NENE, VAMOS A ECHARNOS UN REFRESQUITO (MICRORRELATO)
NENE, VAMOS A ECHARNOS UN REFRESQUITO
(Copyright Andrés Fornells)
Cuando yo era muy chico, una de las grandes preocupaciones de mis padres, con respecto a mí era que yo aprendiera todo lo posible de los libros, pero que nunca descuidara aprender asimismo de la vida. Y de la vida se esforzaron en enseñarme esa máxima tan antigua de: “Ganarse el pan con el sudor de la frente”. Y esto intentaron lo aprendiera yo acompañando a mi abuelo Silvino cuando él iba a la huertecita que tenía cerca de la vía del tren. Ya por aquel entonces, este querido anciano estaba con mala salud, y mi ayuda le servía de mucho.
Las labores que allí realizábamos consistían en preparar la tierra, a base de darle al azadón, para una próxima siembra y quitar hierbajos a lo que teníamos plantado. Para mí, las tareas más duras era arrancar matas de garbanzos y desgranarlos luego, y también desenterrar y limpiar patatas. Estos ejercicios me dejaban todo el cuerpo dolorido, además de sudado. Y cuando enderezaba la figura, los riñones me dolían como si los tuviese medio rotos. Pero todo esto se me pasaba cuando mi abuelo, mirándome con extraordinario cariño y agradecimiento, me decía:
—Pero ¡qué requete bueno nos has salido, quillo!
Y yo me hinchaba de orgullo y satisfacción. Mi esfuerzo era reconocido, valorado y agradecido.
A mitad de la labor asignada para el día, mi abuelo que jadeaba el doble de cansado y encorvado que yo, decidía forzando una sonrisa cargada de ternura:
—Nene, vamos a echarnos un descanso y un refresquito.
Nos llevábamos con nosotros las herramientas, pues él siempre decía:
—Para el campesino, estas cosas son tan imprescindibles como sus manos, o más.
El descanso nos lo dábamos a la sombra del rústico cobertizo hecho de troncos y cañas, y el refresquito consistía en unos tragos de agua del viejo botijo que poseía el casi milagroso mérito de conservar el líquido, por calor que hiciera, algo fresquito.
El arte de beber de un botijo, no se nace con él, y, al principio, el agua que salía de aquel cacharro no siempre la recibía en mi boca. Esto hacía reír a mi abuelo, y por escuchar su risa, yo me mostraba, a menudo, más torpe de lo que era.
Con el transcurrir de los años, cuando tengo el tiempo y la serenidad de mirar atrás, reconozco que todas esas pequeñas cosas de mi niñez fueron la auténtica, cándida y profunda felicidad. Y también sirven para devolverles, gracias al recuerdo, la vida a las personas que tanto me quisieron, y tanto quise.