QUIÉN A HIERRO MATA, A HIERRO MUERE (RELATO)

infiel

 

 

 

 

 

QUIÉN A HIERRO MATA, A HIERRO MUERE
—¿Es usted la señora Martin? —preguntó un apuesto caballero deteniéndose delante de una elegante dama que salía por la puerta de un céntrico salón de estética, donde acababan de realizarle a sus manos una embellecedora manicura.
La mujer, todavía joven y bella, se lo quedó mirando con extrañeza y quiso saber:
—¿Por qué lo pregunta?
—Verá desearía hablar con usted de un asunto muy serio y delicado que nos concierne a ambos. Tengo conocimiento de que su marido se encuentra en estos momentos de viaje. Ha ido a Francia. A París concretamente, según le habrá dicho a usted, por negocios, ¿cierto?
—¿Cómo sabe usted eso? —sorprendida la señora Martin.
—Lo sé porque mi esposa se encuentra en estos momentos en París, también por negocios. ¿Dispone de unos minutos para que hablemos de ello, en un lugar más cómodo que aquí en mitad de la calle?
La mujer escrutó el atractivo rostro del desconocido, entre curiosa y desconfiada, sacando la conclusión de que parecía un hombre honesto, educado y con clase.
—Le dedicaré cinco minutos —precavida, decidió tras una breve vacilación.
Entraron los dos en una cafetería cercana y ocuparon una discreta mesa al fondo del local. Una diligente camarera les atendió de inmediato. Era por la mañana temprano, y ambos le pidieron café. Con leche para ella, puro para él. Esperaron a que se retirara la empleada para mirarse a los ojos con interés.
—¿Con qué intención me ha dicho antes, en la calle, que mi esposo y su señora se hallan actualmente en París? —yendo la señora Martin directamente al grano.
Él entreabrió sus labios en un gesto que encerraba amargura y dejó escapar un suspiro. En sus hermosos ojos verdes aparecieron unos destellos de dolida indignación. Tragó saliva y le hizo la revelación que su oyente menos esperaba:
—Mi intención es que usted se entere de que, en estos momentos, su esposo y mi esposa se encuentran en un lujoso hotel de París compartiendo cama y haciéndonos, a usted y a mí, cornudos.
Su acompañante sufrió un lógico sobresalto. La sorpresa redondeó sus bellos ojos negros y su boca se torció en un gesto amargo. Tardó un par de minutos en recobrarse del impacto emocional sufrido. Intentó mostrar incredulidad.
—¿Cómo puede usted saber eso?
—Verá, llevó algún tiempo sospechando de la infidelidad de mi mujer. La he pillado en algunas mentiras y contradicciones. Días atrás encargué a un detective que averiguase si eran fundadas mis sospechas.
Hizo una pausa. El disgusto que sentía lo estaba reflejando su agraciado rostro varonil. Armándose de valor, sintiendo lastima de él, la señora Martin quiso saber:
—¿Han resultado fundadas sus sospechas?
Les interrumpió la llegada de la camera con las infusiones. Las depositó encima de la mesa y, muy discreta, se retiró tras dedicarles un escueto:
—Servidos, señores.
Le dieron las gracias. La señora Martin interrogó con la mirada a su compañero de mesa, y éste pasó a contestar la pregunta que ella le había formulado antes:
—Desgraciadamente mis sospechas sí eran fundadas. Absolutamente fundadas. Le enseñaré unas fotografías que, algunos minutos antes de presentarme yo delante usted, ha conseguido el detective contratado por mí.
Él sacó del bolsillo de su elegante chaqueta un teléfono móvil. Realizó en él una rápida busca y finalmente se lo entregó a la dama que le observaba expectante, desconcertada, nerviosa. Una palidez intensa apareció en su bonita cara nada más ver las imágenes de su esposo con una mujer, ambos en una cama, desnudos y practicando sexo. Devolvió el móvil como si le estuviera abrasando las manos; manos temblorosas con las que a continuación cubrió sus lívidas mejillas, los ojos dilatados por el terrible impacto que acababa de sufrir.
—¡Dios mío, el muy canalla! —rompiendo a llorar.
El caballero la observó un momento con manifiesta lástima. Y cuando rodaron fuera de sus hermosos ojos las dos primeras lágrimas, sacó del bolsillo superior de su chaqueta un pañuelo y se lo entregó, amabilidad que ella le agradeció con un leve movimiento de cabeza, cuyo abundante pelo azabache llevaba recogido en un artístico moño. Su acompañante esperó, paciente, a que el dolor de ella fuera remitiendo. Finalmente, con voz ahogada, los ojos enrojecidos y llorosos, la señora Martin manifestó, recuperando parte de la entereza perdida:
—Perdone mi reacción. Le compraré un pañuelo nuevo. Se lo he dejado perdido —manteniéndolo encerrado en una de sus trémulas, bonitas manos.
