PROFESIÓN DELICTIVA (RELATO NEGRO)
Mike Warner, un joven bien parecido, desenvuelto de movimientos y vistiendo un traje ordinario, hizo girar la manivela de la puerta acristalada llena de pegatinas publicitarias, y entró en el bar Sparow en cuyo interior no pasaban de media docena los clientes que allí había. Llegó al mostrador, y le pidió al camarero de mediana edad, de acusados rasgos latinos que, con aspecto aburrido lo miraba expectante, acodado en la barra, un Jack Daniel´s con mucho hielo.
—Inmediatamente, señor —servicial el empleado.
Mike esperó a que le sirviera la bebida, la pagó inmediatamente y fue, llevando en su mano izquierda el vaso largo, a sentarse a una mesa al fondo del salón cerca de la cual no había nadie. Echó un trago, dejó el vaso en lo alto de la mesa, y a continuación sacó de su bolso de mano tres cosas: un bolígrafo, una pequeña libreta y la cartera que acababa de robar a un turista en la parada del autobús.
De su contenido escogió la tarjeta de crédito y empezó a imitar la firma de un tal Frank Trevor. Era muy bueno falsificando firmas y a los diez minutos de práctica copió tan bien la rúbrica que seguro conseguiría engañar al empleado del primer banco en el que entrase. Obrar con rapidez lo consideraba primordial, pues la tarjeta podía ser cancelada tan pronto como el dueño de ella denunciase su pérdida. Se terminó, de tres tragos seguidos, el contenido de su vaso.
Sin mirar a nadie se dirigió hacia la puerta y abandonó el local. Tuvo que andar solo dos manzanas para encontrar una entidad bancaria. El empleado que le atendió le dedicó una sonrisa tras comprobar que coincidía su firma con la de la visa de oro que acababa de entregarle, y que Mike había robado a un turista apenas veinte minutos antes. Colocó el dinero recibido en su propia cartera y la metió en el bolsillo interior de su chaqueta.
—Buenos días tengamos —respondió al saludo recibido por parte del cajero.
Al salir del establecimiento bancario, tropezó con él una joven atractiva, de apariencia tímida, que le pidió inmediatamente perdón por su torpeza acompañándose de una sonrisa encantadora.
Mike le devolvió la sonrisa y la siguió con ojos apreciativos. Ella parecía tener prisa. Caminaba apresurada. Su cuerpo esbelto, de movimientos vivos, deliciosamente femeninos, llamaban la atención de la gente. El carterista la perdió de vista entre el gentío. “Un exquisito bombón”, juzgó.
Caminados una veintena de pasos entró en un estanco a comprar tabaco. Y entonces se dio cuenta de que le faltaba la cartera en la que había metido el dinero recién sacado del banco.
Dejó a la estanquera con el cartón de Winston en su mano y salió corriendo. Mike poseía una buena constitución física y su carrera fue veloz. Tropezó con algunas personas, pero no perdió el tiempo disculpándose. Le urgía dar con la chica que un momento antes chocando con él le había robado. Cada segundo que transcurría lo alejaba de la posibilidad de atraparla. Su esfuerzo y velocidad obtuvieron recompensa. La descubrió bajando por la escalera del metro. Iba confiada, pues aunque llevaba el paso presuroso no miraba atrás, por completo convencida de que nadie la seguía.
Al llegar junto a ella Mike la cogió fuertemente del brazo justo delante de la barrera de control de pasajeros, obligándola a detenerse. La joven se asustó al reconocerlo. Sus grandes ojos verdes lo mostraron, al tiempo que levantaba sus brazos en un gesto que pretendía ser defensivo. Él la mantuvo firmemente presa, convencido de que a la menor oportunidad que le diera ella intentaría escaparse.
—No te voy a hacer nada, bonita —le advirtió sonriéndole para inspirarle confianza—. Devuélveme lo mío y te invitaré a un refresco. No estoy enfadado contigo. De veras. Los dos nos dedicamos a lo mismo.
Ella le registró la mirada. Se tranquilizó algo. Su cuerpo perdió tensión. Los ojos de Mike mantenían todo el tiempo un brillo amistoso. La joven metió la mano en el bolso que colgaba de su hombro y sacando una cartera se la ofreció.
—Esa no es la mía —él con un ronroneo divertido en su garganta.
Ella la devolvió al interior del bolso y sacó otra.
—Ésta sí es la mía. Vamos a la cafetería de la estación —amistoso, tirando del brazo de ella.
—Por favor… déjame ir. Te quité la cartera por necesidad. Tengo que mantener a mi madre enferma y estoy sin trabajo —intentando inspirarle lástima.
—Tranquila, de eso hablaremos mientras tomamos algo.
Entraron en el establecimiento. Cuando la obligó a sentarse a la mesa por él escogida, le confesó que era un carterista lo mismo que ella. Para convencerla de que estaba diciéndole la verdad, Mike le enseñó la cartera robada un rato antes al turista y un par de carnets de conducir pertenecientes a personas diferentes.
Ahora sí se tranquilizó la joven y a la pregunta de él sobre cómo se llamaba dijo dedicándole una sonrisa divertida dijo:
—Camille.
Él sonreía amistosamente todo el tiempo. Tenían el camarero a su lado.
—¿Tienen champán? —le preguntó Mike.
El empleado, un jovenzuelo con el rostro sembrado de acné les observó sorprendido. Nunca le habían pedido champán a media mañana. Camille encontrando jocosa su reacción intervino:
—¿Tenéis champán, o debemos irnos a otro sitio?
—Se lo traeré enseguida —el joven reaccionando torpemente y, dirigiéndose al mostrador, derribó por el camino una silla con la que tropezó.
Los dos carteristas rieron de buena gana. Una hora más tarde habían terminado de beberse el champán y convertido en socios. Ninguno de los dos tenía ataduras. Mike estaba divorciado y Camille era huérfana y se habían criado en un orfanato.
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