UN NIÑO PEQUEÑO CREÍA EN LOS EXTRATERRESTRES (MICRORRELATO)

Cuando un niño llamado Arturito Gómez alcanzo la cifra de seis añitos de edad, ya había cometido las suficientes travesuras para que sus padres permanecieran, con él, todo el tiempo en alerta máxima.
Arturito, al igual que la gran mayoría de críos de su corta edad poseía una curiosidad insaciable. Una simple mosca le bastaba para llevar a sus progenitores al borde de la demencia con sus apremiantes, inquisidoras preguntas:
—¿Por qué vuelas las moscas? ¿Por qué tienen dos patas más que los gatos? ¿Por qué llevan gafas las moscas? ¿Por qué me molestaban a mí que no les he hecho nada? ¿Por qué creo Dios a esos bichos malditos que, si no las vigilo se zambullen en el vaso de leche de mi desayuno?
Sus padres, a los que agotaba con su enorme energía y sus inagotables preguntas, una mañana lo llevaron con ellos a visitar un castillo considerado una importante atracción turística.
Nada más llegar allí, para que Arturito no se bajara, tal como pretendía, a la profunda fosa que circundaba la fortaleza, y en donde él acababa de descubrir había un comic que alguien había arrojado allí, Elvira, su madre, lo agarró fuerte de la mano, y Rosendo, su padre, trató de asustarle con las terribles enfermedades que pueden adquirirse cogiendo cosas sucias del suelo.
Evidentemente, el gesto enfurruñado que mostraba la cara del chiquillo demostró que ni habían conseguido asustarlo ni convencerlo.
Había un buen número de visitantes recorriendo aquella sólida construcción antigua. Los adultos eran mayoría. Arturito vio que otros niños, libres de toda vigilancia corrían por allí a sus anchas. No queriendo ser menos, aprovechó que sus padres se detenían a hablar con un matrimonio conocido, para desprenderse de la mano materna y escapar corriendo y mirando atrás.
Cuando tuvo el convencimiento de que sus progenitores no le perseguían, caminó al paso curioseándolo todo. Llegó a una sala llena de armaduras y quedó boquiabierto de admiración. Jamás antes había visto nada igual. Se le despertó la imaginación y consideró que aquellos tipos que vestían tan raro debían ser extraterrestres. Se acercó a la armadura que más brillaba y le preguntó:
—¿Eres un extraterrestre?
Repitió la pregunta varias veces y la falta de respuesta lo enojó. Y cuando Arturito se enojaba tenía la costumbre de empujar al causante de su enojo. Así que estiró los brazos hacia adelante, elevó sus manos, cogió carrerilla y se fue directo hacia la armadura. Chocó con ella y la derrumbó causando un enorme estrépito metálico. El yelmo de la armadura rodó por el suelo y, el niño, entrado en estado de pánico salió corriendo y gritando despavorido:
—¡He matado a un extraterrestre!
Todo el mundo, impresionado, se apartó de su camino. Nada como una madre para reconocer la voz de un hijo, por desfigurada que a esta salga por su boca. Elvira corrió presurosa hacia aquella voz. Cuando Arturito la vio se echó en sus brazos sollozando. Y sollozó mucho más cuando lo castigaron, por mal comportamiento, no comprándole la bicicleta que, a sus incansables demandas le habían prometido.
La muerte del extraterrestre le costó a su padre el pago de una multa y la prohibición de que él, su mujer y su revoltoso hijo volvieran a aparecer más por allí en lo que les restase de vida.
(Copyright Andrés Fornells)