TODAVÍA QUEDA GENTE QUE AMA A LOS BURROS (RELATO)

TODAVÍA QUEDA GENTE QUE AMA A LOS BURROS (RELATO)

Raimundo Persiana era campesino. Raimundo Persiana poseía un pedazo de terreno pedregoso del que con mil esfuerzos, suyos y de su burro “Resignado”, conseguía sacarle para ir viviendo ambos, siempre más faltos que sobrados.

Raimundo Persiana había estado casado con Ruperta Camino, que cansada de la dura y aburrida existencia que llevaba con él, se había fugado con un cobrador del frac, después de haber él cobrado una deuda importante y no haberla entregado a quien pertenecía la misma.

En Corraleja, donde ambos vivían, lo más suave que de Ruperta Camino dijeron los criticones fue: puta rastrera, verbenera y callejera.

Raimundo Persiana nunca habló mal de la fugada y la echó de menos solo en parte. Ruperta cocinaba fatal, se quejaba de todo, raramente mostraba contento y mucho menos felicidad. En realidad, Raimundo Persiana solo la echaba de menos cuando le atacaba la imperiosa necesidad de hembra y tenía que aliviarse manualmente, método muy devaluado por todos aquellos que han probado ya una sedosa, jugosa y caliente flor femenina.

Raimundo Persiana se llevaba de maravilla con “Resignado”, su burro. El animal le dejaba que hablase todo lo que le venía en gana, sin interrumpirle nunca, y daba continuos asentimientos de cabeza como si estuviera de acuerdo con él en todo.

Raimundo Persiana había tenido tan poca suerte en su vida, que estaba seguro de que su nombre no figuraba escrito en la agenda de esa caprichosa sembradora de prosperidades e infortunios.

Cierta mañana en que Reimundo Persiana cumplía años, al pasar por delante de una administración de lotería llamada Los Higos Chumbos porque tenía una gran maceta en la que moraba como inquilino mala leche una de estas plantas, la cual esperaba el menor descuido de los compradores para pincharles, preferentemente, en el culo.

Conocedor de la afición pinchadora de estas plantas, por tenerlas él como vallado en su campo, sin perderla de vista en ningún momento, Raimundo Persiana compró un décimo que terminaba en 43.

En su casucha, Raimundo Persiana tenía una chimenea. Esa chimenea tenía una repisa y en la repisa había dos fotos y un cenicero. Una de las fotos era de sus padres (unos padres que fueron más buenos que el pan y que por eso Dios los convirtió en ángeles antes de tiempo) la otra foto era suya de cuando hizo la primera comunión (había habido en esa repisa una tercera foto de matrimonio, pero cuando su mujer lo abandonó, Raimundo Persiana tuvo un momento de  ira y la arrojó al fuego) y finalmente había un cenicero recuerdo de su padre que era empedernido fumador.

Debajo de ese cenicero Raimundo Persiana colocó el décimo comprado y se olvidó de él igual que se había olvidado de lo rico que estaba su pastel de boda.

Llegó el día 22 de diciembre. Raimundo Persiana y “Resignado” había estado arando hasta el mediodía en que cansados los dos buscaron la sombra de un nogal situado junto a la pequeña y rústica cabaña donde el campesino guardaba sus aperos y el forraje.

El campesino descansó cinco minutos, luego entró en la cabaña cogió una buena cantidad de alfalfa y se le echó a su burro. Regresó al cobijo, cogió un puñado de higos secos que tenía allí y también el transistor por si pillaba alguna emisora de radio que le ofreciera canciones andaluzas antiguas que al tanto le gustaban, igual si eran sentimentales como alegres. Pero se encontró conque todas las emisoras estaban ocupadas pregonando los resultados de la lotería. Él, del número que había comprado, solo recordaba que tenía un 43 al final. Y al escucharlo se echó el último higo a la boca.

—¡Vaya, por lo menos me devolverán un dinero que malgasté! —dijo asustado con su voz a dos pardales que habían encontrado algo comestible en el lomo de “Resignado”.

Cuando a media tarde regresó al pueblo lo encontró todo revolucionado. Como en fiestas. La gente en las calles,  alborozo, júbilo, escándalo, carcajadas, gritos algunos cantando y bailando, bebiendo champán. Los niños persiguiéndose, tirándose cosas y nadie regañándolos.

