POR UN HOMICIDIO Y UNA HUIDA IMPERDONABLE (RELATO NEGRO AMERICANO)
Bill Levy devolvió la fotografía enmarcada de su esposa, al rellano de la chimenea de donde segundos antes la había cogido para contemplarla. Las lágrimas, durante ese breve espacio de tiempo le habían engordado hasta el punto de enturbiarle la visión. Con una mezcla de rabia y desesperación llevó la manga de su camisa a los ojos y soltó un hondo gemido de pesar.
Había transcurrido más de un mes desde la muerte de Peggy, su mujer, y el dolor que le acuchillaba, pecho y entrañas, seguía todo el tiempo presente e intenso dentro de él.
El extraordinario cariño que él le tenía a Peggy lo consideraban, amigos, familiares y él mismo, verdadera locura de amor, idolatría. A menudo, después de hacer el amor, ella se quedaba traspuesta y entonces él contemplando su desnudez, fascinado, embelesado. Sus ojos conocían tan bien cada plano, cada curva, cada concavidad, cada protuberancia de su amado cuerpo que, de haber sido un cartógrafo habría podido dibujarlo con total perfección. Sus manos, su aliento y sus besos habían acariciado, recorrido centímetro a centímetro su piel de fina, cálida seda, estremecida de placer. Sus jadeos, suspiros, gemidos formaban una sinfonía que lo embrujaban igual que el canto de las sirenas embrujaron a los marineros de las leyendas antiguas.
De la noche antes de su muerte, él recordaba, con atormentadora precisión, hasta el más mínimo detalle. De algún modo ella debió presentir su cercana desgracia porque hubo un momento en que estremeciéndose inexplicablemente dijo:
—Amor mío, si mañana desaparecieras de mi lado yo recordaría cada segundo que acabamos de pasar juntos amándonos con locura. ¿Te ocurriría a ti lo mismo?
—Yo nunca desapareceré de tu lado. No existe en el mundo cosa alguna que pueda separarnos. El nuestro es un amor eterno. No dejes entrar en tu mente pensamientos de mal agüero —rechazó él, categórico.
Y justo al día siguiente un coche, al atardecer, cuando ella cruzaba por un paso de peatones situado dentro de la apartada, lujosa urbanización donde vivía su madre a la que había estado visitando, la atropelló un vehículo y, su conductor, en vez de parar y prestarle socorro se dio a la fuga. Cuando un transeúnte acudió al lado de la atropellada y llamó a una ambulancia, ella agonizaba ya. Y murió durante el trayecto al hospital.
A Bill Levy, esta desgracia lo enloqueció de dolor, llenó su corazón de odio y deseos de venganza, hasta el punto de pedir y obtener de su superior, el comisario Alfred Porter quince días de permiso para que intentase, a tiempo completo, dar con el criminal que, habiendo cometido aquel atropello mortal escapó dejando a su mujer moribunda sobre el asfalto en vez de intentar prestarle ayuda y afrontar el castigo que merecía por la homicida infracción cometida.
Bill Levy, considerado dentro del cuerpo de policía uno de sus más brillantes detectives, inició una ardua y exhaustiva investigación. Fue casa por casa preguntando a los vecinos de la calle donde había tenido lugar el mortal atropella de su mujer, si habían visto algo.
También interrogó a las personas que pasaban por sus aceras camino de unos empleos cercanos, a los que solían sacar sus perros a pasear, a los encargados de la limpieza de aquella zona, a furgonetas de reparto, y a toda persona que se le ocurrió.
Todo su concienzudo, extenuante esfuerzo resultó inútil. No dio con una sola, de las numerosísimas personas preguntadas, que hubiese presenciado la desgracia ocurrida a su esposa. Tuvo que aceptar, exasperado, que en el momento del atropello solo estaban allí, en aquel fatídico lugar, la persona que lo cometió, y su desdichada cónyuge.
Bill Levy hizo, asimismo, llegar la orden a todos los garajes dedicados a la reparación de chapa, avisaran a la policía sobre cualquier vehículo que les llevaran con desperfectos en su parte delantera, parachoques y faros. En el suelo del sitio donde tuvo lugar el atropello habían quedado esparcidos cristales rotos de uno de los faros y, en las ropas de Peggy restos de pintura gris que una vez analizados por los técnicos de la científica descubrieron pertenecía al tipo que usaba una importante industria automovilística de Detroit. Esta empresa les informó que solían emplear aquella pintura en automóviles deportivos y en automóviles todoterreno, lo cual significaba millones de vehículos, no solo en Estados Unidos sino también en otros países.
