UN HOMBRE EXTREMADAMENTE VENGATIVO (RELATO NEGRO)

UN HOMBRE EXTREMADAMENTE VENGATIVO (RELATO NEGRO)

Agustín Santos, un preso recientemente ingresado en una cárcel estatal, tardó poco tiempo en ganarse el respeto de la mayoría de sus compañeros de infortunio. Era serio, educado, afable en ocasiones, y valiente. Buen conocedor de las artes marciales y de las sucias peleas callejeras, los primeros días de su encarcelamiento se enfrentó y derrotó a los violentos que trataron de humillarlo y chantajearlo empleando para ello fuerza y violencia.

Los ojos de Agustín Santos, que normalmente mostraban una expresión apacible, cuando se peleaba adquirían un brillo tan feroz, tan amenazador, tan despiadado, que conseguían intimidar hasta a sus más corajudos compañeros de cautiverio, pues evidenciaban el deseo de matar.

Agustín Santos recibía dinero de fuera y esto le permitía comprarse algunos lujos allí dentro, donde muchas cosas prohibidas como drogas, podía obtenerlas quienes estaban dispuestos pagar por ellas. Algunos carceleros corruptos, prestaban sus teléfonos móviles (cobrando por ello) a los reclusos que querían hablar con familiares, amigos o socios. Pagando una importante suma por ello, Agustín Santos consiguió lo destinaran a la lavandería, un puesto que le permitía circular por muchas partes del recinto penitenciario con un carrito repartiendo ropa limpia a los presos y ganar su amistad tratándolos con sencillez y humanidad.

En las cárceles, los presos descubren muchas cosas sobre el pasado de sus compañeros. A menudo por confesiones suyas, y otras veces por haberlo aireado los guardias penitenciaros. Sobre Agustín Santos conocían que le había dado una tremenda paliza a un médico del pueblo donde vivía, y además incendiado su casa. Con estos dos hechos había pretendido castigarlo porque debido a una negligencia de aquel facultativo había muerto la mujer de Agustín Santos.

Un dicho muy antiguo y siempre vigente, nos advierte de que las desgracias no vienen solas. Mientras Agustín Santos cumplía condena, un violador al que habían concedido la libertad reincidió abusando de la hija de catorce años que Agustín Santos había dejado al cuidado de su abuela.

Este hecho exasperó en tal medida a Agustín Santos que se volvió inaguantable. Perdía la paciencia a la más mínima y golpeaba brutalmente a quien se la hacía perder. Los que habían disfrutado hasta entonces de su amistad, viéndole tan irascible y violento procuraron tener el mínimo contacto con él. Recibió arrestos por estos malos tratos, y esto aumentó su hosquedad.

Por interés mutuo, a los que seguía respetando porque le permitían el uso de sus móviles era a los carceleros. En breves conversaciones con su compungida madre conoció los pormenores de la violación de su hija. Cuando la muchacha salía de la academia nocturna donde estudiaba inglés, el violador la había empujado dentro de un portal y abusado de ella. Un vecino de aquel inmueble consiguió inmovilizarlo y entregarlo a la policía. El hecho de que aquel agresor fuera reincidente sirvió para que lo juzgaran en un periodo corto de tiempo y lo condenasen a seis nuevos años de prisión.

—¿Cómo se llama ese hijo de puta? —le exigió a su madre, que eera quien le había dado aquella terrible noticia.

Ella con voz temblorosa, pues desde que lo habían encarcelado su hijo se había convertido en una persona extraña, violenta que en nada se parecía al hombre pacífico y amable que ella había criado, le dio el nombre que le exigía.

—Jamás olvidaré ese nombre —aseguró él antes de que cortaran la comunicación.

Alberto Ruíz, el compañero de celda de Agustín Santos, era un hombre mayor. Estaba en la cárcel cumpliendo condena por las numerosas estafas que había cometido. Era una persona muy culta. Sus importantes y muy lucrativos éxitos como estafador, los debió a que durante algunos años había trabajado en una embajada y allí aprendió el arte de la diplomacia y la seducción.

—Agustín, un hombre bien vestido, con excelente educación, embaucador y osado, puede engañar a cualquiera. Y con igual facilidad a un estúpido nuevo rico como a un encumbrado político.

