UN ASIDUO AL BARRIO CALIENTE (RELATO)

Era sábado por la noche. El verano, sin haberse asentado todavía, prolongaba agradables temperaturas primaverales. Abelardo se había duchado con gel que olía deliciosamente a romero. Se sentía muy bien. Mentalizado para disfrutar esa noche de la visita a su zona favorita de la populosa urbe donde vivía.
No tenía prisa. Su impaciencia, cuando despertase, le indicaría había llegado el momento de salir. Estaba vestido para hacerlo en cuando sintiese el apremio.
Manteniendo la luz apagada de su cuartucho de pensión, se acercó a la ventana y la abrió. Urbanita desde su venida al mundo, aspiró con fruición el aire contaminado que penetraba con fuerza en sus acostumbrados, adictos pulmones.
Delante de sus ojos tenía la fascinante escena de la que nunca se cansaba de contemplar. Ojos cuadrados en la muralla formada por los altos edificios situados al frente. Ojos iluminados algunos, y ojos oscuros otros por tener sus luces interiores apagadas. En el interior de cada uno de esos ojos habría personas iguales a él, con sus alegrías y sus penas, con sus problemas y sus despreocupaciones.
Y encima de todos aquellos elevados bloques de viviendas modestas, como un manto misterioso, el gris violeta de un cielo con estrellas de parpadeo incansable y una media sonrisa de luna. Le entraron ganas de burlarse de ella:
—¿Por qué sonríes, cara de geisha fea? No me lo vas a decir, ¿eh? Te gusta guardar secretos igual que los encebollados de los políticos, ¡eh? —muy despectiva la entonación en la última de estas frases.
Unas nubes con poco cuerpo, medio difuminadas, le recordaron la pizarra mal borrada como la dejaba siempre Damián, el profesor de matemáticas que tanto lo castigaba y él tanto odiaba cuando iba al instituto. ¡Menudo verdugo! Sometía, continuamente, a escarnio, a los que como él le mostraban claro aborrecimiento.
—“¡Inútiles! Pero si este problema que os he puesto en la pizarra es más fácil que quitarse un calcetín”.
Aquel tío borde, sus calcetines, los llevaba siempre cada uno de un color diferente. Un día que este odioso profe se encontraba de buen humor (un hecho muy raro en él), les contó a sus alumnos que llevaba siempre los calcetines desparejados porque esto le traía buena suerte. Tío imbécil creer que la buena o la mala suerte dependía de semejante chuminada.
Bueno, ya tengo ganas de salir a la calle —decidió de pronto.
Se dirigió al cuarto de baño. Encendió la luz. Allí, encima del lavabo, en el lugar contrario al destinado para el jabón, tenía un capullo de rosa metido en un vaso de agua. Era de color rojo. Secó con la sucia toalla su tallo mojado y lo colocó en el ojal de su chaqueta un tanto arrugada. Lo consideraba un detalle elegante, desde que lo vio llevar al protagonista masculino de una película romántica norteamericana.
Observó un instante, sin ilusión su imagen reflejada en el espejo y recordó una afirmación despectiva, frecuente de su madre, a la que él llegó a odiar con toda su alma: “Eres clavadito, en lo de presumido, al perdulario de tu asqueroso padre que, cuando le dije me había dejado embarazada huyó y jamás lo he vuelto a ver”.
—¡El muy cabrón! —masculló con un rencor que su madre había conseguido inculcarle.
Cogió su teléfono móvil de encima de la pequeña mesa escritorio y se lo metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Marchó hacia la puerta. Le gustaba el sonido que emitían sus zapatos con claquetas metálicas en las puntas y en los talones sobre el enlosado. Calzado que solo se ponía cuando se maqueaba, pues para diario prefería sus zapatillas made in China. Cerró la puerta tras salir por ella.
La pensión donde se alojaba constaba de tres plantas, y era de tan antigua construcción que no contaba con ascensor.
La barandilla, además de estar muy puerca, se encontraba rota en varias partes y se corría el peligro de dañarse la mano en el caso de apoyarse con fuerza en ella. Escarmentado, él ni la rozó.
Llegó al pequeño vestíbulo. En el mostradorcito de recepción, como era habitual, no había allí nadie. El inquilino que quería algo de los dueños de este negocio, tenía que atravesar la calle e ir al bar que explotaban y donde solían estar la mayor parte del tiempo. Eran un matrimonio de medina edad que parecía encontrar su dicha en trabajar afanosamente y ganar dinero. A este respecto, Abelardo suponía que en algún momento, por ser tan codiciosos les daría un infarto y terminarían en el Patio de los Callados. No le caían muy bien, pero cuando esto ocurriese él asistiría a su entierro. Sería, por su parte, un acto digno de elogio.
La puerta de cristales de la salida estaba abierta. Cruzó la calzada aprovechando el espació dejado entre dos vehículos. Pasó rápido por delante del bar. No miró dentro en prevención de que algún conocido lo llamara. No tenía ganas de cambiar pamplinas con nadie. Alguien chocó de refilón con su brazo derecho. No hizo caso alguno. Era algo habitual en aquella acera tan estrecha que apenas cabían dos personas.
Le quedaba un buen trecho para llegar a su objetivo. Le gustaba andar. Especialmente de noche cuando la gente se fija menos en los demás y existen zonas mal alumbradas donde los viandantes, más que mirar a su prójimo están pendientes de donde ponen sus pies.
