UNA TERRIBLE DESPEDIDA DE SOLTERO (RELATO)
Unas noches atrás estuve en una despedida de soltero que duro hasta las tantas. Ni para salvar mi vida podría yo atestiguar el prodigio de tener, repentinamente consciencia de encontrarme dentro de mi casa, sin saber cómo había llegado a ella.
Tambaleándome como si estuviese subido en un barco y enfrentándome a la peor de las tempestades conseguí llegar, agarrándome a todo lo que aparecía al alcance de mis desesperadas manos, logré alcanzar el cuarto de baño. Me miré en el espejo del lavabo y… ¡lo que vi reflejado en el cristal azogado no era más yo sino la imagen inconfundible de un zombi! Solté un grito de genuino espanto.
Recordé, de algún modo, el libro de Kafka “Metamorfosis” y consideré que podía servirme de consuelo el hecho de que era mucho mejor haberme convertido en un zombi que en cucaracha. Lo digo porque se tienen mayores posibilidades de sobrevivir siendo un zombi que siendo una cucaracha. De un zombi mucha gente huye asustada sin hacerle nada, mientras que con las cucarachas todo el mundo reacciona pisándolas al tiempo que exclama: ¡Uf, qué asco!
Después de pasar el horror de mirarme en el espejo, tropezando con todo lo que se interponía en mi camino, logré llegar a la cocina. Una vez allí tuve que detenerme porque me dio un mareo cuyas consecuencias fue verlo todo turbio como si acabase de entrar en una nube de cenizas.
Porque Dios, aunque no lo merezcamos es buen con todas sus criaturitas, a tientas localicé la nevera, la abrí y también a tientas encontré una botella con líquido dentro. Aquel líquido, después de tragarme medio litro de él, mi paladar logró descifrar su composición: era zumo de tomate al que yo soy mortalmente alérgico.
Antes de lo que un ferviente católico en apuros tarda en decir: Jesús, a mí se me dobló el tamaño de la cara, se me convirtieron en dos morcillas los labios, me entró un mareo de muerte y tuve que salir corriendo en busca del inodoro. Di con él porque en ocasiones lo increíble logra convertirse en creíble. Vomité todo, hasta la primera papilla del inicio de mi existencia.
Finalmente, regresando a mi más temprana infancia, desplazándome a gatas alcancé mi dormitorio, trepé a mi cama y me acosté pensando que si me dormía se me pasaría aquella mortal descomposición de todo mi cuerpo.
No mejoré en absoluto, sino que cada segundo que transcurría me sentía peor. Retorciéndome en la cama, por mil dolores aquejado, me caí de cabeza al suelo, se escuchó un estruendo como el que haría la montaña del Everest si se partiera por la mitad, y después sentí una paz tan agradable que tuve la convicción de que era la paz eterna.
De madrugada recuperé el conocimiento. Me dolía hasta la última partícula de mi ser, y muy especialmente la cabeza. Me toqué la frente y solté un alarido de espanto al descubrir que tenía incrustado en ella medio coco.
Cuando milagrosamente sobreviví esta fatídica experiencia, el alcohol y yo quedamos divorciados de por vida. Me hice de la liga antialcohólica, de la cofradía de los abstemios, y de los defensores de celebrar todas las fiestas, cumpleaños y despedidas de solteros, con agua pura y cristalina y, de ser posible, agua bendita.
(Copyright Andrés Fornells)