SOSPECHA (RELATO)

SOSPECHA (RELATO)

         En los últimos años, el desenfrenado crecimiento de la ciudad había acabado encerrando dentro de un cinturón de altos, feos y baratos bloques de pisos el que fuera en otro tiempo aislado cementerio. Su interior se hallaba dividido en dos partes: la parte vieja y la parte nueva. En la primera de ellas se alzaban buscando el cielo un grupo de cipreses esbeltos y majestuosos en cuyas verdes ramas los pájaros trinaban, comedidos, como si fueran conscientes de que se hallaban en un lugar de especial recogimiento y paz.

         Muy próximos a estos árboles se encontraban los panteones más ostentosos y antiguos. Algunos de ellos podían considerarse impresionantes obras de arte por sus lujosas lápidas de mármol con letras doradas esculpidas en las mismas, bellos ángeles, magníficas cruces y artísticos adornos de bronce. Y en la parte de los nichos había dos construcciones antiguas, uniformes y otras dos nuevas del mismo estilo sencillo, práctico y de capacidad reducida al máximo, porque también entre los muertos existe la diferencia de clases.

          Aquella mañana hacía un tiempo desapacible, con el cielo cubierto de espesas nubes grises y el aire cargado de humedad. El invierno estaba tomando el relevo a un otoño que se había distinguido por su notable benignidad y el frío proviniendo del norte de la península se hacía notar de un modo desagradable.

Alfredo Villanueva, vestido con traje negro y un gabán del mismo color, atravesó, algo encorvado el cuerpo, la avenida de los Cipreses, llegó al tercer bloque de nichos y se detuvo. Delante de él, en la segunda fila, reposaban los restos de su amada y llorada esposa. Dos señoras enlutadas pasaron por su lado e intercambiaron con él un discreto saludo en voz baja, mostrando ambas partes el respeto debido a tan fúnebre lugar.

         Desde que le forzaron a una jubilación anticipada, debido a un ajuste de plantilla en la empresa donde había estado prestando sus servicios durante treinta y ocho años, Alfredo había convertido en una especie de deber ineludible llevarle todos los viernes por la mañana un ramo de rosas rojas a la compañera fiel con la que había compartido treinta y tres años de matrimonio y le había dado tres hijos: dos varones y una hembra. Luego de tirar a la basura las flores marchitas de la semana anterior, Alfredo lavó el jarrón de cerámica en los grifos destinados para tal fin, lo llenó de agua hasta la mitad y acto seguido colocó dentro del mismo las rosas frescas que había traído. Su próximo paso fue colocar la ofrenda floral en un extremo de la pequeña repisa de la lápida del nicho, de forma que no tapase el nombre de la mujer amada: Luisa López Cañete. Con una servilleta que se había traído quitó suavemente el polvo adherido a las letras, que comenzaban a perder su baño dorado. Realizada esta metódica operación, aprovechó que no tenía a nadie cerca para exponerle amargas quejas a su difunta consorte:

       —¡Ay, querida Luisa qué triste y solo me dejaste! Desde que me faltas tú no tengo ilusión por nada ni tengo tampoco muchas ganas de vivir. Tú eras la luz de mi existencia. Y esa luz se apagó al irte tú. Alfredito y Merche nunca vienen a verme. Les importo un comino a nuestros hijos. Se independizaron totalmente. Y en cuanto a Cosme, ese desgraciado que nos robaba todo cuanto podía para poder seguir drogándose y al que, finalmente, disgustándote mi decisión, eché de casa, no he vuelto a saber más de él. Supongo habrá terminado con sus huesos en una cárcel o muerto como un perro en cualquier rincón por una sobredosis. Para el mal pago que nos han dado, más nos hubiese valido no traer hijos al mundo, Luisa querida. Tantos sacrificios, esfuerzos y sufrimientos para criarlos, para darles una buena educación, y al final ni se acuerdan de uno.