Agustín lo admiraba. Reconocía su extraordinario talento para aprovecharse de quienes eran infinitamente menos inteligentes que él.

A principio del año siguiente, cumplida su condena, Alberto Ruíz se despidió de Agustín Santos. Aunque ellos dos habían hablado sobre esta puesta de libertad, bastante tiempo atrás, el preso que cumplía condena por agresión e incendio preguntó al compañero que se marchaba libre:

—¿Volverás a las andadas, Alberto?

—No tengo la respuesta a tu pregunta, amigo mío. Lo mío era un vicio que yo tenía muy arraigado. Algo parecido a lo del fumador empedernido que le es imposible asegurar que va a dejar de fumar para siempre.

Se despidieron con un abrazo. A Agustín Santos le metieron de nuevo compañero de celda a un tipo joven, fornido y bocazas. Alardeaba este tipo de lo mucho que le gustaba meterse en peleas. Había pertenecido a un sindicato obrero y se divertía mucho, en las huelgas, dando brutales palizas a los esquiroles que no las respetaban e iban a trabajar. Estaba en prisión precisamente por haber matado, de una bestial paliza a un hombre que no se dejo intimidar por el piquete y trato de entrar en la industria donde estaba empleado.

Agustín Santos le demostró paciencia durante tres días. Al cuarto le dirigió una de sus terribles miradas amenazadoras y le advirtió:

—Oye, a mí no me hablas más como no sea en respuesta a alguna pregunta que yo te haya hecho.

El bravucón estuvo tentado de desafiarle, pero cuando sus ojos se encontraron con los fríos y despiadados ojos de Agustín Santos recordó lo que le habían contado sobre lo malparados que habían salido quienes se habían enfrentado a él durante sus primeros días en la trena, decidió ser prudente y no correr riesgos. Él era un fanfarrón, pero no un temerario estúpido.

Dos mañanas por semana, uno de los guardias penitenciaros, cuando los presos se hallaban todos en el patio, repartía el poco correo que llegaba para los presos. Gritaba nombres y los afortunados recogían los sobres a ellos destinados. Sobres que siempre encontraban abiertos por los controladores que una vez averiguado su contenido autorizaban si podían o no ser entregados a sus destinatarios.

Para mantenerse en forma, Agustín Santos y otros muchos reclusos formaban grupos que realizaban ejercicios corporales y con pesas. La mayoría de estos grupos los formaban personas de nacionales diferentes. Los más fuertes y violentos eran los grupos de rumanos y los grupos marroquíes. Favoreciendo sus intereses, todos procuraban no meterse en el territorio que cada grupo consideraba suyo. Mantener la paz les significaba poder contar con ingresos económicos y disfrutarlos.

Hilario Costa, el compañero de celda de Agustín Santos llevaba un par de años liado con una prostituta. Ella le enviaba paquetes con comida cada dos semanas. Al principio ofreció a Agustín Santos compartir aquellos alimentos con él. Hilario Costa los rechazó. Despreciaba a su compañero de celda por aprovecharse de los sentimientos que había despertado en una pobre mujer que buena parte de lo que obtenía explotando su cuerpo lo aprovechase su chulo.

Uno de los presos más antiguos que había allí en aquel centro penitenciario se llamaba Dimas Camacho. Estaba allí purgando varias muertes que había realizado, a sangre fría, en su condición de asesino profesional. Mecánico de profesión era muy solicitado por los funcionarios, pues muchos de ellos se aprovechaban de sus conocimientos en mecánica pidiéndole repase sus vehículos cuando se les averiaban.

Ciertamente, lo vigilaban bien y lo mantenían esposado para evitar que pudiese escapar. Este contacto suyo con los vigilantes le permitía conseguir cosas de parte de estos agentes que resultaban imposibles para la gran mayoría de los presos.

En una de las salidas al patio, Agustín Santos aprovechó un momento en que el ex asesino se hallaba solo y sin nadie cerca para llegar junto a él y pedirle en voz baja:

—Necesito un cuchillo.

El criminal tenía en común con Agustín Santos la frialdad de su mirada. No le preguntó para qué lo quería. <<La curiosidad mató al gato, era una de sus máximas>>.

