UN AMOR JUGADO A LA RULETA RUSA (RELATO NEGRO AMERICANO)

Mark y Austin eran muy amigos, socios en un negocio y salían juntos. Una noche conocieron a una chica muy hermosa llamada Coral. Este encuentro tubo lugar dentro del Bay Plaza Cinema situado en el Bronx neoyorquino. Estuvieron allí viendo una película japonesa muy impactante.
La historia que narraba acontecía en la ciudad de Tokio. Un hombre llamado Koshikan se enamoró ciegamente de una geisha llamada Koshiko. Desesperado le pidió, hasta de rodillas, que dejara esa denigrante profesión. La amaba y quería convertirla en su esposa. Ella se negó y, además, se burló cruelmente de él diciéndole: <<Estoy contigo porque me pagas por ello, pero tengo cien amantes que me gustan más que tú. Tú eres muy feo y tan torpe que, a menudo, me repugnas>>.
Su desprecio volvió loco a Koshikan y una mañana, después de haber pasado toda la noche con ella, él la estranguló diciéndole: <<No has querido ser para mí y por esta razón no serás tampoco para nadie más>>.
Luego de haberla estrangulado le dedicó un gran número de alabanzas y halagos sobre su extraordinaria belleza y el inmenso placer que había experimentado siempre acostándose con ella. Después de todo este panegírico, él se pegó un tiro en la sien y cayó muerto encima del cuerpo de ella.
Cuando el film terminó. Mark y Austin se miraron. Sus ojos mostraban lo muchísimo que les había impresionado lo que acababan de ver.
—Si a mí una mujer me tratase con ese cruel desprecio que esa geisha ha tratado a ese hombre, yo la mataría también —dijo con contundente firmeza Mark.
—¡Joder, no seas loco! —le reprochó su amigo—. No se puede obligar a nadie a que nos quiera y mucho menos matarle porque no nos quiere.
—Pase que una mujer no nos quiera, pero que encima nos trate con crueldad y desprecio, eso es imperdonable —mantuvo Mark.
Caminando por el pasillo en dirección a la salida, Austin cometió la torpeza de pisar el talón de un zapato femenino. Ese zapato pertenecía a una joven que caminaba delante de él. Ella se volvió a mirarlo. Él le pidió perdón. Ella le sonrió y dijo:
—¿Te ha dejado tan turbado como a mí la película que acabamos de ver?
—En efecto. Así ha sido.
— Me llamo Carol —dijo ella ofreciéndole su bonita mano.
—Yo me llamo Austin y este que está conmigo es Mark, mi mejor amigo —aprovechando para presentárselo.
Ella soltó la mano de Austin para estrechar la mano que Mark le estaba ofreciendo. Y fue él quien, impresionado por el enorme atractivo de la esta joven desconocida le propuso:
—Coral, ¿te apetece tomar una copa con nosotros?
—Sí —ella aceptó, complacida, sin detenerse a pensarlo—. En este momento no tengo nada que hacer ni me espera nadie en parte alguna del inmenso mundo.
Los dos amigos la encontraron simpatiquísima. Echamos a andar por la acera colocándose uno a cada lado de ella. Coral, además de guapa poseía esa voluptuosa figura que enardece inmediatamente a los hombres apasionados, y los dos amigos lo eran.
Entraron en un bar. Había allí mucha gente. Tuvieron suerte. Los clientes de una mesa se levantaron en aquel momento y ellos se apresuraron a ocuparla. Al camarero que vino a retirar los restos dejados por los clientes anteriores y a limpiar la mesa le pidieron tres cañas de cerveza y unas tapas.
Coral mostró, inmediatamente, genuino interés por sus acompañantes sin demostrar preferencia por ninguno de los dos, como si ambos le gustasen por un igual. Mark y Austin le dijeron que ellos dos eran socios en una pequeña empresa dedicada a la compra y venta de coches usados. Habían empezado aquel negocio dos meses atrás y justo estaban empezando a recuperar, poco a poco, el dinero invertido que un banco les había prestado.