Por la altura en la ropa de Peggy que se habían encontrado las partículas de pintura se podía aventurar que la había atropellado un todoterreno, del que solo en la ciudad de Nueva York habían vendido muchos cientos de miles. Imposible investigarlos uno a uno. Llevaría años y muchos de ellos habrían desaparecido en empresas de desguace. Bill Levy también avisó a varias de esas empresas por si el asesino decidiese desprenderse del vehículo dañado.
Trascurridas las dos semanas de permiso concedidas, totalmente frustrado y amargado por no haber conseguido su propósito, el inspector Levy se reincorporó a su trabajo.
Eleanor, una compañera del cuerpo con la que siempre se había llevado muy bien, le daba continuamente ánimos. Trataba de sacarle de su obsesiva pesadumbre repitiéndole que él seguía vivo, debía hacerse fuerte y superar la desgracia que lo había golpeado brutalmente. Que el recuerdo de su fallecida esposa no bloquease para siempre su existencia.
Ella deseaba con toda su alma ayudarle a conseguirlo. Le invitaba a su casa a comer, le había incluso insinuado que quizás pudiera ella, ofreciéndole su cuerpo, devolverle el deseo carnal perdido, sin esperar compromiso ninguno por su parte. Solo con el propósito de sacarlo de la obsesión, de la amargura que lo consumía inútilmente ya.
No había nada en el mundo que Eleanor no estuviese dispuesta a hacer por él. Eleanor era bonita, inteligente y llevaba mucho tiempo enamorada de Bill. Pero él seguía amando, obsesivamente, a su desaparecida consorte. No deseaba consuelo, sino venganza.
Una noche, Bill encontró esperándole junto a su coche, al Miserias, un confidente de la policía. A él nunca le habían caído bien los soplones. Los consideraba seres ruines que sacan provecho del perjuicio que causan a otras personas. Sin embargo, consideraba, al igual que les ocurría a sus compañeros de profesión, que en muchos casos estos despreciables individuos pueden serles de gran utilidad. Forzó mostrarle cierta consideración:
—Hola. ¿Qué haces aquí?
—Esperarle, inspector.
A la pobre luz proveniente de la farola que tenían más cerca, el rostro macilento del drogata y la extremada delgadez de su cuerpo, al policía le despertó cierta lástima. Al Miserias podían contársele los huesos del cráneo y sus ojos rodeados de oscuras ojeras los tenía tan hundidos como si se los hubieran empujado dentro de sus órbitas.
—Bien. Tú dirás qué quieres de mí.
—Quiero hacerle un favor. Tengo cierta información que quizás pueda servirle para averiguar la identidad de la persona que arrolló a su esposa.
El policía reaccionó como si acabaran de insuflarle un chute de vitalidad. Se le evaporó todo el cansancio de la jornada, dirigió una ávida mirada al individuo que tenía delante y exigió:
—¡Vamos! Dame esa información.
El Miserias, aunque bastante asustado delante del agente que tenía fama de inflexible y extremadamente duro, expuso, algo trémula la voz, retorciéndose, nervioso, las manos.
—Verá, conozco a un jardinero. Es colega mío de antiguo. Adicto como yo a la nieve. Él me ha dado una información que podría ser de su interés.
—Desembucha —impacientándose Bill.
—Mire, mi amigo y yo hemos pensado que esa información bien vale unos gramitos de coca. Estamos irremediablemente enganchados, somos muy pobres y la necesitamos. Usted sabe que la nieve, cuando la adicción llega al punto alcanzado por nosotros, se ha convertido en medicina imprescindible para evitar el terrible mono que nos mata de dolor.
—¡Venga, habla! Algo os conseguiré —apremiante Bill, exasperándole la exigencia del yonqui y que estuviese jugando con su paciencia.