—Eso vale bastante guita —le advirtió.

—Solo los Reyes Magos dan cosas gratis, y yo hace muchos años que no me trato, ni creo en ellos —marcando cáustica ironía Agustín—. Si es preciso romperé mi hucha.

—El pago es por adelantado —su interlocutor esbozando una sonrisa torcida.

—De acuerdo. Sería muy bueno para tu posible longevidad que no tratases de engañarme —avisó Agustín Santos.

La sonrisa de su interlocutor se torció un poco más.

—Siempre jugué limpio con quienes jugaron limpio conmigo.

Cuando Agustín repartió la ropa limpia de la lavandería, dentro de un bolsillo de la camisa limpia y planchada que le entregó a Dimas Camacho iba la cantidad de dinero que ambos habían acordado.

Y cuando el preso que llamaban el Mudo porque el bestia de su padre le había cortado la lengua para que no pudiese insultarlo más, pasó por delante de las celdas ofreciendo libros y revistas, dentro de la revista que entregó a Agustín Santos, pegada con cinta adhesiva iba un rústico cuchillo.

Al día siguiente, cuando Agustín Santos recogió la ropa de la enfermería escondió dentro de sus pantalones una venda.

A la hora de visitar las duchas, esa venda cubría el antebrazo de Agustín Santos. Cuando el guardia penitenciario lo vio desnudo como los demás presos que iban a utilizar las duchas quiso saber:

—¿Qué te ha pasado en el brazo?

—Nada, al coger ropa para meterla en la lavadora me corté con un pedazo de cristal que había en uno de los bolsillos.

—¿Qué hiciste con el cristal?

—Lo tiré a la basura. ¿Te vienes conmigo a la ducha y nos hacemos una paja? —a modo de broma Agustín Santos.

—Como me saque la porra y te la golpee con ella no podrás hacerte pajas en mucho tiempo —aceptando la chanza el funcionario.

Agustín Santos entró en la sala de las duchas. Había allí una decena de presos enjabonando sus cuerpos desnudos. Entre ellos estaba el hombre que él buscaba. No habían tenido ellos dos contacto ninguno, pero

Agustín Santos sabía quién era aquel reo, por el funcionario que en el patio gritó su nombre y le entregó una carta.

Agustín Santos se acercó a él. Se trataba de un individuo adiposo, chaparro y muy velludo. Agustín Santos sacó de la venda que rodeaba su antebrazo el cuchillo que llevaba oculto allí. Tocaron los dedos de su mano izquierda en el hombro del sujeto que había violado a su niña. Aquel individuo se volvió hacia él. Con la máxima velocidad y fuerza Agustín Santos le clavó en el corazón el arma que había recibido de parte de Dimas Camacho.

—Esto es por mi hija, cabrón —masculló con un odio vesánico

Exhalando un gemido de agonía, el apuñalado se desplomó. Todos los presentes se dieron cuenta de su caída al suelo. Inmediatamente, el agua que lo rodeaba se fue tiñendo de rojo. Sin preocuparse de ninguno de los presentes Agustín Santos limpio bien el cuchillo para borrar sus huellas y lo tiró dentro del canalito hecho de azulejos por el que circulaba la mayor parte del agua que vertían las duchas.

Ninguno de los presos que estaban allí dijo nada. Se fueron marchando con forzada naturalidad. Hizo lo mismo Agustín Santos sin, aparentemente, experimentar sentimiento alguno por la muerte que acababa de realizar.

Cuando minutos más tarde uno de los guardias descubrió el cadáver, avisó al director de la cárcel. Se lo llevaron a la morgue. El hombre que ostentaba la máxima autoridad en aquel centro penitenciario y sus hombres de mayor confianza comenzaron una serie de interrogatorios con los que pretendieron averiguar quién había cometido aquella muerte.

Funcionó a la perfección la ley del silencio. Agustín Santos no sufrió un aumento de condena por la muerte realizada.

La gran mayoría de los delincuentes, incluidos los que poseen la conciencia más sucia y negra, condenan la violación y, muy especialmente la violación de menores.

(Copyright Andrés Fornells)

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