—¿Lleváis mucho tiempo siendo amigos? —mostrando evidente curiosidad Carol.
—Toda la vida. Nos conocimos en la misma guardería cuando contábamos cuatro años. Vivíamos en el mismo barrio y nuestros padres eran amigos. Unos padres pesados. Los teníamos todo el tiempo encima. Nos agobiaban. Cuando comenzamos nuestro negocio abandonamos el hogar de toda la vida y ahora vivimos juntos y libres en un pequeño apartamento.
Destacaron esto último riendo, y Carol rio con ellos.
—¿Tenéis pareja? —Quiso saber la joven, con directa espontaneidad.
—No, no la tenemos.
—¿Sois gais? —ella hizo la pregunta riendo como si le divirtiera esa posibilidad.
—Ponnos a prueba. Métete con nosotros en una cama y comprobarás lo que somos —la desafió Mark.
—Nunca probé amar a dos hombres a la vez. ¿Creéis que podría gustarme? —con naturalidad ella, empleando un tono divertido.
Ellos, enardecidos, pues ella les gustaba muchísimo sostuvieron que sí les gustaría pasar por una experiencia así. Coral rechazó, riendo:
—Demasiado trabajo para una mujer sola.
Llegó el camarero. En una bandeja traía todo cuanto le habían pedido. Los tres lo disfrutaron compartiéndolo.
Los dos amigos averiguaron sobre Coral, que poseía un pequeño apartamento. Habitualmente lo compartía con una amiga suya. En aquel momento, su amiga estaba de vacaciones y tenía la vivienda para ella sola.
—Esa es una circunstancia especial para visitarte yo sin tener a nadie importunándonos —le propuso Mark, que era el más lanzado de los dos amigos.
Coral se tomó un tiempo. Sonreía y su mirada iba del uno al otro.
—Si queréis visitarme que sea uno solo cada vez —decidió finalmente.
Su proposición pareció haberla hecho en serio. Frank sacó inmediatamente una moneda del bolsillo y propuso a su socio jugar a cara o cruz ser el primero en visitar a Coral. Tuvo la fortuna de decir cruz y eso salió en la moneda que ella, mostrándose encantada, tiró al aire y que cayó en la mesa dentro del plato que había contenido bacalao con mayonesa picante. Frank la limpió con una servilleta. Habían terminado de comer.
Llamó al camarero. Los dos amigos pagaron la cuenta a medias, tal como hacían casi siempre. Salieron a la calle. Carol no tenía vehículo. Ellos tenían un Mercedes antiguo al que continuos arreglos habían conseguido funcionase como uno nuevo. Mark lo condujo hasta el apartamento de Carol. Austin se bajó y la acompañó hasta la puerta. Se dieron entonces un beso apasionado. Cuando se separaron, Coral miró a Mark que los había estado observando todo el tiempo y le dijo:
—Mi próximo beso, si lo quieres, será para ti.
Mark no tardó un segundo en proponerle:
—Mañana es sábado. Nosotros no abrimos nuestra agencia. ¿Puedo venir a verte?
—Bueno, si lo deseas.
—Lo deseo muy ardientemente —él mordiéndose el labio inferior.
—Ven aquí, a mi apartamento el sábado que viene y te invitaré a desayunar conmigo.
—¿A qué hora? —excitadísimo Frank.
—A las diez.
—¿Puedo venir yo también a desayunar con vosotros? —propuso inmediatamente Austin.
—Para que no seas menos que tu amigo, podemos desayunar juntos, tú y yo otro sábado. ¿Te parece bien?
—Estupendo.
—Pues quedamos así.
Realizó ella un gracioso gesto con su mano, abrió la puerta principal del inmueble y desapareció por ella.
Los dos amigos se marcharon con el coche y hablaron con pasión y entusiasmo de la bella y, al parecer, muy asequible joven que habían conocido un par de horas antes.
