PIELES ROJAS FURIOSOS CONTRA COLONOS DESESPERADOS (RELATO)

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PIELES ROJAS FURIOSOS CONTRA COLONOS DESESPERADOS
Avistados a lo lejos por la nube de polvo que levantaban los cascos de sus caballos al galope, John Travolta, el jefe de la caravana de colonos que se adentraban en el Oeste Americano en busca de buenas tierras donde aposentarse y prosperar, tuvo tiempo de, obrando con la máxima rapidez, poner en círculo las cinco carretas de que constaba la expedición, armar y distribuir la veintena de hombres de modo que pudieran realizar una defensa adecuada, las mujeres más jóvenes que se ocuparan de recargar las armas vacías y a las mujeres mayores les encargo la misión de cuidar de los heridos que de buen seguro se producirían (no mencionó, para no asustar, la certeza de que también habría muertos) y de pedir con su rezos ayuda divina, que muy buena falta les iba a hacer.
Minutos más tarde llegaron los indios con sus salvajes gritos de guerra y los rodearon. Era indios bien armados. No disparaban flechas sino balas con wínchesteres que eran incluso más modernos y de mejor calidad que los rifles con que contaban los blancos sitiados.
Y comenzó una ruidosa, infernal ensalada de tiros. Las balas silbaban formando una macabra sinfonía, que alteraba de vez en cuando el grito de dolor o de agonía según fuera emitido por un herido o por un agonizante.
John Travolta desgañitándose, advirtió a todos los hombres presentes, de algo sumamente importante, primordial:
—Nada de disparar al tuntún. Las municiones que poseemos no son ilimitadas. Y si las terminamos no podremos defendernos más y nuestra muerte será segura. Hay que disparar a dar, apuntando, pensando que cada bala que sale de nuestros fusiles y revólveres es la última que nos queda. ¿Lo ha entendido todo el mundo?
Un lúgubre rumor de asentimiento le demostró que sí.
Los pieles rojas habían venido con un propósito muy claro: liquidar a todos los rostros pálidos de la caravana y a quedarse con sus pertenencias más preciadas, sus armas y sus caballos. En cuanto a sus mujeres, si no eran demasiado feas, quizás alguna se llevarían, tumbada sobre la grupa del caballo, a su campamento para convertirla en esclava y madre de sus hijos mezclados de sangre.
Los minutos y las horas se hicieron interminables para ambos bandos. Mantuvieron todo el tiempo un tiroteo endemoniado, mortífero. Que pagaron los unos y los otros con sangre, sudor, lágrimas, hambre y sed, pues con el fragor de la contienda no había tiempo para comer ni para beber.
Al llegar a la media tarde los dos grupos de contendientes contaban con varios muertos y heridos. La situación de los colonos no podía ser más desesperada. Estaban agotando las fuerzas y, algo infinitamente peor, las municiones, a pesar de haberlas estado gastando con absoluta avaricia. John Travolta se había quedado ronco recomendando disparar a tiro seguro. Él y todos sus hombres tenían los rostros tiznados del humo de sus armas, los ojos enrojecidos, irritados, y las gargantas secas. Los indios, como llevaban pintadas en sus caras las pinturas de guerra, se les notaban menos el tiznado y enrojecimiento de ojos.
Ninguno de los colonos se atrevió a decirlo, pero todos tenían en su aterrado y dolorido corazón la casi seguridad que antes de que cayera la noche todos habrían perdido su cabellera (calvos incluidos) a manos de sus cobrizos atacantes.
John Travolta era un fanático creyente y lo mismo les ocurría al resto de los colones. Arengo a las mujeres para que rezaran con todas las fuerzas que todavía les quedaban, porque en la pavorosa, trágica situación en que se hallaban solo un milagro podría salvarles.
Los indios salvajes también tenían un dios, un dios llamado Manitú, pero no le rezaban, por hallarse demasiado ocupados tratando de matar malditos rostros pálidos. Además de esta ocupación habían conseguido apresar a dos mujeres jóvenes de cabellos de oro y ojos de cielo y algunos de ellos se estaban entreteniendo con ellas de la mejor manera posible según su primitivo entendimiento.
Los rezos de las mujeres de la caravana se elevaron hasta tal punto que formaron un coro ensordecedor. Y ensordecieron a los pieles rojas que cuando quisieron darse cuenta se encontraron con el séptimo de caballería viniendo hacia ellos convertidos en demonios azules que, a petición del buen Dios de los blancos venían en ayuda de los inocentes y bondadosos sitiados.
Se armó la de Dios es Cristo saliendo, como siempre ocurre también en las películas estadounidenses, perdedores los descamisados indios. Los pocos que salvaron la vida escapando a todo galope recibieron una terrible regañina por parte de Manitú por haberse acordado de él demasiado tarde, cuando ya los soldados norteamericanos los habían derrotado.
Los colonos gritaron de alegría, júbilo y felicidad. Se abrazaron a los soldados del séptimo de caballería y celebraron el triunfo bebiendo whisky y mascando tabaco que guarramente escupían en cualquier parte. Las mujeres, que en esa época eran mucho menos viciosas que en la actualidad, mientras los hombres disfrutaban a su manera, ellas, que habían sido las principales artífices de aquella victoria, contentaron al Todopoderoso dándoles las gracias por la estupenda ayuda que les había prestado y  dedicándole un rosario de esos interminables. Y los muertos corrieron la suerte que siempre suelen corren los pobres: los enterraron y aquí paz y allá gloria.

ADVERTENCIA: Seguro que muchas de las personas que lean esto dirán que han visto la película. Se equivocarán porque esto no es ninguna película; esto son hechos hitóricos contados por los vencedores.