UN BUEN PADRE Y UN BUEN HIJO (CUENTO INFANTIL)

UN BUEN PADRE Y UN BUEN HIJO (CUENTO INFANTIL)

UN BUEN PADRE Y UN BUEN HIJO

(Copyright Andrés Fornells)

Un marginado estaba muy apesadumbrado. Tenía un hijo pequeño que iba descalzo, porque él no tenía dinero para comprarle unos zapatos. Ese hijo pequeño suyo, por andar descalzo, se resfriaba continuamente, se dañaba los pies con algún cristal roto o se los penetraba algún pincho.

Cierta mañana el marginado caminaba cabizbajo, tratando de encontrar una solución para los problemas que tenía su hijito por andar descalzo. En cierto momento pensó entrar en una zapatería y robar un par de zapatos, pero con anterioridad, por robar un jersey para su hijo que tenía frío, lo tuvieron detenido un montón de horas y cuando regresó junto a su hijo lo encontró llorando desconsoladamente, asustadísimo, pues Marceliño el Loco le había dicho, desternillándose de risa, que a su padre lo había detenido la policía y nunca más lo volvería a ver. <<Te juro que nunca volveré a robar nada, para que no me tengan preso ni una hora más—le aseguró a su pequeño>>.

El marginado llegó al parque y miró con envidia a lo niños bien vestidos y calzados que correteaban por allí risueños y felices.

Pero de pronto vio a un niño sentado en un banco, que estaba llorando. Este niño iba muy bien vestido y calzado. Cerca de él, sin hacerle caso alguno, estaba el criado que lo había sacado de paseo. El criado se hallaba tonteando con una muchacha que le gustaba, y los dos, embelesados con el flirteo, ignoraban todo cuando les rodeaba.

Compadecido, el marginado se acercó al niño que derramaba lágrimas y deseando ayudarle le preguntó:

—¿Por qué lloras, niño?

—Porque me duelen mucho los zapatos que llevo puestos y el sirviente de mis padres, está ahí hablando con una señorita y no hace el menor caso a mis quejas.

—¿Quieres que te saque los zapatos para dejen de hacerte daño?

—Sí, por favor se lo agradeceré muchísimo —suplicó el chiquillo, sus mejillas bañadas por el copioso llanto vertido.

El marginado lo libró de los zapatos que lo torturaban y con ellos en las manos le preguntó:

—¿Qué quieres que haga con ellos, niño?

—Llevárselos muy lejos donde yo no pueda verlos nunca más. Por favor.

El marginado complació este deseo suyo y, sin haberlos robado, su hijo calzó, un rato más tarde, unos zapatos de niño rico.

—¿De dónde los has sacado, papá? —quiso saber su pequeño.

—Me los ha dado un niño que no los quería.

—Ese niño debe estar tonto, papá.

—Ese niño no estaba tonto. A ese niño no le gustaban estos zapatos porque le hacían daño, y sus padres que son ricos le habrán comprado otros diferentes.

—A mí no me hacen ningún daño, papá.

—Eso es porque los pobres sabemos sufrir sin quejarnos. Anda vamos a jugar un rato a la pelota, que hace muchísimo tiempo que no lo hacemos.

El padre se colocó en mitad de las dos piedras que hacían de portería, y el hijo a cuatro metros de distancia con una pelota pinchada dijo:

—Yo soy Messi, papá.

—Y yo Courtois, a ver cuántos goles me metes.

Y durante un buen rato jugaron, uno a intentar hacer goles, y él otro a evitarlo. Cuando terminaron, cansados, se abrazaron con los ojos brillantes de amor.

Quince años más tarde aquel niño que jugaba con su padre a meterle goles con un balón roto y deshinchado se había convertido en un famoso jugador de futbol.

Un periodista que lo entrevistó le hizo la siguiente pregunta:

—¿Sería ganar el Balón de Oro tu mayor deseo?

Al futbolista que había alcanzado la cúspide de la fama futbolística, con el llanto anegando sus ojos dijo a su entrevistador:

—El mayor de mis deseos sería tener ahora a mi padre querido conmigo.

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