        Interrumpió Alfredo su caudal de amarguras al oír un repentino ruido de pisadas sobre la gravilla. Giró la cabeza. Vio que un matrimonio de edad avanzada venía hacia donde él se encontraba. Se detuvieron a menos de cuatro metros de distancia. Ni le saludaron, ni él les saludó. La mujer, llorando, acarició con mano temblorosa una de las lápidas situadas en la parte baja. El hombre la dirigía, en voz baja, contritas palabras de consuelo. Por lo que pudo entender de lo dicho por ambos, Alfredo sacó en limpio que lamentaban la muerte de una hija muy querida. Deprimido de verlos y oírlos decidió marcharse. Se despidió de su mujer, en esta ocasión con el pensamiento. Alfredo era un hombre que poseía un acusado temor al ridículo. Inesperadamente, un viernes, Alfredo encontró sobre el pequeño anaquel del nicho de su esposa otro jarrón al lado del suyo con media docena de rosas rojas totalmente frescas. Tras la lógica sorpresa inicial, consideró debían haber sido depositadas allí ese mismo día, o el día anterior, por equivocación y destinadas seguramente a alguien con un nombre parecido al de su llorada compañera. No las tocó.  Tal vez quien había cometido el error de colocarlas allí volviera a por ellas. Pero cuando a la semana siguiente halló otra vez flores nuevas en el mismo jarrón, ya no consideró más aquel suceso fruto de la casualidad. Trató de buscar una explicación lógica para este hecho aparentemente insólito, y no la encontró. Tanto los familiares suyos como los de Luisa vivían a muchos kilómetros de distancia y, de haber venido alguno de ellos a traerle flores a su mujer, se lo habría comunicado. Resultado de esta reflexión fue que el mal dormido demonio de los celos se le despertó con renovada fuerza. ¿Y si quién depositaba aquellas rosas rojas era un antiguo admirador de Luisa, cuya existencia él ni tan siquiera sospechaba? Lo descartó en un primer momento. ¡Imposible! ¡Qué cosa tan absurda acababa de ocurrírsele! Luisa era la persona más honesta del mundo y le amaba con locura. Sobre su absoluta fidelidad él podría poner sus manos en el fuego. Sin embargo, aquellas flores simbolizaban amor. El que las había puesto allí debía saber que eran las favoritas de Luisa. ¿Quién podría ser? Luisa y él nunca habían tenido amigos íntimos. No habían querido tenerlos. Ellos no necesitaban de nadie más para sentirse inmensamente felices. ¡Estaban tan unidos! Alfredo hurgó en su memoria. La intranquilidad había encontrado un resquicio por el que penetrar dentro de su mente atormentándole. Antes de que empezara a salir con él, Luisa había tenido dos pretendientes, según ella misma le contó cuando se hicieron novios. Uno de ellos era vecino suyo: un intelectual con gafas que la escribía poesías cursis, al que ella permitió algunas veces, a la salida de la oficina, le acompañase hasta su casa, compadecida de la platónica adoración que él la demostraba. El otro era un pariente lejano; un tipo fuerte y bien parecido al que ella desengañó pronto diciéndole que no podía sentir por él otra cosa que amistad. Del intelectual no habían vuelto a saber nada. Del familiar suyo conocieron que se había casado con una canadiense e ido a vivir al país de su mujer.

         Alfredo, antes de convertirse en pensionista, debido a su trabajo de viajante se pasaba a menudo varios días lejos de su casa. Desconfiado y celoso, a la vuelta buscaba, afanosamente, por si acaso, hipotéticos indicios de infidelidad por parte de su esposa que, por ser hermosa, despertaba deseos y admiración entre los hombres, como fácilmente podía comprobar, para su disgusto, cada vez que salían a la calle. Jamás encontró vestigio ninguno que pudiera justificar su desconfianza. En cambio, él sí le había sido infiel a ella unas pocas ocasiones. Nada serio. Relaciones esporádicas. Tentaciones que en su momento no había sido capaz de controlar ni vencer. Después se había arrepentido profundamente de ello. Y sufrido no pocos remordimientos. Naturalmente, nunca se lo confesó a Luisa. Le habría causado un disgusto de muerte; arriesgado con ello incluso poner en peligro su matrimonio. Porque le era absolutamente fiel, Luisa esperaba que también lo fuera él con ella. Pero ¿y si le había delatado algún pequeño detalle y Luisa había descubierto su adulterio y decidido pagarle con la misma moneda? Un momento de ofuscación, de rabia irreflexiva, de impulsiva venganza puede tenerlo cualquiera. No, no, no. ¡Imposible! Luisa no habría sido nunca capaz de cometer semejante bajeza, semejante ruindad y, todavía menos, guardar durante años un secreto tan espantoso. ¿Pero por qué no? ¿Acaso no había él guardados secretos con respecto a ella? “Como siga con esto voy a volverme loco. No puedo dudar de Luisa, la mujer más noble, bondadosa y decente de este mundo. Debería caerme la cara de vergüenza por ser capaz de pensar cosas semejantes. Por otra parte, aunque hubiese tenido un admirador, ello no significaría en manera alguna que mantuvo relaciones íntimas con él.”