—No se preocupe. Tírelo cuando no lo necesite más. Poseo varios —y añadió servicial, señalando el pequeño azucarero que les habían servido junto con las tazas de café—: Señora Martin, ¿un terrón de azúcar o dos?
—Uno —agradecida por todas sus atenciones.
Él, además de procurarle el azúcar lo disolvió con un continuado giro de la cucharilla.
—¿Pido un coñac para usted? Creo que necesita algo que la reconforte un poco y la eleve el ánimo.
—¿Tomará usted otro? —contestó ella a su ofrecimiento.
—Sí, lo tomaré.
Él levantó el brazo y cuando la empleada llegó junto a ellos, le encargó dos coñacs. Mientras los esperaban, se llevaron las tazas a los labios. Después de beber de ellas, los dos traicionados por sus cónyuges se quedaron mirando muy fijo a los ojos. La señora Martin, visiblemente turbada le hizo una pregunta muy personal:
— ¿Qué hará usted con respecto a la traición de su mujer?
La camarera, depositando las copas, retrasó la respuesta del interpelado. Éste esperó a que se quedaran solos, para levantar la copa, aguardó a que su acompañante le imitara y después de haber entrechocado los cristales y haber bebido los dos parte del contenido de las copas, el hombre manifestó con una convicción y serenidad que despertó la admiración de la señora Martin:
—Lo primero, y que lo estoy haciendo ya, es asimilar y superar la tristeza y la rabia que me roen por dentro. Después, sin duda ni vacilación ninguna, lo que haré será vengarme.
Ella le observó durante algunos segundos con el máximo interés. La tenía fascinada este hombre con su entereza y su fuerte personalidad.
—¿Cómo piensa vengarse? —quiso saber, anhelante.
La próxima cuestión de él, dejando la cuestión suya sin responder, la desconcertó por completo:
—Ustedes dos están casados, ¿verdad?
—Por la iglesia.
—¿En régimen de separación de bienes, o gananciales?
—Separación de bienes —manteniendo su aturdimiento.
—¿Quién de ustedes dos ha ganado la mayor parte de los bienes que poseen?
—Bueno, mi marido es un hombre de negocios, yo una atareada ama de casa.
—Usted y yo estamos en la misma situación, en el mismo barco, así que no nos conviene el divorcio porque nos quedaríamos sin nada. Varios años haciéndonos cargo del hogar, trabajando como esclavos todo el día para que nuestros consortes puedan llevar una existencia cómoda y regalada, sin problemas domésticos de ningún tipo, no tendría para nosotros compensación ninguna. Hablando mal: nos quedaríamos jodidos y encima apaleados.
—Así sería —empezando la señora Martin a sospechar por donde iban los tiros y cada vez sintiendo mayor admiración hacia él.
—Bebamos un poco más —propuso el hombre que había descubierto el adulterio de sus respectivos cónyuges. Se terminaron el contenido de sus copas, y el añadió—: ¿Qué opina de esa antigua sentencia de origen bíblico: El que a hierro mata, a hierro muere?
—Que estoy totalmente de acuerdo con ella.
—Perfecto.
Esta vez se sostuvieron la mirada varios minutos. La mutua atracción que había crecido entre ellos a lo largo de la conversación se les estaba convirtiendo en deseo y poderosa voluntad de venganza.
—¿Qué propones que hagamos ahora? —tuteándole ella por primera vez.
Él apresó las manos femeninas con una ternura que la conmovió, y emocionada devolvió las caricias que estaba recibiendo.
—Vivo muy cerca de aquí. ¿Me quieres acompañar? —propuso él sin apenas disimular sus anhelos.
—Te acompañaré —ella sin apenas tener que pensarlo.
Él dejó debajo de una de las copas, dinero. Se pusieron de pie los dos al mismo tiempo y, cogidos de la mano echaron a andar hacia la salida, sus caderas rozándose. Antes de llegar a la puerta ella se le rindió, confiada, apoyando la cabeza sobre su fuerte hombro y pensó, convencida e ilusionada, que iba a salir favorecida ganando el amor de este hombre más guapo y más atlético que el infiel suyo y devolviéndole la puesta de cuernos. Ella también creía era justo que: “El que a hierro mata, a hierro muere”. Y mientras él, galante, le abría la puerta de la calle, le pidió con voz acaramelada:
—No me has dicho tu nombre.
—Mi nombre es: Justo.
—Debí suponerlo. ¿Escandalizaremos a alguien si nos besamos aquí en mitad de la acera?
—Para saberlo tendremos que probarlo.
El apasionado, ardiente y arrollador beso que se dieron, si alguien se hubiera tomado la molestia de cronometrarlo, habría sabido que duró cuatro minutos y algunas décimas.

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