SIETE ROSAS ROJAS (RELATO)

SIETE ROSAS ROJAS (RELATO)

SIETE ROSAS ROJAS

(Copyright Andrés Fornells)

        Berta repasó visualmente las uñas de sus manos. Acababa de pintarlas de color negro. Sonrió al pensar lo que su amiga Gloria le diría a este respecto. Le diría que este color traía mala suerte. Solían, ellas dos, discrepar en casi todo. En materia de hombres, más que en ninguna otra cosa.

A Gloria le gustaban los solteros porque, por tener menos problemas, eran más divertidos. A Berta le gustaban los casados porque le producía morbo robarle el hombre a otra mujer. Lo hacía a modo de venganza. Una venganza maquiavélica como suelen serlo, posiblemente todas.

         Locamente enamorada de Alberto, un hombre casado, ella había cometido la gran equivocación de someterlo a un ultimátum: <<Te exijo que escojas: Tu mujer o yo>>. Alberto escogió a su mujer, y ella se quedó sin él.

Ella lo amaba tanto que se tatuó en el brazo su nombre y luego una pequeña rosa roja por cada año pasado sin él.

La mañana en que se pintó las uñas de color negro, Berta había reunido ya en su antebrazo siete rosas rojas, por siete años interminables, porque como saben quiénes lo viven, la desdicha alarga el tiempo y la felicidad los acorta.

        Berta había querido tanto a Alberto, que además de hacerse aquellos tatuajes dormía con una foto de él debajo de la almohada porque era lo único que le hacía sentir que no lo había perdido para siempre.  

          Otra cosa insólita en la conducta de Berta fue que, a partir de su rotura con Alberto, usaba a los hombres a los que entregaba su cuerpo únicamente como objeto de venganza, pues nunca gozó, ni demostró a ninguno de ellos el menor efecto; cuando terminaban de rendirse dentro de ella les decía:

—Vete ahora. Vales muy poco. No has conseguido hacerme sentir ningún placer.

         Miles de veces llevaba recordado cómo se conocieron ella y Alberto. Fue obra del azar. En un vuelo Palma de Mallorca-Madrid ocuparon dos butacas que se tocaban. En cierto momento fueron sus codos los que se tocaron. Sonrieron y se disculparon a la vez. Acto seguido iniciaron una conversación sobre lo incómodos que son los asientos de los aviones; sobre sus temores o falta de ellos en viajar por este medio de transporte. Él no sentía miedo ninguno. Ella reconoció al respecto:

—Soy fatalista por naturaleza. Creo que cuando tiene que sucedernos algo malo nada podemos hacer por evitarlo.

—Y ciertamente es así.

Ella guardó la revista que estaba leyendo, y el cerró su pequeño ordenador portátil. Compartieron a continuación temas que consideraron importantes. Descubrieron gustos e intereses afines. Mismas ideas políticas, parecidos gustos en arte, música, deportes.

Entraron dentro de la personal, pero sin profundizar mucho. No hablaron ni de su familia ni de su situación sentimental. Ella iba a Madrid a incorporarse a un laboratorio de biología que acababa de contratarla. Él venía de revisar una urbanización que la empresa para la que trabajaba estaba construyendo en la isla principal de las Baleares.

         Antes de llegar a destino, intercambiaron teléfonos móviles. Él prometió llamarla para salir una noche a cenar juntos. Ella aceptó encantada.

          Y así empezó una apasionada, voluptuosa, desenfrenada relación que mantuvieron a lo largo de cinco años. Durante ese tiempo la belleza de ella alcanzó su máximo esplendor. Por la calle los hombres eran lobos que la devoraban con sus lascivas miradas, o le lanzaban obscenos requiebros.

Él tardó cuatro meses en confesarle que estaba casado. A ella no la cogió por sorpresa esta revelación. Por cuidadoso que sea un hombre, siempre lo delata algún detalle en el que no ha reparado. Un cabello largo, la débil esencia de un perfume femenino diferente, una frase que despierta suspicacia.

Cuando él reconoció que se lo había ocultado por miedo a perderla, no le hizo reproches en aquel momento. Tenía la suficiente experiencia con hombres para saber que la ruptura con uno que amas suele pagarse caro, con dolor por  moneda. Pero a pesar de saberlo, creía estar tan segura de que Alberto no podía vivir sin ella, igual que ella no podía vivir sin él, que convencida de ello, ciega de vanidad, le planteó el ultimátum de quedarse con ella o con su esposa. Y Alberto decidió salvar su matrimonio, hiriéndola en lo más hondo al responder:

—Me quedaré con ella, con mi mujer.

—¿Por qué si tanto quieres seguir con ella, has estado todo este tiempo conmigo? --desconcertada, hundida.

          —Porque soy un hombre tan ardiente que con una sola mujer no tengo bastante.

—¿Significa eso que tienes más amantes?

—No, con vosotras dos me basta.

—¡Eres un sinvergüenza! —rabiosa, dolida.

—Todo es opinable —tranquilo, sin considerar ofensivas las palabras de ella—. Lo que sí soy, de buen seguro, es un hombre muy ardiente.

         Alberto, además de ser un hombre muy atractivo y ardiente, era muy culto. Daba gusto escucharle hablar. Era brillante en sus juicios, en sus opiniones. Le procuraba gran placer estar con él dentro y fuera de la cama.

          En todo esto estaba pensando Berta mientras observaba la séptima rosa roja que se había tatuado aquella misma mañana. En aquel momento llamaron al timbre. Acercó un ojo a la mirilla. Todo lo que pudo ver fueron varias rosas. Intrigada abrió la puerta y el corazón le estalló de gozo. Alberto estaba frente a ella. En sus manos llevaba un ramo con siete rosas rojas.

—Una por cada año que he muerto de amor por ti.

Ella le enseñó el tatuaje de su brazo y dijo a su vez:

—Una por cada año que he muerto de amor por ti.

No hablaron más, ya habría tiempo de sobra para hablar de la razón por la que él había tardado tanto tiempo en regresar junto a ella. Lo apremiante, lo que no podían retrasar un segundo más era amarse.

Alberto la levantó del suelo y, con Berta en brazos caminó hacia el dormitorio, su boca famélica unida a la boca no menos famélica de ella.

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