—Bien. Ese jardinero amigo mío cuida el jardín de un chalé desde hace más de dos años. Extrañado de que el dueño no emplease más, desde hace un par de semanas su todoterreno, despertó su curiosidad. Le preguntó al respecto y notó que ese señor se ponía nervioso. Muy nervioso. Y la explicación que le dio al hecho de no estarlo usando fue que lo tenía averiado y más adelante lo llevaría a reparar. A este amigo mío, que es muy listo, le entró la sospecha de que allí había gato encerrado. Y como está mosqueado con ese hombre porque se ha cansado de pedirle le suba un poco el sueldo, que la vida está muy cara, y le viene ese tío contestando que, para el poco trabajo que hace, le paga más de lo que merece. Su desconsiderada actitud terminó cabreando a mi amigo. Mi amigo fue asaltante de viviendas, antes de sentar finalmente la cabeza, harto de que lo metieran en el trullo y de pasarlas allí muy putas. Ahora lleva ya dos años ganándose la vida honradamente. Debido a su actividad anterior, mi mosqueado amigo, con la ayuda de una ganzúa consiguió abrir la puerta de ese garaje y entrar en él. Enseguida le llamó la atención que al fondo del garaje hubiese un coche cubierto por una funda. Se acercó a él, levantó la funda por su parte delantera y descubrió que el coche tenía muy dañado un lado de su parte delantera. En esa parte uno de los faros estaba roto, el morro del coche hundido y desperfectos en la pintura que es de color gris.
Hizo una pausa para mirar al agente que le estaba escuchando con la máxima atención. Una repentina, acusada palidez había cubierto su anguloso rostro.
—Sigue —le pidió Bill apremiante, queriendo conocer más detalles.
—Bueno, ya casi se lo he dicho todo. Mi amigo que, como ya le he dicho es un tío listísimo, juraría que ese todoterreno, su patrón lo mantiene escondido porque con ese vehículo atropelló a la mujer de usted, dándose a continuación a la fuga.
Terminada esta larga confidencia del drogadicto, Bill procuró no entusiasmarse antes de tiempo. Todos los días, en una ciudad tan enorme como es Nueva York, la segunda ciudad más poblada del mundo, se produce un enorme número de colisiones y atropellos de vehículos de todo tipo.
—¿Podrías procurarme, a través de tu amigo unas partículas de la pintura de ese vehículo del que me hablas, para comprobar si es del tipo de pintura que busco?
—Podría procurársela, pero mi amigo querrá algo a cambio. Es una persona materialista como lo somos todos. Nadie hace nada por nada. Todo se hace por interés.
Aunque al policía se le despertaron escrúpulos, observando el esquelético aspecto del hombre todavía joven que tenía delante, ofreció:
—Os conseguiré algunos gramos de coca, a ti y al jardinero amigo tuyo, si me conseguís una muestra de pintura de ese coche y una fotografía del capo dañado incluyendo la matrícula.
—¿No puede darme algo a cuenta? Estoy con el mono, y me está matando el dolor de tripas. Y mi pobre amigo, se encuentra tan mal como yo.
Los tics que mostraba su rostro, la mucosidad que no podía evitar le cayese de la nariz a su mugrienta ropa, los ojos llorosos y el cuerpo vencido hacia adelante, evidenciaban que era verdad lo que decía.
El policía sacó dos billetes de su cartera y se lo dio.
—Apañaros, de momento, tu amigo y tú con esto.
El yonqui le dio las gracias y, citándole para el día siguiente a la misma hora y en el mismo sitio, se alejó rápidamente en busca de una dosis de coca, siendo absorbido enseguida por la parte más oscura de la calle.
Su conversación con el hombre que se acababa de marchar, había sembrado notorio desasosiego en el detective. Su sed de venganza, en ningún momento aplacada, le subió de inmediato a la superficie. Si daba con el asesino de Peggy, que Dios se apiadase de su alma.
Tal como había acordado con el inspector, a la noche siguiente el Miserias le procuró un pequeño envoltorio de papel de periódico dentro del que iban varias partículas de pintura gris y, aparte, una foto de la parte frontal dañada de un todoterreno.
—¿Le has hablado de mí a tu amigo el jardinero? —quiso saber el agente.
—Claro que no. Soy extremadamente prudente. Ni su nombre ni su profesión le he dicho. Solo le he dicho que un conocido mío tenía interés por conocer esas dos cosas —aseguró el toxicómano.
