TODOS LOS MUERTOS ERAN INOCENTES (UNO DE LOS RELATOS MÁS TRISTES QUE HE ESCRITO )

TODOS LOS MUERTOS ERAN INOCENTES

(El 6 de agosto de 1.945, Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima la primera bomba atómica contra seres humanos causando más de 200.000 muertos).

La señora Tanako, acompañó a sus dos hijas (Misiko de 5 años y Sakura de siete) hasta la puerta del colegio donde una vieja maestra que, por necesitarlo el país, había interrumpido su jubilación para impartir clases. La señora Tanako las siguió con mirada amorosa hasta que las niñas, tras cruzar la puerta del centro, desaparecieron de su vista. Ellas eran la única familia que le quedaba, pues sus padres y hermanos habían muerto en un terremoto y, Takeshi, su esposo, había perecido en la maldita guerra contra la todopoderosa Norteamérica. Él, lo mismo que tantos otros japoneses, fue a luchar contra el enemigo, pero tuvo la mala fortuna de no poder hacer nada a favor de su patria porque el barco en el que solo hacía cinco días llevaba enrolado, voló por los aires al impactar en su casco dos torpedos lanzados desde un submarino estadounidense.

Después de haber dejado a sus niñas en el centro escolar, la señora Tanako se dirigió a la oficina personal del poderoso y rico señor Murasaki, cuya limpieza se ocupaba de realizar desde hacía cuatro años. El señor Murasaki poseía una industria armamentista y, muchos que lo envidiaban decían que aquella terrible guerra era una bendición para él pues se estaba enriqueciendo escandalosamente.

Cuando la señora Tanako iba a entraren en la oficina del magnate, se lo encontró a él saliendo de ella con unos documentos en la mano. Existía un trato exquisito entre ellos dos, y después de las protocolarias reverencias, el industrial le dio a la limpiadora una noticia inesperada que le causó una inmensa alegría: considerando que su empresa marchaba muy bien, él había decidido subirles la nómina un diez por ciento a todos sus empleados y, por supuesto, ella entraba dentro de esta mejora salarial.

—Lo va a necesitar, señora Tanako. Sus niñas crecen y sus necesidades es lógico que crezcan también. Y sólo la tienen a usted, ya que su esposo tuvo la desgracia de morir por nuestra querida patria.

La señora Tanako le mostró tanto agradecimiento, que el señor Murasaki llegó a sentirse abrumado, yéndose con el convencimiento de que merecía la pena ser generoso con la gente que le servía bien y además lo apreciaba.

La señora Tanako se dirigió acto seguido al pequeño almacén donde el personal de limpieza guardaba artículos y útiles, cogiendo el cubo que llevaba su nombre, las bayetas, trapos y productos químicos para abrillantar los suelos y los objetos de metal.

Mientras comenzaba su tarea diaria, la viuda de guerra empezó a hacer planes futuros para sus hijas que, tras la desaparición de su malogrado marido se habían convertido en su única razón de vivir.

Aunque tuviera que matarse trabajando —esperaba encontrar algún trabajo más aparte del que ya tenía, una vez llegara a su fin aquella espantosa, criminal guerra, y todo volviera a la normalidad y también prosperidad porque el pueblo nipón era emprendedor y trabajador como muy pocos en el mundo—, conseguiría que sus hijas pudieran tener lo que ella tanto había soñado y no podido ver realizado: estudios universitarios. Sus niñas, influidas por ella, deseaban tener una carrera que les permitiera un bienestar económico y un prestigio dentro de la sociedad. Misiko decía que le gustaría construir puentes. Puentes enormes y tan fuertes que pudieran circular por ellos montones y montones de vehículos. Sakura deseaba ser médico. Pensaba que era muy bonito curar a la gente. Ella sería muy buena con ellos, muy cariñosa, y les salvaría la vida a los que estuvieran terriblemente enfermos. Ya se entrenaba poniéndole a su muñeca vendas hechas de tiras de ropa, que ella sacaba de viejas prendas de vestir y se las daba.

La señora Tanako odiaba con toda su alma a los norteamericanos. No podía ser de otra manera porque mataban japoneses y, entre ellos, a su marido un hombre muy bueno, trabajador y pacífico que se había visto obligado, por dictamen de su conciencia, a defender a su país. El odio de la señora Tanako por los norteamericanos era relativamente reciente. Antes de aquella terrible guerra, ella los había admirado y hasta querido. En las pocas ocasiones que había podido ir al cine a ver películas hechas por cineastas de aquel rico país, las personas le parecieron todas muy buenas, daban muy buenos ejemplos cristianos, sonreían alegres, vestían muy bien y tenían casas preciosas.

De repente, apreció que muy cerca se producía un estallido ensordecedor. La señora Tanako miró en la dirección que éste se había producido y pudo ver un gigantesco hongo de fuego, violácea primero y luego de color blanco intenso y brillante, que ascendía en sepulcral silencio sembrando el aire de un sabor a plomo. La señora Tanako sintió dentro del pecho que su corazón de madre se rompía al tener el convencimiento de que sus idolatradas hijas habían dejado de existir. Y al segundo siguiente de haber sabido esto, la colosal bola de fuego la convirtió en carbón a ella y a cuantos alcanzó su enorme ola expansiva.