NI ELLA HABLABA INGLÉS, NI ÉL HABLABA JAPONÉS (RELATO DE SEXO)
NI ELLA HABLABA INGLÉS, NI ÉL HABLABA JAPONÉS
(Copyright Andrés Fornells)
Mi primo Orfeo fue de vacaciones a Japón y, durante seis días estuvo recorriendo los templos, palacios, jardines y demás lugares considerados del máximo interés turístico. El séptimo y último día, mi primo Orfeo decidió como colofón de su viaje al país del sol naciente hacer el amor con una japonesa. Aprovechó un momento en que no tenían a nadie cerca para preguntarle al conserje del hotel donde se hospedaba, mostrándole una sonrisa pícara, el barrio donde se encontraban los mejores burdeles de la ciudad.
—¡Ah! —rio el empleado mostrándole una expresión cómplice—. El señor es un apasionado amante del sexo, entiendo.
—Digamos que no le hago ascos —devolviéndole el guiño cómplice.
—El señor no habla japonés, supongo.
—Ni una sola palabra.
—Yo le prestaré mi incondicional ayuda.
Y el conserje le escribió en lengua nipona las siguientes frases: Yo no hablo japonés. ¿Quieres ir a la cama conmigo? Te pagaré por ello.
Mi primo Orfeo agradeció su amable ayuda regalándole un bonito cenicero que se había llevado, por la cara, de un restaurante.
Su interlocutor pasó por un momento de sorpresa, y luego le sonrió e hizo una reverencia. A continuación, mi pariente cogió un taxi y le dijo al conductor del vehículo, que chapurreaba más o menos tan mal el inglés como él, el lugar de la ciudad al que deseaba que lo llevase.
El taxista esbozó una benévola sonrisa y asintió enérgicamente con la cabeza. Después de pasar seis veces por lugares que a mi primo le dio la impresión de haber pasado ya antes, el conductor lo dejó a la entrada de una calle llena de gente bulliciosa, de abrumadores letreros luminosos y le dijo, en plan cómplice:
—Hermosas chicas aquí. Señor podrá ser feliz.
—Ser muy cariñoso con una de ellas quiero, ¡je, je, je! —poniendo cara de zorro mi primo.
Y pagó la carrera comprobando de nuevo que Japón es un país muy caro. Caminó algunos metros por aquella calle tan animada y bulliciosa, y por fin decidió entrar en uno de aquellos locales donde todo estaba escrito en japonés y los rostros que allí vio le parecieron, igual que el primer día de su llegada a este milenario y hermoso país, todos clonados. El establecimiento estaba abarrotado de gente, la mayoría de ella jóvenes parejas.
Por fin, Orfeo se fijó en una chica que estaba sola. Poseía una bella figura, los ojos rasgados y los labios pequeños y con forma de corazón. <<Me gusta. Tiene en buena proporción todo lo que una mujer debe tener para ser considerada como tal, emitiendo un juicio machista>>.
Fue hasta la mesa donde ella estaba, ocupó una silla que dejó a ambos frente a frente y sin perder tiempo alguno, mi primo le enseñó la notita que llevaba escrita. La reacción de la muchacha le sorprendió. Se mostró escandalizada. Se llevó las manos al rostro alterado y empezó a mover negativamente la cabeza.
Mi primo interpretó que ella era desconfiada y quería ser pagada por anticipado. Entonces sacó del bolsillo la cantidad aproximada que le dijo el conserje podría cortarle una prostituta, y lo dejó a su alcance.
Ella miró el dinero pero no lo tocó. Se mantuvo durante unos momentos profundamente reflexiva. Después miró fijamente a mi primo. El corazón de sus labios se movió dibujando una mueca difícil de interpretar. Mi primo le respondió con una sonrisa lasciva que resultaba imposible no interpretar. Transcurrieron unos alargados segundos de incertidumbre que los aficionados al género negro llaman suspense.