        Alfredo, angustiado, se mesó los cabellos canosos, todavía abundantes. Las corrosivas dudas estaban royendo la debilitada barrera de su confianza. Al principio de casados, Luisa le pidió cambiase de trabajo. “Me siento tan sola cuando tú te hallas de viaje. Te echo tanto de menos, cariño, especialmente por la noche, en la cama. Podrías colocarte aquí en una oficina. Así nos veríamos todos los días y dormiríamos juntos todas las noches”. Él la hizo comprender que le apasionaba lo que hacía, y, además como viajante ganaba mucho más dinero del que nunca ganaría en una oficina donde se ahogaría todo el día encerrado entre cuatro paredes. Luisa se resignó aceptando finalmente sus argumentos. 

         Alfredo se fue obsesionando más y más. Aquel asunto de una hipotética infidelidad por parte de su desaparecida cónyuge, muchas noches le quitaba el sueño. Había momentos en que se debilitaban sus defensas, y la inocencia y la posible culpabilidad de su mujer quedaban equilibradas en la balanza de su juicio.

El desconocido, mientras —siempre tuvo el convencimiento de que se trataba de un hombre—, dejó otra semana más un ramo de rosas en el nicho de Luisa. Exasperado ya, Alfredo lo cogió y llevándoselo a la florista que tenía su quiosco de flores a la entrada del camposanto le preguntó si se las habían comprado a ella.  La mujer, luego de examinarlas un momento, aseguró:

        —No son mías estas rosas. Las que yo vendo tienen los tallos más largos y son de mejor calidad.

        A impulsos de la ira que sentía, Alfredo arrojó el ramo al fondo de un cubo de basura. Y a partir de aquel momento, descubrir al supuesto amante de su mujer se convirtió para él en un objetivo primordial. Vio cierta mañana en el cementerio a un jardinero amontonando hojas secas con la ayuda de un rastrillo y, señalándole el nicho donde reposaban los restos de Luisa, le preguntó si había visto a un hombre depositar un ramo de rosas allí el día anterior o un rato antes. Aquel hombre, mostrando clara desconfianza, contestó al respecto:

         —Yo no me preocupo de la gente que va y viene. Sólo atiendo a mi faena.

        Alfredo, en sus muchos años de oficio creía haber aprendido que todo el mundo puede tener su precio. Le ofreció al empleado del cementerio una pequeña suma de dinero si conseguía darle alguna información sobre la persona que traía aquellas flores. Aunque aparecieron destellos de codicia en los ojos del jardinero, éste se limitó a encoger los hombros.

        Demasiado atormentado para permanecer inactivo, Alfredo, el jueves de la semana siguiente —día que él suponía se presentaba con su manojo de rosas rojas el admirador de su mujer—, se apostó a prudente distancia de su nicho, con la esperanza de sorprenderle. Pero aquél no apareció. Esta circunstancia le hizo suponer que el otro le conocía y, al verle, desistió de acercarse a la tumba de Luisa. La idea de que su esposa pudo ciertamente haberle sido infiel cobraba más fuerza cada día que pasaba. “Como sea así, no se lo perdonaré y la odiaré mientras me quede un soplo de vida”, se dijo desesperado, rencoroso.

