y usted se vería libre de la mala conciencia que sin duda tiene ahora. Porque ningún ciudadano puede vivir tranquilo cuando no obra correctamente. Cuando no obra como su conciencia le exige. Piense en su deber como buen ciudadano. Ha presenciado un crimen y no debe dejar que el criminal escape impune. ¿Lo comprende? Piense en los familiares y en los amigos de esa persona asesinada. Ellos querrán que se haga justicia, querrán que el culpable pague por el delito cometido. He enviado a dos agentes a la dirección que usted me dio y efectivamente han encontrado a una mujer joven con señales de haber sido estrangulada. Por favor, tenga el valor de ayudarnos. Tenga un encuentro anónimo conmigo. Descríbame al asesino. Procúreme algún indicio que nos permita identificarlo, cogerlo preso, y hacerle pagar por el crimen que ha cometido. Usted y yo podemos encontrarnos en un lugar público. En un lugar que usted me proponga. En un lugar lleno de gente donde usted podrá comprobar que no hay ningún agente de policía cerca. Ayúdenos a hacer justicia. Le doy mi palabra de honor de que juego limpio. Que a mí no me mueve más interés que el interés de que prevalezca la justicia.
La voz grave del jefe de policía le sonó a Paul honesta, convincente. Recordó conversaciones sostenidas con otros presos durante su encarcelamiento y las opiniones de algunos de ellos respecto a que existían maderos que eran personas de fiar, personas que anteponían su honestidad personal, al estricto cumplimiento de la tarea que les tenían encomendada.
—De acuerdo. Podemos vernos esta noche a las ocho en el bar Texas de la Avenue F, Kennedy. Yo iré vestido con un traje gris y una corbata roja.
—Y yo totalmente de negro. Pues allí nos veremos. No sabe cómo le agradezco este honroso acto de civismo por su parte.
Paul, bastante nervioso y sin tenerlas todas consigo, acudió al lugar de la cita con algunos minutos de antelación. Se compró un periódico y tomó asiento en una de las mesas de la cafetería. Justo le estaba echando un vistazo a la primera página del diario cuando alguien se detuvo delante de él. Levantó el rostro y sufrió uno de los mayores sobresaltos de toda su vida. El hombre que se había parado frente a él era el asesino de la mujer que él había llamado Sally. Antes de que pudiera reaccionar de manera alguna, el recién llegado pretendió tranquilizarlo con las siguientes palabras:
—No debe temer nada de mí. Tranquilícese. Voy a darle una explicación sobre lo sucedido entre esa mujer y yo —. Paul se mantuvo en el sitio. El asombró y el miedo lo habían silenciado e inmovilizado. El asesino tomó asiento delante de él y añadió—: Si yo quisiera perjudicarle, lo habría hecho ya. Verá, mis hombres encontraron sus huellas dactilares en la barandilla de la terraza de la quinta planta del Edificio Sheraton. Después de recibir su llamada consulté los archivos y averigüé quien es usted. Su nombre es Paul Thomson, especializado en el robo de joyas y también de cuanto encuentra de valor en los lugares donde comete sus fechorías, y que lleva dos condenas de cárcel cumplidas.
Cualquier intención de escapar que hubiera podido tener el delincuente, se la quitaron las palabras que acababa de decirle el jefe de policía. Sin embargo, reconoció que tenía una buena carta a su favor y se dispuso a jugarla.
—¿En qué situación me encuentro, señor comisario? —dijo, cauteloso.
El rostro del policía había ido adquiriendo una notoria tristeza. Tristeza que parecía acentuar el traje y corbata negros que llevaba y su visible abatimiento. <<Parece que está de luto por alguien>>, fue el juicio que sacó Paul que lo observaba con intencionada discreción. Sin mirarle, con la cabeza baja, el comisario lo sorprendió con una confesión de lo más inesperada:
—Yo amaba a esa chica. La amaba incluso demasiado. La amaba muchísimo más de lo que ella se merecía. Era malvada. Sí, era muy malvada. Jugaba con los sentimientos de la gente. Por alguna razón, que nunca sabré, despreciaba a los hombres y les hacía todo el daño que podía. Arruinó la vida de varios. A mí mismo se propuso destrozarme la mía y lo consiguió. Me hería despiadadamente todo el tiempo. Pagaba el gran amor que yo sentía por ella, despreciándome y humillándome. Al final tomé esa terrible decisión de matarla para que no fuera sumando más víctimas. Matarla, aunque acabando con ella me mataba a mí mismo, porque yo la amaba con locura. Como nunca más volveré a amar a nadie.
La voz del jefe de policía se quebró y antes de que se cubriera el rostro con ambas manos, Paul tuvo tiempo de apreciar en él un dolor tan profundo, que lo impresionó y le hizo creer en la veracidad de sus palabras y sus acciones.
Esperó con forzada calma a que su interlocutor se repusiera de la aflicción que lo zarandeaba. Y por fin cuando el comisario apartó las manos de su rostro, un rostro que parecía haber envejecido años en unos instantes y cuyos párpados luchaban contra las lágrimas que engordaban en sus ojos, el delincuente dijo algo que resultaba banal en aquel momento:
—Anoche usted llevaba bigote…
—Era postizo. Me ponía ese bigote y una gorra calada hasta las cejas por si me cruzaba con alguien en las escaleras pues, por precaución, nunca tomaba el ascensor —su mirada se volvió durísima, amenazadora al clavarse directamente en el rostro del ladrón y preguntarle—: ¿Puedo contar con tu silencio?
—Claro, claro —se apresuró a decir su asustado compañero de mesa.
—Será muy beneficioso para ti guardar silencio. En caso contrario yo podría muy bien acusarte de la muerte de esa mala mujer, crear pruebas incriminatorias y, con tus antecedentes, cualquier juez declararte culpable de su muerte. He leído tu historial, Paul Thomson. Parece que lo pasaste muy mal en el trullo. ¿Cierto?
—Cierto —el interpelado se apresuró a asegurar con voz temblorosa.
—Muy bien. Puedes largarte. Olvídate de mí y yo me olvidaré de ti. Es un trato buenísimo este que te hago. Si eres inteligente no lo rechazarás.
Paul se puso de pie.
—Ya se me olvidó la conversación que hemos mantenido. Adiós.
A continuación, Paul se encaminó hacia la salida, temiendo a cada momento que el comisario lo llamara. Cuando la puerta del local se cerró sin que el policía lo hubiese hecho, el ladrón-escalador soltó un suspiro de alivio y tranquilizó su conciencia pensando: <<En este puerco mundo es un suicidio jugar limpio y a mí no me apetece nada convertirme en suicida. Por la noche tendré que practicar de nuevo el alpinismo. Estoy sin blanca y probablemente nunca más volveré a ser testigo de un crimen>>.
De pronto descubrió algo doblado en el suelo. Se agachó a cogerlo. Era un billete de cinco dólares y guardándolo en el bolsillo de su chaqueta sonrió interpretando este hallazgo como un buen augurio.