—¿Crees que nos ha invitado solo a desayunar, o quizás a más cosas —ilusionándose Frank.
—Yo creo que a más cosas. Es hermosísima. Una mujer para perder la cabeza por ella.
—Desde luego. Se me harán interminables los días que faltan hasta el sábado que viene.
El tiempo siguió su curso, Frank acudió al apartamento de Coral, desayunaron y pasaron todo el día juntos.
Cuando Frank regresó a la vivienda que él y Austin compartían, éste le pregunto enseguida, anhelante:
—¿Cómo lo habéis pasado?
—¡Lo hemos pasado de maravilla! —entusiasmado su amigo—. Coral es una mujer extraordinaria. Apasionada, desinhibida, lujuriosa. Estoy loco por ella.
—Tranquilízate —le dijo Austin sintiendo que el ensalzamiento expuesto sobre ella le despertaba el sentimiento negativo de la envidia—: Voy a llamarla ahora mismo para preguntarle a qué hora desayunaremos juntos, ella y yo, el sábado que viene.
—Creo que no deberías llamarla. No querrá verte. Estoy convencido de que se ha enamorado de mí.
—Probaré de todas formas —se obstinó Austin.
Llamó al teléfono de Coral y el resultado fue un grito triunfal después de cambiar cuatro palabras con ella:
—¡Ea! Me ha dicho que me espera para desayunar con ella el sábado próximo a las diez de la mañana.
—No lo entiendo —entre furioso y decepcionado Frank.
—Yo creo que le gustamos los dos, y, que en su momento decidirá si te escoge a ti o a mí.
—Yo estoy convencido de que se ha enamorado de mí, y ella te lo demostrará despidiéndose de ti una vez hayáis desayunado.
—Bueno, eso está por ver —Austin dispuesto a seducir a Carol y conseguir que ella lo prefiriera a él.
Austin desayunó con Carol y pasó con ella todas las horas de un día que fue maravilloso para ambos. Y así se lo contó a su socio, que enfermó de envidia:
--Desayunamos, hicimos el amor, fuimos al cine, a cenar después, y acabamos de separarnos.
—Lo de que hicisteis el amor te lo has inventado, ¿verdad?
—Claro que no, yo nunca miento —firme, convincente Austin.
—¡La tía guarra! —furiosísimo Frank, y cogiendo su chaqueta marchó a la calle dando un portazo.
Cuando regresó, Austin dormía ya. Frank, tambaleándose de lo borracho que estaba consiguió llegar hasta su cuarto, vomitó y luego se dejó caer sobre la cama como un fardo.
A la mañana siguiente más serenos los dos, hablaron con abierta sinceridad de Carol: estaban enamorados de ella y no dispuestos, por nada del mundo a renunciar a su amor.
Frank que era de los dos el más decidido planteó una trágica solución al terrible, inesperado problema que se les había presentado.
—Evidentemente, uno de nosotros dos sobra.
—Yo pienso que sobras tú.
—Y yo pienso que eres tú el que sobra.
Callaron un momento. El silencio se les convirtió en agorero, en siniestro.
—Si tienes valor para ello te ofrezco una solución. Jugamos a la ruleta rusa y el que salga vivo de los dos, se queda con Carol.
—Pero eso es una barbaridad.
—Te falta coraje, ¿eh? —despectivo Frank.
—No es eso. Es que considero una locura que corramos el riesgo de matarnos sin saber a quién de nosotros dos prefiere Coral.
—En eso te doy la razón. El sábado que viene iremos ambos a su apartamento, se lo preguntamos y el elegido por ella seguirá y, el otro, se quitará de en medio pegándose un tiro en la sien. ¿Estás de acuerdo?
—Estoy de acuerdo.
El sábado siguiente Carol, que estaba esperando a uno de ellos quedó sorprendida con la llegada de los dos.
—Solo esperaba a uno de vosotros —saludó risueña—. Después que hayamos desayunado os vais los dos, pues habéis roto la regla que yo os propuse.