—¿Qué pasa aquí? —Raimundo Persianas le preguntó al cura que era el único que ni cantaba, ni bailaba, ni bebía champán, ni compraba nunca décimos de lotería.

—Pues pasa que Dios se ha acordado de este pueblo, a reventar de pecadores, y ha dejado caer una lluvia de millones.

Una reportera de televisión se acercó a Raimundo Persiana que traía del ronzal a su burro y le preguntó:

—¿No demuestra usted contento porque no le ha tocado la lotería?

—No sé si me ha tocado o no. No tengo el décimo conmigo. Solo sé que tengo un número que termina en 43.

La reportera que era una veterana a la que las malas noticias y la corrupta política no habían conseguido terminar con su carácter optimista, decidió:

—Le acompaño a su casa y vemos ese número que tiene. ¡Sígueme! —le ordenó ella al cámara que mantenía todo el tiempo la expresión de alguien que no evacúa con frecuencia.

El campesino dejó a su jumento en el pequeño establo, entró en la casa (siempre seguido por los de la televisión) levantó el cenicero cogió el décimo, dijo la cifra escrita allí y la reportera exclamó exultante de contento:

—¡Aleluya! ¡Le ha tocado a usted el Gordo, amigo!

Y se le abrazó. Al sentir el perfume y el calor que desprendía el bien proporcionado cuerpo femenino, Raimundo Persiana la apretó contra él. La reportera, que recientemente había enviudado, al notar la dura y poderosa exaltación del rústico, mantuvo el prieto abrazo hasta que el cámara le advirtió:

—Eugenia, que tenemos que interrogar a más afortunados con el premio.

Ella, renuente, se apartó del cariñoso campesino y volvió a ejercer su profesión.

—Acaba de ganar usted varios cientos de miles de euros. ¿Qué piensa hacer con ellos?

Raimundo Persiana tardó en responder. Necesitaba de algún tiempo para asimilar la extraordinaria suerte que acababa de tener.

         —Compraré un tractor. Eso lo primero —dijo por fin dándole un apreciativo recorrido visual al voluptuoso cuerpo de la reportera.

         —¿Un tractor para ir montado en él?

         —Eso y para que mi burro “Resignado” tenga de ahora en adelante una vida ociosa y regalada. Al pobrecillo le vengo explotando de mala manera desde hace años. Y pondré en su cuadra calefacción y aire acondicionado para que nunca más pase ni frío ni calor. Y le preguntaré al veterinario si no va a perjudicarle que yo le perfume los sobacos y el trasero de vez en cuando, o todos los días.

          —¿Y para usted qué hará? —mostrándole cada vez más agrado la mujer.

          —Nada, yo me conformo con lo que ya tengo. Siento que mi mujer se me fue, le habría comprado una cocina nueva, una lavadora-secadora nueva, un libro de cocina y una docena de vestidos bonitos.

          La divulgadora de noticias y el cámara acompañaron a Raimundo Persiana hasta su modesta cuadra y filmaron a “Resignado” sonriente, y este animal cayó tan bien en los medios informativos que se hizo tan famoso como el Platero de Juan Ramón Giménez.

Ruperta Camino regresó con su marido y, muy arrepentida, le pidió perdón por haberle abandonado, y Raimundo Persiana, que poseía un rencor muy cortito y una magnanimidad muy larga le advirtió, no fuese ella a creerse que además de bueno era tonto y cornudo con gusto:

—Yo no soy persona que perdone dos veces. Te lo advierto, Ruperta. Como se te ocurra marcharte de nuevo no vuelvas, porque “Resignado” y yo te daremos una buena coz en el culo y te echaremos de esta casa.

Ruperta Camino, agradecida por su bondad aprendió a cocinar, a prepararle suculentas comidas en su fantástica cocina nueva y se le arrimaba con ardiente pasión todas las noches, sin poner nunca las excusas de que le dolía la cabeza o le había salido un granito en donde ésos no suelen salir nunca.

 En adelante “Resignado” siguió cabeceando amablemente cuando le hablaban sus dueños, sin llevarles nunca la contraria. Se había convertido en un burro amable, feliz y descansado. Inteligente lo había sido siempre. Por eso compadeciéndose del tractor le decía:

—Me da pena de ti, pero no mucha. He escuchado decir a mi muy considerado amo, que tú eres muy raro, pues ni te cansas, ni sufres, ni padeces, ni comes forraje.

(Copyright Andrés Fornells)