UN CURA Y LOS PECADOS DE ARTURITO (MICRORRELATO)
HISTORIAS DE ANTES Era un pueblo pequeño donde sus habitantes lo sabían todo sobre sus vecinos, menos los pecados que la gran mayoría había aprendido muy bien a ocultar. Tarde de sábado que iba perdiendo claridad atacada por las cada vez más envolventes sombras de la noche.
Obligado por sus inquisidores y beatos padres, Arturito, un niño de ocho años, vestido con camiseta de manga corta, que le venía muy ancha por haberla heredado de su hermano mayor y pantalones que le habrían ido bien cuando alcanzase la edad de ir a hacer la mili, y que antes había usado su padre, caminó hacia el confesionario con el mismo disgusto que un reo habría marchado hacia el cadalso.
Llegó delante del mueble detrás del que se encontraba don Benito, el cura, más inquisidor todavía que quienes lo habían traído al mundo. Antes de arrodillarse giró el cuello y miró hacia donde, distanciada de él unos cuatro metros, se había quedado su madre observándole con ojos de juez inmisericorde, los brazos cruzados y golpeando el suelo su pie derecho, con un tic característico suyo cuando estaba muy enojada con él.
El sacerdote ya había tenido tiempo de reconocerlo a través de la rejilla de madera.
—Vaya, ya tenemos aquí, una vez más, al mayor pecador del reino.
—Ex pecador, padre, porque en la última semana no he cometido ni el más pequeño de los pecados —se defendió el niño rascándose el culo donde había tenido una avispa la maldad de darle a probar la penetrabilidad de su aguijón.
—Eso vamos a verlo enseguida —escéptico el representante de Dios en la tierra—. ¿Has estado robando fruta?
—No, padre, Gustavito lo ha estado haciendo por mí.
—¿Y tirando de los pelos a las niñas?
—No, padre, Gustavito lo ha estado haciendo por mí.
—¿Y disparándole piedras con tu tirachinas a los gatos?
—No, padre. Gustavito lo ha estado haciendo por mí.
—¿Y tú que has hecho durante toda la semana en Gustavito ha estado haciendo lo que habitualmente haces tú? —incrédulo el eclesiástico.
—He estado en cama pasando una gripe de caballo.
—Ya me extrañaba a mí —don Benito entendiendo ahora lo sucedido—. Dile a Gustavito, que venga a verme urgentemente.
—Gustavito no vendrá a verle, ni urgentemente ni de ninguna otra manera —contundente el niño.
—¿Y eso por qué? —indignadísimo el hombre con alzacuello blanco.
—Porque Gustavito se ha convertido en ateo.
—Pues que vengan su padre urgentemente a verme --acalorándose de rabia el clérigo.
—Gustavito se ha convertido en ateo, porque antes lo han hecho sus padres.
—¿Y por qué se han convertido en ateos sus padres? —furioso e incrédulo el cura.
—Pues porque el demonio les dijo el lugar exacto del jardín de su casa donde estaba enterrado un tesoro, y ahora son ricos.
A don Benito le dio algo y colapsó. Arturito fue junto a su madre y le dijo:
—Mamá, llama al sacristán. A don Bonito le ha dado un algo y se ha quedado como dormido.
Dos días más tarde el pueblo entero asistía al entierro de don Benito, muerto aquel hombre que conocía la mayoría de los pecados cometidos por sus habitantes.
—Lo ha matado el demonio —afirmó Gustavito, cuando él y Arturito regresaron del sepelio.
—¿Por qué crees tú que el demonio ha querido matarlo? —Arturito sin tener la menor duda sobre lo afirmado por su mejor amigo.
—Porque estaba muy cabreado con él. El demonio todo el tiempo realizando el esfuerzo de aconsejar a la gente que debía pecar, y don Benito perdonándoles los pecados todo el tiempo.
—O sea, que el demonio hacía un trabajo, y el cura se lo desbarataba.
—Exacto. ¿Juntamos para comprarnos una bolsa de pipas?
—Por supuesto. Como está mandado.
Echaron a andar los dos niños espantando con las manos algunas moscas empeñadas en atormentarlos
—Artito, el domingo, por falta de cura te vas a librar de la confesión y de la misa.
—Bueno, somo siempre dice mi padre: “No hay mal, que por bien no venga”.
Los dos chiquillos echaron a andar. Sin ellos darse cuenta, un sol de sonrisa benevolente plasmaba sus sombras sobre el duro suelo.
(Copyright Andrés Fornells)