—Después que hayamos desayunado, nosotros te haremos a ti una proposición muy seria.
—Bueno, desayunemos y después nos pondremos serios —decidió ella, y los dos amigos estuvieron de acuerdo.
Mientras comían y bebían los dos amigos situados enfrente de Carol mirándola todo el tiempo arrobados, hablaron en apariencia distendidamente, de temas de actualidad.
Cundo terminaron de desayunar, lo limpiaron todo y reunidos en el saloncito sentados de modo que podían verse y hablar con comodidad, Frank fue el primero en tomar la palabra:
—Carol, Austin y yo estamos perdidamente enamorados de ti. Necesitamos saber a cuál de nosotros dos escoges tú, para que el otro deje de existir.
Ella abrió mucho sus hermosos ojos por la sorpresa que le causaron las palabras de Frank.
—¿Qué significa eso de para que el otro deje de existir?
—Que el no escogido por ti se quitará la vida y dejará de estorbar.
—¡Estáis locos —se escandalizó ella—. No puedo escoger a uno de los dos, porque a los dos os quiero igual. ¡Os quiero con toda mi alma!
Ella rubricó esta firme, apasionada declaración con un sollozo.
—¿No quieres a uno de nosotros, más que al otro? —exasperándose Frank.
—No. Por eso os he amado a los dos en días diferentes. Sé que no es habitual lo que me ocurre con vosotros, pero os digo la pura verdad. Os amo a los dos lo mismo. ¡Muchísimo! —afirmó con una mezcla de pasión y exasperación.
—Entonces, uno de nosotros dos está de sobra —dijo Frank sacando del bolsillo el arma conque había propuesto a su amigo el juego de la ruleta rusa.
—¿Qué queréis hacer? —preguntó Carol asustada.
—Queremos que la suerte decida quien de nosotros dos se queda contigo. Emplearemos el juego de la ruleta rusa. Dentro del revólver solo hay una bala. Nosotros lo acercaremos a la sien, una vez cada uno y apretaremos el gatillo. El que salga vivo se quedará contigo.
Ella aterrada cogió, con todas sus fuerzas el arma que sostenía en su mano Frank y se la arrebató. Luego dijo antes de encerrarse en su cuarto:
—Marcharos los dos. Necesito recapacitar sobre la locura que pretendíais realizar. Regresad aquí el sábado próximo a la misma hora y os diré lo que he decidido con respecto a vosotros dos.
Los dos amigos se miraron. Ninguno de los dos supo tomar decisión alguna en aquel mismo momento. Ella se encerró en su cuarto.
—¿Qué hacemos? —finalmente preguntó Frank a su amigo.
—Carol se ha enfadado mucho con nosotros. Creo que lo mejor que podemos hacer es regresar juntos el próximo sábado, a las diez, y ella nos dará su respuesta definitiva.
—Vale. Eso me parece acertado.
—A mí también.
Dentro de su habitación Coral soltó el revólver en lo alto de la mesilla de noche, se tumbó en la cama y ocultando el rostro entre sus manos rompió en sollozos. Se sentía tan desdichada, como feliz fue antes de que los dos hombres que amaba con toda su alma hubiesen decidido poner en manos de la suerte el poder obtener la exclusividad de su amor. Sin ella pretenderlo, uno de ellos perdería su valiosa vida por ella. Se sentía culpable. Culpable de la locura de amar a dos hombres con todas sus fuerzas, con igual intensidad, plenamente.
A Frank y Austin se les hizo interminable aquella semana. Dominados por la profunda angustia que les causaría el ser rechazados por Coral, apenas se hablaban. Había surgido entre ambos, por causa de ella, un fuerte antagonismo.
* * *
Y por fin llegó el sábado que ellos dos tanto anhelaban. Debido al nerviosismo que les consumía se levantaron con tiempo sobrado para afeitarse, ducharse y vestir las ropas que más les lucían.
