ÉL ERA GORDO Y ELLA TENÍA UN CUERPO DE SIRENA (MICRORRELATO)

Pepito Luna era un joven estudiante que estudiaba lo justo para aprobar. Odiaba los deportes y también realizar cualquier ejercicio que le produjera cansancio. Pepito Luna consideraba una de las mayores idioteces humanas reventarse el cuerpo durante meses y años para conseguir rebajar unos míseros segundos un récord deportivo, a cambio del ilusorio honor de que sonase el himno del país suyo y le entregaran una insignificante medallita que podría tentar a cualquier ladrón robarla.
Lo que a Pepito Luna le gustaba y consideraba la cima de la felicidad eran los sabrosos, deleitosos y sublimes alimentos que tienen el castigo divino de engordar al gourmet que los disfruta: pasteles, embutidos y el gran manjar de los dioses: cochinillos asado al horno, tiernos, crujientes, grasosos. Pocas personas eran más dichosas que él cuando comía lo que enloquecía de placer su paladar. Lo malo era el alto precio que este placer le costaba. Media un metro setenta de estatura y pesaba ciento veinte kilos.
Durante mucho tiempo a él no le importó su sobrepeso. A los que le llamaban gordo, él les respondía:
—Cierto. Soy un hombre gordo, pero inmensamente dichoso.
Esto continuó así hasta que a Pepito Luna le ocurrió una cosa bastante habitual cuando se es joven y el corazón permite  le entre la tontura del amor . La portadora de esta tontura suya se llamaba Cristina Almeja.
Cristina Almeja poseía una figura de sirena, aunque no sabía nadar. Un domingo por la mañana, soleado y con el aire oliendo a primavera, Cristina Almeja y Pepito Luna coincidieron en un mismo parque y tuvieron la ocurrencia de sentarse en un mismo banco. Otra ocurrencia más que tuvieron fue la de mirarse a los ojos. Y les gustó tanto lo que cada uno vio en la mirada del otro que se sonrieron de ese modo especial que entreabre las bocas el enamoramiento, con una caída de la barbilla encima del pecho.
—Hola —dijo ella con voz de ruiseñor.
—Hola —dijo él con voz de canario flauta.
Pero ocurrió entonces algo muy desfavorable para Pepito Luna, la mirada de Cristina Almeja se despegó de los ojos de él, fue descendiendo poco a poco hasta llegar a la abultada panza masculina y exclamó con manifiesta sinceridad y desencanto:
—¡Oh, pero qué gordísimo estás! No me gustan nada los gordos.
—Pues a mí me enamoran las chicas que tienen cuerpo de sirenas.
—Te advierto que tengo el cuerpo de sirena, pero no sé nadar —reconoció ella, honesta.
—Podrías aprender a nadar.
—Y tú podrías adelgazar.
—Mañana mismo me pongo a dieta y voy a un gimnasio
—Mañana mismo empezaré a aprender a nadar. Iré a un club de natación.
Y dispuestos a cumplir su propósito quedaron en reunirse allí mismo tres meses más tarde y comprobar si los dos habían realizado con éxito su propósito.
Transcurridos tres meses, Pepito Luna y Cristina Almeja se reunieron en el mismo banco. Ella llevaba colgada del cuello dos medallas que había ganado en competiciones de natación. Él había perdido sesenta kilos y encontrado un trabajo de modelo de pasarela.
—Vaya, los dos hemos cumplido nuestro compromiso, pero yo me he enamorado del campeón de natación que me enseñó a nadar. Lo siento.
—No tiene importancia. Yo también me enamoré de mi representante artístico. Adiós.
Cristina Almeja se reunió con un tipo atlético que la esperaba a corta distancia del banco. Y Pepito Luna hizo lo mismo con su representante una risueña gordita que exteriorizaba gran simpatía y buen humor.
El enamoramiento entre Pepito Luna y Cristina Almeja había servido para dar un cambio radical a sus vidas, que ni el uno ni la otra habían imaginado iba a suceder.

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