UN CONQUISTADOR EN ACCIÓN (RELATO)

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UN CONQUISTADOR EN ACCIÓN
Nada más ocupar ella una mesa vecina a la suya, él se la quedó observando con ojos iguales a los que pone el gavilán cuando va a lanzarse sobre una presa. Ella era joven, hermosa, iba bien vestida y el magnífico olfato masculino captó que desprendía un exótico, embriagador perfume el escultural cuerpo de la bella desconocida. La miró insistentemente con su mirada más seductora. Pero ella, en actitud ensimismada, no le prestaba la menor atención. Le ignoró del mismo modo que los niños actuales ignoran las amenazas de que va a venir a por ellos el Coco.
Ella realizó un leve gesto displicente para el veterano camarero que acababa de servirle un café con leche, y acto seguido se alejó. Con delicada elegancia femenina, la bonita mano de ella, de uñas pintadas de un azul guerrera de soltado del Séptimo de Caballería, se quitó de la tersa frente un mechón de pelo tan negro como las alas de los cuervos en la noche. A continuación echó azúcar dentro de su taza y comenzó a hacer girar la cucharilla en la misma dirección que corren las manecillas del reloj.
Él seguía mirándola, convencido de que la fuerza arrolladora de su mirada terminaría forzando en los ojos de ella el efecto imán. Ella tomó un sobro del contenido de su taza. Él sintió un inicio de excitación viendo sus carnosos labios cerrarse en el borde de la taza. Se imaginó esos labios apresando cierta parte de su cuerpo que, animada por este pensamiento comenzó ese exaltado crecimiento que a muchos varones les eleva la auto-estima.
Ella cruzó, con atormentadora lentitud sus piernas. Esta acción suya motivo que su falda se le subiera varios centímetros dejando al descubierto la mitad de sus soberbiamente bien torneados muslos. La voluptuosa visión de los mismos provocó en el hombre, que no la perdía de vista un solo instante, un aumento de temperatura en la parte más sensible de toda su persona. No quiso esperar más una posible reacción visual por parte de ella, que no se producía. Decidido, cogió su taza de café semivacía y llevándola hasta le mesa de ella inició, con absoluta naturalidad y osadía, su conquista.
—Hola. ¿Cómo estás? Me llamo Enrique. Como el famoso Enrique Iglesias. Con la diferencia de que yo solo canto en la ducha. ¡Je, je, je! —jocoso, poniendo terciopelo en la voz y pura seducción en la sonrisa.
—Bastante bien me encuentro —inexpresiva ella, resbalando apenas su mirada sobre el inoportuno, sin corresponderle diciéndole el nombre suyo.
—¿Te gusta la primavera? —él iniciando el juego cautivador con los ojos acaramelados, sus manos abiertas en posición acariciante.
—Muchísimo.
—Lo sabía. Nada más verte supe que tenemos muchísimo en común. ¿Te gusta el perfume de las flores?
—Me enamora. Tengo un rosal en mi casa cuya embriagadora fragancia nunca me canso de inspirarla.
La actitud de ella era reservada, displicente, fría. A él no le importó. Era perseverante. Albergaba la firme convicción de que el éxito se alcanzaba con una buena dosis de paciencia y de seducción, y ambas virtudes las atesoraba él. Ella bebió un poco más de café con leche, poniendo una vez más de relieve la deliciosa sensualidad de su boca.
—Oye, vestida estás irresistible, pero desnuda debes estar para matar de admiración al que te contemple —él lanzándose a fondo—. Muero por verte sin ropa.
El deseo estaba sacando fulgor a los anhelantes ojos del importuno conquistador. La joven aguantó su acoso sin alterarse, apenas un mohín desdeñoso en sus atractivas facciones.
—Lo siento pero yo solo me desnudo para mi marido.
Se terminó ella el contenido de su taza. Le temblaba un poco la mano, delatando con ello la indignación que, sin aparentarlo, le circulaba por dentro.
—Mal hecho. Las grandes aventuras de la vida están en lo nuevo, en lo espontáneo, en la improvisación —perseverante él, colocando una mano sobre la mano de ella en reposo encima del tablero de la mesa.
—¿Sabe de qué tengo yo ganas, caballero?
—¿De qué? —él, ávido, haciéndose ilusiones.
—Tengo ganas de mandarlo a la mierda. Y lo voy a hacer inmediatamente. ¡Váyase usted a la mierda!
Acto seguido ella se levantó de la mesa y caminó, a buen ritmo, hacia la salida. Por lo furiosa que se sentía, al andar procuraba a sus caderas (sin que fuese esa su intención) un movimiento extremadamente voluptuoso. Al pasar por delante del camarero le dijo:
—Ese hombre que se ha sentado a mi mesa paga mi café con leche. Buenos días.
El malhumor que le había causado el pelmazo, a ella se le pasó después de lo que acaba de decir. Una expresión malvadamente divertida se extendió por su hermoso rostro y separando sus sensuales labios murmuró con infinito desprecio:
—¡Imbécil de mierda! ¡Intentar conquistarme a mí!
Su sonrisa se ensanchó un poco más al pensar en lo mucho que disgustaba a su madre que ella, educada en internados selectos y muy caros, emplease lenguaje grosero.

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