ELLA SE LLAMABA ELENA (MICRORRELATO)

ELLA SE LLAMABA ELENA (MICRORRELATO)

Los parques han tenido, siempre para mí, una poderosa atracción. Seguramente porque dentro de las grandes urbes son islas de verdor y se respira menos contaminación.

Era día festivo, yo no tenía que ir a trabajar y por eso podía estar paseando por el Parque Central de mi ciudad. A mis espaldas el sol, atravesando el ramaje de varios árboles cubría mi cuerpo de manchitas doradas y marrones.

Al andar estuve un rato pisando mi sombra sin que ella se quejara. Pasado un rato me senté en uno de los viejos bancos de madera, que allí había. El suave movimiento del aire me trajo el canto de algunos pájaros y el perfume de flores plantadas en unos parterres cercanos. 

Abrí el libro que llevaba dos días en mi poder y me enfrasqué en su lectura. Me gustaba el estilo de su autor y la bella historia que contaba. Al protagonista masculino de esta narración le gustaba tanto una chica que, cada vez que la veía, la sangre se le revolucionaba y, convertida en impetuoso torrente de dulce lava le aturdía la cabeza y le enloquecía el corazón.

Esto que le sucedía a él, era exactamente lo que me había sucedido a mí algunos años atrás.  Coincidían el nombre y el aspecto físico de la chica que había enamorado el protagonista del libro. Elena, la chica de la historia mía, no pertenecía a ese grupo de jóvenes cuya belleza te deslumbra. Era atractiva y poseía una figura bien proporcionada. Vestía ropas de marca y se movía con elegancia y con fascinante feminidad. Por uno de esos misterios que poseemos los seres humanos, a mí me gustó tanto que pensaba a todas horas en ella.

Los padres de la Elena que me había fascinado eran escandalosamente ricos. Ella estudiaba en un selecto colegio privado. Tenía a su disposición un coche lujoso y un chófer uniformado. La vi un par de veces, metida en ese magnífico automóvil y entrando en boutiques de lujo. Debido a mi enfermiza timidez, nunca reuní el valor suficiente para dirigirle la palabra. La observaba en la distancia con el corazón alterado y la vista fascinada.
Una tarde que consideré, entonces mágica, me hallaba yo en la biblioteca municipal agachado buscando en una de las estanterías bajas una biografía de William Saroyan, un escritor norteamericano de ascendencia armenia, muerto el siglo pasado, que me gustaba muchísimo en aquella época, cuando desde una estantería alta, cayó un grueso volumen en lo alto de mi cabeza y, a continuación, al suelo.

Solté un gemido en el que se mezclaban la sorpresa y el dolor.  El libro había quedado abierto y en la primera línea de su pagina izquierda ponía:  “Y la sensata Elena prefirió al muchacho de los bolsillos vacíos…” Recuperé la verticalidad y entonces vi estaba a mi lado la muchacha protagonista de mis más hermosos sueños, y era la causante de que aquel libro hubiese golpeado mi cabeza. 

–¿No vas a disculparte por haberme golpeado la cabeza con un libro? –reclamé.

–No, se me cayó sin querer –y sin añadir nada más, altiva, se alejó, desentendiéndose del libro y de mi persona.

La seguí con la mirada. No la encontré más ni elegante ni exquisitamente femenina.
El tiempo siguió su inexorable curso. Pasaron años. Adquirí experiencia. Me enamoré un par de veces y sufrí desengaños, como nos ocurre a casi todos. Por esas cosas extrañas que uno no sabe explicarse, Elena nunca se borró por completo de mi memoria. Y un día tuve conocimiento de que ella se había casado con un tipo rico, vicioso y canalla, que la traicionaba y la maltrataba continuamente. Sentí pena y lástima de ella. No soy de los que se alegran del mal ajeno, ni creen en la venganza.
Nunca más se me ha caído un libro en la cabeza. Y, de todas formas, aunque volviese a sucederme tal cosa, yo no haría caso alguno de lo que estuviese escrito en su página izquierda. La experiencia me ha enseñado que la casualidad, generalmente, nada tiene que ver con el destino.

Disculpen un momento, acaba de sonar mi teléfono móvil, y atiendo enseguida a quien me llama porque es la persona que más quiero en este mundo.

—Sí, Elena, cariño, dime.

(Copyright Andrés Fornells)