        El viernes siguiente, al llegar junto al nicho de Luisa comprobó que las flores del otro estaban puestas en el lugar habitual. Una ira vesánica, desenfrenada, abrasó su cuerpo entero. Y una inconmensurable necesidad de violencia le envenenó el corazón.  No podía vengarse de Luisa porque estaba muerta, pero sí podía hacerlo del que ya comenzaba a dar por hecho había sido el amante secreto de ella. En aquel momento el rudo jardinero con el que había hablado días atrás, se le acercó tímidamente y le dijo mostrando acusado nerviosismo: 

         —Hace un par de horas, un hombre depositó esas rosas ahí.

         Alfredo reaccionó apremiante, agresivo, sus ojos convertidos en saetas, penetrándole.

        —¿Cómo es él?

        —No pude verle demasiado bien, señor. Creo que se dio cuenta de que yo le observaba con interés, y se marchó enseguida. Llevaba barba y vestía una gabardina gris.

        —¿Apreciaste algo más?

         El informador negó con la cabeza. Alfredo, desencajado el semblante, le entregó la suma prometida. El empleado del cementerio le dio las gracias asegurándole, antes de irse, que la próxima vez se fijaría mejor en aquel individuo.

          Alfredo dejó de escucharle. Su corazón nadaba ya en un mar de odio. Entre sus conocidos sólo dos lucían barba: el contable y el subdirector de la empresa a la que había dedicado los mejores años de su vida. Ambos habían tenido, mientras él perteneció a la misma empresa que ellos, conocimiento del itinerario que él debía realizar y las fechas que estaría lejos de su casa. Pero, hasta donde él sabía, ninguno de los dos conoció jamás personalmente a Luisa. O por lo menos él así lo creía. Clavó una mirada centelleante de ira en la lápida de mármol con el nombre de su difunta consorte y barbotó, fuera de sí:

        —¡Pérfida! ¡Traidora! ¿Cómo pudiste vivir a mi lado, mirarme a los ojos y decirme que me amabas más que a tu vida, mientras me eras infiel con otro? No te lo perdonaré mientras viva. Me has hecho el más desdichado de los hombres. ¡Ojalá los remordimientos no te dejen disfrutar de paz alguna en la otra vida!

        Jadeaba. Sentía un doloroso martilleo en las sienes, en el pecho y un calor abrasante en su cara.

        Un rato más tarde, en una cafetería cercana al cementerio mientras tomaba un coñac para coger fuerzas, estuvo elaborando una estrategia con la que poder cazar a su rival. Emborronó así varias servilletas. Cuando pasó en limpio la nota final ésta ponía: “Estimado amigo: Me ha decidido a dirigirme a usted el hecho de que ambos hemos amado y perdido a la misma mujer. Soy un hombre tolerante y, por supuesto, nada celoso. Me gustaría charlar con usted de Luisa, recordarla. Por supuesto, yo conocía y comprendía la relación que ustedes dos mantenían. Soy hombre de mentalidad abierta. Aquí le dejo mi número de teléfono. Llámeme, por favor. Se lo agradeceré muchísimo. Hasta pronto”.

        Le había costado un extraordinario esfuerzo redactar esta sarta de falsedades, pues sus manos temblaban exageradamente y la cabeza se le iba. Anhelaba con toda su alma que su astucia tuviera éxito y su burlador cayera en la trampa que encerraba su misiva.

          Colocó el escrito debajo del jarrón perteneciente al otro. Pasó a partir de entonces todos los días por el camposanto. Y el miércoles comprobó que su nota ya no estaba donde la dejó. Se frotó las manos. Presintió que todo iba a salir como él había planeado. Pero estuvo esperando en vano, varios días, la llamada del supuesto admirador de Luisa. Aquél no le llamó. Descorazonado imaginó: “El muy canalla ha desconfiado. ¡Jamás podré saber quién es!”

        Se equivocó. Una semana más tarde, fue él quien halló una nota debajo de su jarrón, la cual ponía: “El lunes, a las doce del mediodía, podemos vernos aquí mismo”. Alfredo tuvo que apoyarse en la repisa del nicho para no caerse, pues se le doblaron las piernas de la repentina debilidad que se adueñó de toda su persona. Y la cabeza le dolió como si acabase de recibir un mazazo en lo alto de ella. ¡Por fin iba a conocer al odiado amante de su esposa infiel y podría darle su merecido!