—Bien, si quieres llegar a viejo olvídate de todo esto. Tú y yo no hemos tenido ningún contacto. ¿Lo tienes claro?
—Perfectamente, usted y yo jamás nos hemos visto.
El agente de policía le entregó lo prometido, y el Miserias desapareció inmediatamente de su vista.
El próximo paso que el inspector Levy dio fue tomar la precaución de averiguar por su cuenta, sin pedir ayuda a ninguno de sus compañeros, la identidad del dueño del coche que aparecía en la fotografía recibida, tarea que le resultó muy fácil por contar además de con la matrícula con el domicilio de su dueño. El resultado de esta investigación suya motivó se llevase una inesperada sorpresa y le creciera todavía más el ansia de venganza.
* * *
Hacía una noche muy desapacible, con rachas de gélido viento procedente de las cercanas montañas nevadas. Por las calles de la ciudad, ese aire agitaba las ramas de los árboles, convertía en objetos voladores los papeles tirados por el suelo y sacudía los cuerpos de los presurosos y abrigados transeúntes. En los momentos de mayor potencia, el viendo incluso hacía cimbrear las luminarias de las farolas arrancándole quejumbrosos ruidos.
El veterano juez, Pat Robles, se sorprendió cuando al salir de su despacho, donde había estado trabajando hasta cerca de las once de la noche, vio quién lo esperaba donde tenía aparcado su coche de alta gama.
—Hola. ¿Ocurre algo, muchacho? —le preguntó, en el tono afable que siempre empleaba con él.
—Entremos dentro de su coche —le dijo el agente Levy con una severidad que lo sorprendió—. Usted y yo tenemos que hablar.
—Hablemos. Siempre tengo tiempo para ti —disimulando mal, el letrado, el desasosiego que su inesperada petición y actitud le habían causado.
Abrió la portezuela y ocupó el asiento del conductor, mientras el policía tomaba asiento a su lado.
—Apague la luz interior —ordenó Bill.
La violenta sequedad usada por él, aconsejó al juez obedecerle.
—¿A qué viene tanto misterio? —preguntó, intranquilo.
El policía sacó del bolsillo de su chaqueta el revólver que llevaba, un arma requisada a un delincuente. Esta pistola tenía el número limado para que no pudiera ser identificada. La colocó en el pecho del magistrado, a la altura del corazón y lo acusó con absoluta seguridad:
—Usted atropelló, dejó moribunda a mi esposa y huyó en vez de tratar de prestarle ayuda. Deme una razón para que yo no lo mate ahora mismo.
El jurista comenzó a temblar. Sus ojos acostumbrados ya a la penumbra que envolvía a ambos, observaron aterrados la dura mirada de Bill Levy.
—Por favor, Bill. No cometas una locura. Puedo jurarte que fue un accidente. Un desgraciado accidente. Tu mujer se echó encima de mi coche. No pude evitar atropellarla. Yo no sabía que era ella. Me enteré por las noticias, el día siguiente —se defendió, aterrado el jurista, creyéndole muy capaz de realizar su amenaza.
—¡No me mienta! —violento el policía, lanzando destellos de odio sus negros ojos—. Usted ese día había estado en la fiesta de cumpleaños de su hija y había tomado muchas copas de más, ¿no es cierto?
—No, no; fue un desgraciado accidente. Yo iba sereno. ¡Lo juro!
El pánico que experimentaba motivó que se orinase encima. Esta cobarde reacción por su parte aumentó el encono del policía. Montó el percusor de su arma y sentenció:
—No me ha convencido, señor juez. Yo conozco inmediatamente cuando alguien en culpable o no, y usted es completamente culpable. Empiece a rezar…
En vez de iniciar un rezo, el juez Roy intentó desarmarle. Bill era mucho más fuerte que él. Lo poca gente que, aterida de frío circulaba por la calle no escuchó, debido al fragor del viento, el ruido que produjo un disparo hecho a bocajarro e irremediablemente mortal. (Copyright Andrés Fornells) Si te ha gustado este relato quizás también te gustaría leer mi libro RIQUEZA, AMOR Y MUERTE disponible en AMAZON pulsando este enlace https://amazon.es/dp/B0B2WNCRP3