UN CHICO DE ROSTRO ANGELICAL Y SU FAMILIA (RELATO NEGRO)

UN CHICO DE ROSTRO ANGELICAL Y SU FAMILIA (RELATO NEGRO)

UN CHICO DE ROSTRO ANGELICAL Y SU FAMILIA

(Copyright Andrés Fornells)

Salvatore consideró, cuando llegaron allí el día anterior, que aquel pueblo muy alejado de la carretera principal donde Ana se había criado y tenía familia era el mejor lugar del mundo para pasar una temporada seguro, a salvo y disfrutando de aire puro y tranquilidad absoluta.

Componían el municipio sesenta y pico casas, una iglesia antigua, dos tiendas, un pequeño mercado y casi doscientos habitantes que vivían principalmente de las tierras que cultivaban y los animales que criaban.

No existía allí comandancia de policía y la máxima autoridad la ostentaba un alcalde que tenía a su cargo seis empleados que se cuidaban de la limpieza de las dos calles existentes y otras tantas placitas, del control del agua con que los agricultores regaban sus campos y de dirigir la cooperativa a la que todos enviaban el exceso de productos alimenticios que no consumían. Éstos eran, principalmente: limones, aceitunas y castañas en cuya recogida colaboraban los zagales del vecindario ansiosos por ganar algo de dinero para cuando sus padres los llevaran a la ciudad adquirir allí consolas y juegos, pues en materia de divertimento ellos se diferenciaban poco de los chicos de las grandes urbes.

La casa donde se alojó Salvatore, con su novia Ana, se la habían alquilado a Giovanni, al panadero, que la había heredado de sus difuntos padres y la tenía vacía. Era una casona de muros de medio metro de grosor, vigas de madera con más de doscientos años de antigüedad y que por su magnífico estado de conservación sobrevivirían otro par de siglos más.

Ana tenía en este pueblo a Claudia, su madre, viuda desde hacía años, y a Mario, su hermanito, un muchacho de catorce años que se ganaba el agrado de todo el mundo por aspecto angelical. A Claudia y Mario, Salvatore los había conocido el día anterior y considerado eran dos personas simples y encantadoras.

Salvatore, aprovechando que Ana no estaba porque él la había enviado a la ciudad a comprar varias cosas que no se podían adquirir en el modesto pueblo donde se había refugiado, colocó en el DVD una película porno que llevaba oculta en el doble fondo de su maleta.

Era muy aficionado a este género lúbrico y que no se habría atrevido a poner delante de Ana, pues ella era muy pudorosa, muy chapada a la antigua y se escandalizaba con suma facilidad. Que Ana fuera pudorosa, decente y estrecha, a él, acostumbrado durante años a relacionarse con todo tipo de prostitutas viciosas y depravadas, le gustaba y apreciaba que Ana fuese diferente a aquellas.

Estaba excitado viendo una felación tipo garganta profunda cuando escuchó un aldabonazo en la puerta.

—¡Mierda! ¿Quién será? —masculló malhumorado, considerando que Ana no podía estar tan pronto de vuelta de la ciudad.

Por un instante, aunque consideró imposible que hubieran podido localizarle, pasó por su cabeza la idea de sacar del fondo disimulado de su maleta la pistola que llevaba allí escondida. Descartó esta idea cuando escuchó una agradable voz juvenil masculina decir:

Signore Mendicutti, ¿está usted en casa? Soy Mario, el hermanito de Ana.

Había una mirilla en la gruesa puerta. Precavido siempre, gracias a lo cual era el primero en reconocer que a ello debía el seguir vivo, Salvatore acercó un ojo a la pequeña abertura de la puerta y vio que en efecto el visitante era el muchacho de rostro bello y movimientos algo afeminados, que le dijo nada más abrirle:

—Le traigo un regalo, signore Salvatore.

—Me lo imagino. La cesta de cerezas que me prometió tu mamma, ¿eh?