        El lunes Alfredo acudió a la cita. Llevando escondido en el bolsillo interior de su gabán un enorme cuchillo de cocina. Iba dispuesto a matar al hombre que le había robado el cariño de su mujer y burlado de él. Lo que fuera a sucederle una vez cumplida su justa venganza le traía sin cuidado. Su vida carecía ya de valor.

         Aquella mañana el cielo apareció muy nublado y amenazando lluvia. Por las calles la gente, bien abrigada, caminaba deprisa. Hacía bastante frío. Pero Alfredo no lo sentía. Sólo sentía la dureza del cuchillo contra su pecho y la inconmensurable cólera que corría sorda, impetuosa, por los surcos de sus venas. Estaba convencido que, cuando llegara el momento decisivo, no le fallaría el valor. Acuchillaría a aquel canalla ferozmente, con todo el odio que sentía hacia él.

         Llegó junto al nicho de Luisa con media hora de antelación. Le dio la espalda al mismo. No quería verlo. Para él, su mujer había muerto una segunda vez.

         No había más de media docena de visitantes repartidos por todo el cementerio. Una rápida mirada le permitió apreciar que sólo tres de ellos eran hombres y ninguno llevaba barba y tampoco vestía una gabardina gris.

        Cuando su reloj de pulsera señaló las doce y cuarto comenzó a temer que su rival no hiciese acto de presencia. La frustración puso amargor en su boca.

         A las doce y media, cuando consideraba no iba a servirle de nada esperar más, vio a un hombre joven, con barba y gabardina gris avanzar hacia donde él se encontraba. “¡Ése es!”, le gritó una voz interior. Su corazón latía con tanta fuerza que resonaba, ensordecedor, en sus oídos y en sus sienes.

        Deslizó su mano derecha dentro del bolsillo del gabán. Sus temblorosos dedos se cerraron en torno al pulido mango del cuchillo. Esperaría a tener al otro delante de él y entonces se lo clavaría con saña tantas veces como le permitieran sus fuerzas. Pero cuando le tuvo más próximo y pudo ver los rasgos de aquella cara pálida y temerosa, Alfredo se desinfló como un globo pinchado. Un poderoso grito le nació en lo más hondo de las entrañas, fue subiendo, agrandándose, y finalmente salió por su boca con la fuerza de un trueno:

       —¡Cosme!

       —¡Papá!

       Alfredo abrió sus brazos sin casi tener conciencia de que lo hacía. Su hijo drogadicto se abrazó a él con todas sus fueras. Y el pecho se le rompió en hondos y sentidos sollozos. También a Alfredo se le llenaron los ojos de lágrimas. Y sintió hacia sí mismo un inconmensurable desprecio. ¿Pero cómo podía haber sido tan ciego, tan obstinado, tan miserable, tan injusto con la pobre Luisa, que fue la mejor de las mujeres?

        Escuchó las entrecortadas palabras de su hijo pidiéndole perdón por cuánto les había hecho sufrir a su madre y a él, en el pasado. Ahora se había rehabilitado, dejado la droga estaba seguro de que para siempre. Tenía un trabajo y una vida normal. Alfredo palmeó, con cariño la espalda del hijo recuperado. Dijo que por su parte todo estaba perdonado. Se volvieron ambos hacia el nicho donde parecían brillar más que nunca las letras doradas del nombre: Luisa López Cañete.

        —Vamos a darle a tu maravillosa madre las gracias por habernos unido de nuevo. Nunca fui digno ni de besarle las plantas de los pies —murmuró con voz estrangulada Alfredo; sus mejillas encendidas de vergüenza. Dolorosamente consciente de la ruindad de su alma.

       —Fue la mejor de las madres y de las esposas también —afirmó Cosme entre sollozos.

        Una suave llovizna comenzó a caer.  Los dos hombres ni lo advirtieron. Su extraordinaria emoción les había convertido en inmunes al fenómeno meteorológico.

(Copyright Andrés Fornells)

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