UN HOMBRE DE PUEBLO HABLÓ MUY BIEN DE NUEVA YORK (RELATO)

Eugenio Terraza regresó de un viaje a Nueva York y todos sus amigos, mientras tomaban unas cervezas en el Bar Los Canarios quisieron saber qué fue lo que más le había impresionado de cuanto vio en su visita a la ciudad que también es llamada la Gran Manzana.
—Bueno, me han impresionado infinidad de cosas. Esa ciudad es interesantísima, increíble. La estatua de La Libertad la encontré tan impactante que la estuve contemplando todo el tiempo que tardé en comerme dos hamburguesas.
--¿Eran de carne de bisonte las hamburguesas? --quiso saber uno que leía muchas novelas del Oeste?
--Le pregunté al vendedor, pero él me respondió en un idioma que yo no entendí, y los dos pusimos cara de imbéciles. La suya de más imbécil que la mía. Por sus calles ves multitud de gente que parece escapada de representaciones teatrales, por la forma tan original y extravagante en que va vestida. También llaman la atención como llevan muchas personas vestidos a sus perritos. Los llevan vestidos de todas las formas posibles. De lores ingleses, de piratas del Caribe, de gánsteres de Chicago, de bomberos republicanos, etc.
--¿De flamenca también? --preguntó uno de sus oyentes que no se perdía ninguna Feria de Abril en Sevilla.
--De flamenca no vi vestido ninguno.
—O sea que los neoyorquinos aman mucho a los perros —comentó uno de sus amigos que tenía cara de pitbull.
—Los neoyorquinos aman con locura a sus perros. Fijaos hasta qué punto es así, que en cierta ocasión acudí a un concierto para perros.
—¡Un concierto para perros! —exclamaron asombrados varios de sus oyentes—. ¿Y cómo reaccionaron esos animales escuchándolo?
Eugenio Terraza había aprendido de su visita a los Estados Unidos el arte del suspense. Esperó a que el camarero sirviera otra ronda, echó un buen trago de zumo de cebada fermentada y, cuando les tuvo a todos pendientes de él, incluidos los empleados del establecimiento y la totalidad de los clientes, aparte de media docena de curiosos que se pararon en la puerta a escuchar, manifestó:
—La mayoría de los perros reaccionaron igual que reaccioné yo.
—¿Y cómo reaccionaste tú? —quisieron saber todos los presentes, en especial uno que todos tenían por sordo.
—Pues los perros y yo reaccionamos aullando de tristeza.
—¿Cómo que aullando de tristeza? --quisieron saber todos los presentes.
—Aullando de tristeza –afirmó convincente Eugenio—. La pieza que la sinfónica tocó, magistralmente por cierto, versaba sobre la perra vida que llevamos, además de los perros, muchos humanos también.
Su historia sorprendió tanto a los presentes que comenzaron a pagarle cervezas para que siguiese contando más historias neoyorquinas.
Eugenio estuvo entreteniéndoles hasta la hora de cenar. Les habló de amores desgraciados entre caballos y amazonas, romances entre domadores y sus tigres devorándose mutuamente a besos, suicidios de rinocerontes por la pérdida de su bonito cuerno y de arañas que habían muerto de inanición al dejar de comer cuando perdieron a su amada pareja fugada al Amazonas con un seductor escarabajo pelotero, etc.
Los más amigos tuvieron que llevar a Eugenio a casa porque las numerosas cervezas consumidas se le habían depositado en las piernas y por el peso de esas bebidas se las doblaban las rodillas imposibilitándole caminar.
A partir de este hecho, muchos de los oyentes de sus historias comenzaron a ahorrar para poder tener la oportunidad de conocer algún día esa extraordinaria, increíble, asombrosa ciudad llamada Nueva York.
Ninguno de ellos llegó a conocer esta extraordinaria ciudad norteamericana porque en cuanto conseguían ahorrar algo de dinero terminaban gastándoselo en cerveza.
Todos les contaron a sus nietos que por culpa de la cerveza nunca consiguieron conocer la extraordinaria ciudad de Nueva York.
—¿Por qué por culpa de la cerveza, abuelo?
—Pues porque mi amor por la cerveza fue siempre superior a mi amor por Nueva York.
—¿Te arrepientes de ello, abuelo?
—La verdad es que no. Si me hubiese ido a Nueva York posiblemente me habría casado con una norteamericana que solo sabría hablar inglés, inconveniente que nos habría impedido entendernos bien, no habría conocido a tu abuela Agripina que es de Málaga y, de joven era más guapa que un lirio y más ardiente que las fallas de Valencia.
—Abuelo, ¿qué significa más guapa que un lirio y más ardiente que las fallas de Valencia?
—Cuando me llegues al hombro y empieces a mirar a las chicas con ojos de inocencia perdida, lo entenderás.
Cuando aquel nieto hubo crecido hasta alcanzar el hombro de su abuelo, conoció el sabor de la cerveza y descubrió los arrebatadores encantos de las mujeres hispanas, y entendió la razón por la cual su abuelo nunca conoció Nueva York.
(Copyright Andrés Fornells)