Finalmente, la joven cogió el dinero, lo metió en su bolso y, por medio de señas le indicó a mi anhelante primo que la siguiera. Y él la siguió hasta un edificio próximo. Allí cogieron el ascensor, se bajaron en la séptima planta, ella abrió la puerta de un pequeño apartamento y entraron. Ella no encendió la luz. Lo tomó de la mano y lo condujo hasta un dormitorio en el que apenas llegaba claridad exterior.
—Te gusta hacerlo a oscuras, ¿eh? Eres una prostituta vergonzosa —interpretó mi primo pesando que ya tenía una anécdota curiosa para poder contar a sus amigos.
Ella comenzó a desnudarse y él la imitó, dándose cuenta de que la misteriosa conducta de la japonesita lo había excitado hasta el punto de estar preparado, como nunca, para entrar en acción.
Tan excitado estaba, que acuciado por la impaciencia justo cuando ella había apoyado sus rodillas en la cama, su incontenible lujuria lo llevó a apresarla con sus manos de las caderas, la inmovilizó con esta acción suya y, en la postura del perrito ella, Orfeo le dio una rápida y profunda estocada.
Al sentirse tan violentamente penetrada la muchacha comenzó a gritar, Orfeo interpretó que sus gritos eran de desenfrenado placer y continuó hasta alcanzar el deleite máximo en el que los seres humanos inclinados por lo trágico creen morir de gozo. Ella, que también parecía haberse quedado saciada, repitió con voz debilitada la misma frase de todo el tiempo:
—¡Burakkuo-ru, burakkuo-ru!
Mi primo Orfeo disfrutó como nunca recordaba haber disfrutado antes. Pero de repente, la chica tuvo una rección que lo sorprendió muchísimo, pues demostrando enorme enfado, recogió del suelo las ropas de él, se las colocó bruscamente en el pecho y comenzó a empujarlo hacia la puerta.
—¡Tranquila, antipática! ¡Ya me voy! —le gritó él indignado a su vez, comenzando a vestirse con no poca dificultad, pues ella seguía dándole empujones.
Cuando ella vio que a él solo le faltaba por ponerse los zapatos, abrió la puerta de su vivienda y de un fuertísimo empellón lo sacó fuera y cerró la puerta.
A la mañana siguiente Orfeo fue a pagar la cuenta encontrándose con el mismo conserje al que había expuesto la noche anterior su deseo de gozar de una mujer nipona.
—¿Cómo le fue, señor? —se interesó el oriental.
—Me ocurrió algo muy extraño. Verá, le mostré a una joven lo que usted me había escrito y ella me llevó a su casa. Por capricho suyo lo hicimos a oscuras. Disfruté muchísimo con ella, pero solo una vez, pues, aunque estoy convencido de que la hice disfrutar, ella me gritó todo el tiempo una misma frase y, furiosísima, me echó a la calle.
—¿Recuerda el señor, qué frase le gritó, repetidas veces, esa poco amable señorita?
—Sí, la repitió tantas veces, qué se me quedó grabada en la memoria. Gritaba: ¡Burakkuo-ru, burakkuo-ru!
Al empleado del hotel le dio un ataque de risa tan extraordinario que lo dobló por la mitad. Mi primo esperó a que se serenara para preguntarle, mosqueado:
—¿Puedo saber por qué se ha reído usted tanto?
—La chica, seguramente, gritaba de dolor, ya que le estaba diciendo todo el tiempo: Agujero equivocado. Agujero equivocado.
Mi primo, comprendiendo entonces la tremenda indignación de ella, lamentó compadecido:
—Pobrecilla. Pero fue culpa suya por querer lo hiciéramos con la luz apagada. Mi puntería ha sido muy buena siempre y, pudiendo ver bien nunca he fallado una diana.
Cada vez que recuerdo esta sorprendente experiencia que vivió mi primo Olegario, me afianzo más en la convicción de lo importantísimo que es dominar algún otro idioma además del propio.