Después del escueto buenos días que se dijeron en el primer momento de verse en el salón, no volvieron a dirigirse la palabra. Mantuvieron un silencio tenso, antipático, antagónico. Cada uno de ellos consideraba al otro su rival, y deseaba con toda su alma que Coral lo desechara eligiéndolo a él. El sólido eslabón que los había unido durante años, había quedado roto entre ambos.
—Son las ocho y media —anunció Austin—. ¿Has decidido renunciar a Coral?
—De ninguna de las maneras. Mi amor por ella es grande y firme como una montaña. ¿Has decidido renunciar tú, a ella?
—¡Nunca!
—Pues vámonos a averiguar que ha decidido Coral.
—Dame las llaves. Hoy me toca conducir a mí.
Frank las sacó de su bolsillo, y se las tiró para que las cogiera en el aire.
A aquella hora no encontraron mucho tráfico por lo que solo tardaron veinte minutos en llegar al inmueble donde vivía Coral. Subieron hasta la cuarta planta. Pulsaron repetidas veces el timbre de la puerta y no obtuvieron resultado ninguno.
—Habrá salido a alguna parte a comprar algo para los desayunos —especuló Austin.
—Seguro. Una vez me dijo que, por si le roban el bolso, había dejado una copia de la llave que abre esta puerta debajo del tiesto de esta palmerita que tiene aquí —señaló Frank—. Levanta tú el tiesto y yo miraré a ver.
Realizaron la maniobra y encontraron la llave. Abrieron con ella la puerta. Les recibió un silencio total. Todo estaba limpio y ordenado. Austin se sentó en el sofá. Frank se acercó a la cocina. Estuvo en ella un par de minutos y al regresar junto a su amigo dijo:
—No tiene nada preparado.
Encendieron la televisión. Frank que tenía el mando comenzó a zapear. Austin, malhumorado, le pidió:
—Quédate en un canal y deja de marearme cambiando continuamente.
—Pon tú lo que te dé la gana —entregándole, enojado, el mando a distancia.
Transcurrieron algunos minutos. El nerviosismo de ambos fue en aumento.
—¿Y si se ha quedado dormida? —sugirió de pronto Frank.
—Con el ruido de la televisión se habría despertado ya.
—Quizás no se oiga mucho allí dentro. La puerta del dormitorio es gruesa.
—Voy a ver.
—Voy contigo.
Entraron juntos en el dormitorio. Las oscuras cortinas de la ventana mantenían la estancia en penumbra. Coral se hallaba tendida en la cama inmóvil. Tenía los ojos cerrados y en su boca un rictus interpretable como de dolor. Y lo que más impactó a los dos amigos en un primer momento fue que ella llevaba puesto un vestido de novia, inmaculadamente blanco. Su brazo derecho colgaba fuera de la cama. En el suelo pudieron ver el revólver con el que ella se había disparado en la sien.
Los dos amigos rompieron en sollozos. Se arrodillaron junto al lecho. Los dos a la vez exclamaron entre sollozos:
—¡Está muerta!
Destrozados de dolor lloraron abrazados al cuerpo sin vida de Coral. Frank fue el primero en recuperarse un poco de aquella profunda consternación y descubrirlo.
—Hay un papel plegado en lo alto de la mesita de noche.
Lo cogió y desdoblando logró leer, entre balbuceos, entrecortadamente:
—Queridos míos, no pudo consentir que por mí, vuestra amistad de tantos años se rompa. Mi muerte os demostrará lo infinitamente que he llegado a amaros.
La policía no fue capaz de encontrar familiares suyos. De darle a Coral un lujoso entierro se ocuparon los dos desconsolados amantes de la occisa.
Ni ellos ni la policía encontraron nunca familiares de Coral. Este misterio se lo llevó ella a la tumba.
Mark y Austin nunca más mantuvieron una relación prolongada con una mujer, ni tampoco la compartieron.
(Copyright Andrés Fornells)