RECIPROCIDAD (RELATO)
Richard Lugones pensaba de sí mismo que era una persona extraordinaria. Aprovechándose de su notable atractivo físico practicaba el divertimento de seducir mujeres que, una vez poseídas por él abandonaba como si fuesen simples productos desechables, sin importarle lo más mínimo el cruel sufrimiento que les causaba su desconsiderada conducta.
De sus continuos éxitos sexuales alardeaba con sus cínicos amigos diciéndoles que él mantenía siempre una fórmula rigurosa al máximo con las conquistadas: No permanecer junto a la mujer seducida, más tiempo del que empleaba en hacerle el amor.
—De este modo, por muchas que sean las armas de seducción que alguna de mis conquistas posea, no le permito las pueda emplear sobre mí.
Sus amigotes le felicitaban, le admiraban y algunos pretendían imitarle.
Cierta mañana Richard entró en una floristería. Su madre cumplía años ese día y quería adquirir para ella un bonito ramo de flores. En el establecimiento había dos empleadas. Una de ellas le atendió a él y la otra hizo lo propio con una joven que acababa de llegar.
Fue la aterciopelada voz de esta joven la que motivo que Richard volviese la cabeza, se fijase en ella y sufriera una especie de deslumbramiento debido a la extraordinaria feminidad y belleza que poseía la desconocida.
Un arrollador deseo de conquistarla le surgió de inmediato. Con la osadía que le caracterizaba y poniendo en acción su más seductora sonrisa, Richard le dirigió la palabra:
—Perdone mi atrevimiento, pero la he escuchado decir que quiere comprar unas orquídeas para regalarlas. Pues bien, se da la feliz circunstancia de que soy un experto en orquídeas y, si tiene la amabilidad de decirme para quien desea adquirirlas, yo podría ayudarle a elegir la más conveniente.
La agraciada joven a la que acababa de dirigirse, con adorable naturalidad aceptó su ofrecimiento y le explicó que su madre cumplía años ese día y deseaba reglarle una de aquellas flores que, en la suma de seis, la empleada había alineado delante de ella.
—Son todas tan bonitas que me resulta realmente difícil escoger una de entre ellas.
—Que entrañable casualidad, también mi madre cumple años hoy.
—Oh, que adorable coincidencia —reconoció ella cuyos diamantinos ojos azules lanzaban unos destellos muy del agrado de Richard.
Cambiaron ambos algunas amabilidades más, mirándose todo el tiempo mutuamente fascinados. Ella se dejó aconsejar por él, y se quedó con una orquídea de color rosa.
Él le dijo su nombre, y ella le correspondió con la misma gentileza:
—Encantada de conocerte. Yo me llamo Ofelia.
Richard confesó a Ofelia sentir un irresistible deseo de conocerla mejor. Y ella se mostró subyugada por su arrebatadora personalidad y aceptó su invitación de ir a tomar algo juntos, una vez abandonasen la floristería.
Minutos más tarde pidieron dos cafés al camarero de un establecimiento cercano e iniciaban un juego altamente seductor en el que ambos, debido a su irresistible atractivo físico, salieron vencedores y vencidos.
Volvieron a verse en días sucesivos y la febril pasión surgida entre ellos dos les llevó, finalmente, a acostarse juntos. Fue tan maravillosa esta experiencia para Richard, que Ofelia se convirtió para él, a partir de aquel suceso, en el centro del Universo.
—Por favor, Ofelia, quédate conmigo —suplicó hechizado por su belleza y su voluptuosidad—. Prometo amarte, con toda mi alma, el resto de mi vida.
Por primera vez en toda su existencia donjuanesca, Richard le confesaba a una mujer lo que estaba experimentando. Él, que se creía inmune al amor, se había enamorado, con todos sus sentidos, de Ofelia.
La bellísima joven le volvió la espalda y, manteniendo total silencio y gran seriedad de expresión su divino semblante, comenzó a vestirse.
—Por favor, contéstame. Te necesito. Te has convertido en mi razón de vivir —rogó de nuevo Richard, humillándose.
Ya vestida del todo, Ofelia le dirigió una mirada llena de desprecio y le respondió:
—Lo siento; pero nunca permanezco con un hombre más tiempo del que tardo en hacerle el amor. Adiós.
Con pasos decididos se encaminó a la puerta y por ella abandonó la habitación. Richard conoció entonces, en su propia carne, la frustración, el resentimiento, el dolor y la desesperación con la que él había castigado a tantas mujeres durante su larga trayectoria de despiadado conquistador.
(Copyright Andrés Fornells)