SIN SUERTE, NO HAY VIDA NI MUERTE (RELATO)

SIN SUERTE, NO HAY VIDA NI MUERTE (RELATO)

SIN SUERTE, NO HAY VIDA NI MUERTE

(Copyright Andrés Fornells)

Un coche que circulaba por el centro de la ciudad a más de cien kilómetros hora, en un paso de peatones atropelló a una mujer vestida de negro que en aquel momento lo cruzaba. La gente acudió enseguida junto a ella, y mientras un par de personas comprobaban que seguía con vida, otra pidió por su móvil una ambulancia, una tercera llamó a la policía y una cuarta aprovechando la confusión reinante se llevó el bolso de la accidentada.

Los primeros en llegar allí fueron dos agentes del orden. Uno de ellos atendió a la mujer inconsciente. El otro buscó testigos que le informaran sobre lo acontecido. Un par de personas le comunicaron que un coche blanco, que iba a gran velocidad, había lanzado a aquella pobre transeúnte por los aires. Desgraciadamente, ninguno de cuantos habían presenciado aquel infausto suceso memorizó la matrícula del atropellador.

Por fin llegó la ambulancia. Dos enfermeros se bajaron de ella, rápidamente colocaron a la accidentada sobre una camilla, la metieron dentro de su coche y acto seguido se dirigieron al hospital, a gran velocidad y con la sirena a todo volumen. Durante su recorrido, los conductores de los otros vehículos que circulaban delante de la ambulancia procuraron cederle el paso y, transcurridos veinte minutos desde el momento que la recogieron, a la mujer accidentada la ingresaban en urgencias.

La atendió la doctora Sánchez, con su estetoscopio colgado del cuello y la preocupación pintada en su huesuda cara, por un motivo ajeno a su trabajo: una reclamación de Hacienda que, pagarla le significaría endeudarse. Tardó poco la facultativa en comprobar que, salvo imprevisibles complicaciones, la vida de la  recién llegada no corría peligro.

—Brazo izquierdo y pierna izquierda rotos. Podía haber sido infinitamente peor —explicó a la enfermera que, a su lado, la miraba con ojos interrogantes.

—Mientras hay vida, hay esperanza —manifestó su compañera de trabajo, que era una persona muy aficionada a los refranes.

Pasado un buen rato, la atropellada, cuyo nombre era Marta Rosales Plantado, ya enyesada convenientemente, fue tan poco original al volver en sí como lo son todas las personas que pasan por desdichadas circunstancias parecidas a la suya:

—¿Qué me ha ocurrido?

La enfermera amiga de los refranes, le informó de todo cuanto sabía. Y la paciente recobró la memoria y la mala leche:

—¿Y han cogido ya al hijo de mala madre que me ha dejado medio muerta? —se había dado ya cuenta de que tenía un brazo y una pierna escayolados.

—En eso anda la policía.

—¿Sabe ya mi familia la desgracia que me ha ocurrido?

—No hemos podido hacer nada a ese respecto. No llevaba usted encima identificación alguna.

—¿Y mi bolso?

—Aquí al hospital solo la han traído a usted.

—¿Cree posible que me lo hayan robado?

—Yo no apostaría nada, por lo contrario. Del árbol caído todos hacen leña.

—Puedo llamar a mi familia. Deben estar muy preocupados preguntándose por dónde ando yo.

—Le prestaré mi móvil. Lo tengo en el vestuario.

—¿Sabe usted de dónde venía yo, cuando me ocurrió esta desgracia?

—Lo sabré en cuanto usted me lo diga. El saber no ocupa lugar.

—Acababa de salir de la consulta de una vidente que se llama Fortunata Iluminata, y ella acababa de vaticinarme que hoy tendría mucha suerte. Vamos para matarla a la muy farsante.

—Tal vez la suerte que esa sabia mujer le vaticinó fue que salvaría la vida, que en realidad es lo que le ha ocurrido.

—Todo puede ser del color del cristal con que se mire —contagiándose la paciente.

La enfermera fue al vestuario, y la primera llamada que hizo fue precisamente para Fortunata Iluminata:

—Coño, prima, no das pie con bola. Aquí en el hospital tenemos ingresada a una pobre mujer que nos trajeron medio muerta a la que tú vaticinaste que hoy iba a tener muy buena suerte.

—Hostias, prima, al final tendré que cambiar de medio de vida. Estoy hecha un gafe.

—No hay mal que por bien no venga.

—Ni pena que cien años dure.

Y cortaron ambas la conversación. Y una se quedó con remordimientos, y la otra pensando que Dios aprieta, pero no ahoga.

Y es que todo depende del color del cristal con que se mira.

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