NO HABÍA RESUCITADO (RELATO NEGRO)
Peter el Zapatones debía este apodo al enorme tamaño de sus pies, de los que sus enemigos, a espaldas suyas, se burlaban diciendo de ellos que eran tan grandes como tablas de surf.
Se burlaban a espaldas suyas, por prudencia, pues Peter el Zapatones sacaba con más facilidad su Beretta para disparar, que una coqueta de carretera y esquina tarda en guiñarle el ojo a un posible cliente.
Su jefe, el capo mafioso Ramos Culogordo, le tenía como ejecutor favorito cada vez que le interesaba enviar a alguien, que consideraba molesto para sus intereses, al tranquilo “Patio de los callados”.
Una noche desapacible, en la que un cielo malhumorado castigaba a los humanos con rachas de lluvia, de truenos, de viento y cegadores rayos parecidos a los garabatos que pintan los niños en sus cuadernos de dibujo, Peter el Zapatones esperó en la oscuridad de un portal, a que saliera de la casa de un amigo, donde todos los jueves por la noche jugaba algunas manitas al póquer, el honorable juez John Marconich, que estaba investigando las actividades delictivas de su jefe.
Debido a aquel tipo de climatología desagradable y a que le dolían un par de callos en sus descomunales pinreles, este despiadado asesino estaba de tan mal humor que no le habría importado quedarse huérfano cometiendo un parricidio.
Por fin, el magistrado apareció en su campo visual. Llevaba su señoría un paraguas abierto con el que trataba de protegerse, lo mejor posible, del diluvio que caía.
Peter Zapatones nunca usaba paraguas. Los odiaba. Y no solo odiaba los paraguas, sino que también odiaba a quienes los usaban poniendo en peligro, con las salidas varillas de ellos, dejar tuerto a cualquiera que les pasara cerca; accidente que, por cierto, le había ocurrido a su madre, la única persona en todo el mundo que tenía la amabilidad de sonreírle una vez al año; por Navidad cuando él le regalaba un pavo.
Peter el Zapatones amartilló su pistola, la metió empuñada debajo del faldón de su gabardina y, maldiciendo entre dientes las desconsideradas gotas que lo mojaban, se acercó al juez, que estaba abriendo la puerta de su lujoso vehículo, y dando muestras del macabro humor negro que lo caracterizaba, le dijo con voz siniestra:
—Mira, mira al pajarito, imbécil.
El magistrado, sorprendido, volvió medio cuerpo hacia el que le había hablado y, sin pararse en gastos, al tiempo que mostraba una maligna sonrisa, el asesino metió en el cuerpo del magistrado todas las balas que contenía el cargador de su arma. Sumaron trece los disparos. El trece, consideraba este esbirro, era su número de la buena suerte.
Cometido su vil y cobarde asesinato, el criminal a las órdenes de Ramos Culogordo, se marchó de allí chapoteando ruidosamente, debido al mucho espacio y charcos que alcanzaba su colosal calzado.
Una vez dentro de su coche, en el que llevaba el asiento todo lo atrás que daba de sí, para que cupieran sus enormes pinreles, el matarife de humanos llamó al teléfono de su jefe y empleó la metáfora habitual entre ambos:
—Todo el pescado vendido, jefe.
—O.K.
Cortaron. Ni el uno ni el otro, evidentemente, practicaban los discursos largos ni floridos.
Transcurridos seis días, Peter Zapatones salió de un burdel que frecuentaba, con la agradable sensación de haber librado a su entrepierna de un peso que él consideraba molesto e innecesario. Iba pensando en la Cubana, la maciza mulata que le había hecho todas las guarrerías que más le gustaban a él. En su boca de simio lucía una mueca que su madre, exageradamente favorable con él, habría tachado de hermosa.
Peter Zapatones llegó junto a su vehículo y antes de que tuviera tiempo de abrir la puerta, un hombre que le había estado esperando en la oscuridad de un portal, y que nada más verle se había movido con extraordinario sigilo, le clavó una pistola en los riñones al tiempo que le decía escalofriantemente amenazador:
—Como hagas algún movimiento que yo no te ordene, te dejo listo para que el enterrador se gane el sueldo que le pagan.
A Peter el Zapatones se le podía acusar de montones de cosas, pero no de que fuese partidario de cometer imprudencias
—¿Qué quieres de mí: dinero? —preguntó dispuesto a negociar, si no le quedaba más remedio.
—Quiero darte una sorpresa —respondió el otro apartándose dos pasos de él, y añadiendo—: Ahora vas a irte volviendo muy despacito para que nos veamos las caras.
El asesino obedeció y, cuando vio el rostro del que lo estaba apuntando con un arma acabada de amartillar, la incredulidad abrió desmesuradamente sus ojos torvos color letrina, al tiempo que mascullaba:
—No es posible… Te maté y tuve la gentileza de asistir a tu entierro…
—Resucité —irónico su interlocutor—. Me gusta imitar a los grandes personajes. En este caso es al dios de la justicia que estoy imitando.
—Pues te mataré de nuevo —decidió Peter el Zapatones dirigiendo con rapidez su mano a la funda sobaquera donde llevaba su Beretta.
Fue más rápido su enemigo, que seguidor de su misma superstición le metió en el cuerpo trece balazos.
Su asesino le quitó cuanto de valor llevaba encima. Comprobada la cantidad de dólares que contenía la cartera del muerto, se lamentó muy disgustado:
—¡Maldito cabrón! Toda la «pasta» que lleva encima no cubre lo que me costó a mí el entierro de mi hermano gemelo.
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