—No se lo voy a decir —risueño y juguetón el jovencito—. Cierre los ojos. Yo le acercaré la cesta que llevo cubierta con un mantelito, usted toca por encima de la tela la fruta que le traigo y, si adivina que fruta es se la daré, y si no lo adivina me la llevaré de vuelta. ¿De acuerdo, signore Salvatore?

Estuvo tan encantador el chico, que el hombre aceptó secundar su juego.

—Bien. Ya tengo los ojos cerrados.

Mario fue rapidísimo. Apenas juntó sus párpados Salvatore, sacó de la cesta el revólver que llevaba escondido entre las cerezas, lo amartilló y disparó a bocajarro, sobre el pecho del fugado, que se había fiado de él, las seis balas que contenía el arma.

El moribundo solo tuvo tiempo, mientras se desplomaba, de dirigir una mirada de asombro al que acababa de asesinarlo. Mario cambió su sonrisa angelical por otra diabólica y murmuró como si acabara de cometer una travesura divertida:

—Este regalo nos encargó que se lo diéramos don Marcelo Correleone. Y nunca sabremos si a usted le ha gustado o no, ¡je, je, je!

En aquel momento, salieron de detrás de unos arbustos donde habían permanecido escondidas, su sorella (hermana) Ana y su mamma Claudia. Ambas le felicitaron por lo bravo y eficiente que había sido.

—Vas a tener un buen premio, te aseguro mio piccolo (mi pequeño).

—Me lo he ganado, mamma, me lo he ganado —dejando encima de la rústica mesa el revólver y la cesta de la que cogió algunas cerezas y, después de quitarles el rabo se las metió en la boca.

La signora Claudia organizó inmediatamente el trabajo que les quedaba por hacer:

—Hija, carina (preciosa), tráete del garaje un azadón y una pala. Vamos a enterrar a este cerdo al pie de las zarzamoras después de que le saque, con mi móvil, unas fotos a este traditore (traidor).

Mientras Ana iba a cumplir su orden y Mario continuaba comiendo cerezas, risueño, un brillo inocente en sus ojos, la dominante madre de ambos marcó un número en el teléfono móvil que acababa de sacar de su bolso negro, y anunció cuando le contestaron al otro lado de la línea:

—Se le quitaron todas las ganas de hablar a quién usted ya sabe, señor Correleone, le envío unas fotos suyas antes de que nos despidamos de él.

—¿Y el dinero que ese maiale (cerdo) nos robó? —quiso saber el capo mafioso.

—No conseguí que me dijera qué había hecho con él. Dónde lo escondió. Lo siento muchísimo, pero creo que nunca se podrá recuperar —con el mismo tono compungido que ella habría empleado de ser cierto lo que acababa de decir.

—No importa signora Mirelli. Todas las empresas tienen una necesaria cuenta de pérdidas. Las mías también. Buen trabajo, Claudia. Mañana mismo hago a tu nombre la transferencia que te prometí.

—Muchas gracias, don Correleone. Ha sido un placer cumplir su encargo.

Cortaron la comunicación. Ana traía ya las herramientas. Se dirigieron los tres a las tupidas matas de zarzamoras que crecían contra la oxidada alambrada que limitaba la propiedad, más allá de la cual se extendía un vasto terreno yermo que no pertenecía a nadie.

Hacía calor y no estaban acostumbrados a aquel duro ejercicio. Mario también ayudó. Era mucho más fuerte de lo que su delicada y amanerada apariencia sugería, pues fue su hermana la que primero se quejó:

Mamma, este trabajo me mata. Es agotador.

—No te quejes, hija. Piensa que nos está saliendo a cien euros cada palada que damos.

Mario comenzó a contar las paladas que daba él, mientras pensaba que en su vida le saldría otro trabajo tan bien remunerado como aquel. En cuanto a la conciencia, por carecer de ella, no le causaba la menor molestia. Esta carencia le venía de familia.

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