Tardó un cuarto de hora en llegar a su meta: El Barrio Caliente de la ciudad. Había dos chicas de la vida paradas cerca de las farolas, manteniendo una corta distancia entre ellas. Provocadoras, su ropaje más que ocultar ponía de relieve sus encantos femeninos. Eran conocidas suyas, lo abordaron. Ufano, complacido con el interés que le demostraban, Abelardo les dijo que esa noche no las complacería.
—Otro día será, como dicen los curas a los mendigos —dándoselas de ocurrente.
—Que te vaya bien, Adonis —burlonas ellas.
Al llegar a la próxima esquina, Abelardo la vio ocupada por una chica muy jovencita. Era nueva. Nunca la había visto antes. Le gustó. Estaba completita. Tenía unos senos grandes y caderas anchas. Se detuvo delante de ella. Compuso una expresión de experto y preguntó:
—¿Cómo te llamas?
Ella demostró ingenuidad en su respuesta:
—Me llamo Ana.
—¡Je, je, je! No entendiste. Te pregunto qué me cobrarías por acostarnos juntos, tontorrona.
—Claro, claro —sonriendo ella, tal como le había aconsejado la veterana Puri (compañera y consejera) si quería hacerse con una clientela.
Y a continuación, con voz insegura todavía, menciono una cifra. Abelardo esbozó una mueca cínica y apuntó:
—Oye, titi, que yo no soy ningún pardillo. Que me las sé todas. Te daré diez euros menos de los que me pides y nos apañamos.
—Bueno, vale. Porque me caes muy bien —mintió ella forzando aplomo y agrado.
Entonces él le puso la condición que les ponía a todas las prostitutas que contactaba. A ella le pareció extraña su petición, pero como la veterana Puri la había aleccionado sobre las cosas que debía negarles a los clientes y ésta no entraba dentro de ellas, accedió:
—Vale. Vamos.
Caminaron uno al lado del otro hasta una pensión cercana que alquilaba habitaciones para una hora. Abelardo pagó, y la mujer gorda y pintarrajeada que regentaba este establecimiento, a la que los años y un par de enfermedades venéreas habían retirado de la profesión más antigua del mundo, añadió en la hoja que llevaba el nombre Ana, otro palito más. Al final de mes cada uno de aquellos palitos se convertía en la comisión que, de parte suya recibiría la mesalina por cada actuación. Mientras subían ellos dos por la escalera, Abelardo le tentó a Ana el trasero gozando de su firmeza y de su esférica forma.
—¡Estás buenísima! —elogió mostrando una expresión de fauno.
Una vez dentro del cuarto que apestaba a desinfectante, Ana realizó los habituales preliminares de limpiarle a su cliente lo que a continuación emplearía con ella. Realizado este acto de limpieza, Abelardo le exigió se desnudase. Moría de ganas de verla sin ropa. Quedó boquiabierto de admiración. Aquel cuerpo femenino conservaba todavía el esplendor, la frescura de la adolescencia.
—¡Tía, no será esta la última vez que yo esté contigo! —exclamó entusiasmado.
Ella forzó una risita. Se notaba su inexperiencia en lo falsa que sonó. Ardiente de deseo, con urgencia imparable, tras quitarse solo los pantalones y los zapatos, Abelardo la embistió por detrás igual que un miura recién salido del chiquero.
Ana lo recibió con disgusto y dolor. Incluso ahogó un grito de protesta. Todavía no tenía entrenados sus sentidos para dormirlos y no experimentar asco y sufrimiento. Y mientras él gruñía de bestial placer, ella lo odió por el daño que le hacía y los moratones que luego le saldrían por la furia de sus actos y como sus manazas apretaban sus carnes. Comenzó a emitir falsos gemidos y a rotar sus caderas a gran velocidad. Pocos segundos más tarde Abelardo se derramó copiosamente y afirmó muy complacido y convencido:
—¡Seguro que nunca antes ningún tío te ha hecho disfrutar tanto como te he hecho disfrutar yo!
Con todo su cuerpo dolorido por las bestial conducta de él, Ana forzó una sonrisa, mientras en su pensamiento lo maldecía con toda su alma. Abelardo le entregó las rosa que llevaba en el ojal y dijo:
—Putita, quédate con este capullo para que te acuerdes de mí algunos días. A continuación camino hacia la puerta pavoneándose, marcando sus pasos las piezas metálicas de su calzado.
Ana tiró la rosa al suelo, la pisó y tocándose las partes muy doloridas de su cuerpo, lo maldijo.
Transcurrieron cuatro antes no pudo Abelardo regresar al Barrio Caliente. Cojeaba ostensiblemente al caminar. Puri y Ana se encontraban de pie junto a la misma farola.
—Mucho tiempo sin verte por aquí, hermoso —lo saludó la veterana.
Ana se limitó a forzar una mueca que no llegó a sonrisa. Se acordaba muy bien de su brutalidad.
—Casi medio año —exageró él—. Me atropelló un coche y rompió varios huesos. He estado hospitalizado y sometido a varias operaciones. Vamos, Ana, voy a echarte el polvo de tu vida.
Ella fingió que recibía un mensaje y después de hacer como que lo leía, dijo a Abelardo:
—Lo siento, pero tengo que irme enseguida. Mi madre se ha puesto repentinamente muy enferma. Chao.
Y dijo esto se alejó asustada. La maldición que ella le había echado al salvaje Abelardo había sido que lo atropellase un vehículo, y temía que si recibía de nuevo su maltrato no pudiese ella contenerse y echarle una maldición todavía peor.
(Copyright Andrés Fornells)