MUJERES Y HOMBRES, Y GALLINAS Y GALLOS (RELATO)
Marujita Gómez y Adolfo Jiménez, su marido, llevaban diez años de matrimonio y su relación iba de mal en peor. Marujita era muy apasionada y celosa, dos sentimientos que casi siempre combinan mal. Últimamente, a ella se le había metido en la cabeza que Adolfo le era infiel. ¿Pruebas que lo demostraran? Solo aquellas que ella suponía, imaginaba, pues su marido juraba y perjuraba que para él no existía en el mundo otra mujer más que ella.
—Pues si eso es cierto, ¿por qué no me haces el amor todos los días? —esgrimía ella este argumento que consideraba irrebatible.
Adolfo echaba mano siempre de la misma defensa, que a los ojos de su consorte era artera y en absoluto creíble.
—La mayoría de los días llego a casa muy cansado. Llego tan cansado que me siento más muerto que vivo. Tú no tienes ni idea de lo que agota abrir zanjas con el martillo neumático durante horas.
—Pues diles que te den otro trabajo más descansado. Haz valer que llevas ya cinco años trabajando para el ayuntamiento.
Ni la exigencia de ella, ni la justificación de él cambiaba nada entre ellos.
—Ya me ha dicho el encargado, que es un hijo de muy mala madre, que si no me gusta trabajar con el martillo puedo marcharme, que tiene a cincuenta desesperados por ocupar mi puesto y que encima le estarán enormemente agradecidos y posiblemente le hagan algún regalito, cosa que nunca hago yo.
—Excusas nunca te faltan. Pues mira una cosa, Alberto, como yo descubra que me la pegas con otra, te arranco los ojos y te dejo para vender cupones que por lo menos sabré dónde estás, y como no podrás ver a ninguna otra, tendrás que conformarte conmigo. Esto te lo juro por lo más sagrado —engallada ella.
Marujita se apuntó a una agrupación de Mujeres Traicionadas, aunque ella ninguna prueba tenía de serlo o de haberlo sido y, un sábado forzó a su marido a que la acompañara a una excursión que el grupo aquel había organizado. En la excursión iban a visitar un antiguo monasterio, unas aguas termales y una granja donde comerían unos entremeses variados y una caldereta de cordero.
Los asistentes a la excursión eran cuarenta y tres mujeres —contando la conductora del autocar— y dos hombres. Ni que decir que Adolfo y al otro congénere suyo, que se llamaba Anacleto, recibieron un sinnúmero de miradas aviesas de muchas féminas rencorosas. En un momento que ellos dos pudieron dirigirse la palabra, el tal Anacleto dijo a Adolfo:
—Qué penoso es ser hombre en el mundo actual. El empoderamiento de las mujeres nos lo está poniendo muy difícil, ¿verdad?
—Y más difícil nos lo van a poner cuando ellas manden ya en todo, todo.
—Que será casi mañana mismo.
—Sí, está al caer —tan apesadumbrado como su interlocutor.
Lo único que les alegró por un momento fue que los dos eran forofos del mismo equipo y todo apuntaba a que iba a ganar la liga nacional de fútbol. Pero enseguida llegaron sus consortes:
—Qué, hablando mal de nosotras, ¿verdad? —le soltó la cónyuge de Anacleto que con el cabello más corto y un par de guantes habría podido pasar por boxeador del peso pesado.
—Hablábamos de fútbol —se arrugó él.
—Es lo único que les interesa a estos desalmados, y a nosotras que nos parta un rayo —remató la consorte de Adolfo.
Debido a que llegaron a la granja con tiempo sobrado, fueron invitados a dar una vuelta por sus establos, porqueras, cercados y la orilla del riachuelo que tenían cerca donde gran número de ranas, asustadas por los excursionistas, se lanzaron al agua poblada por muchos peces pequeños y muy pocos grandes. Los ciudadanos, cada vez más alejados de la naturaleza, demostraron gran interés por todo aquello que ya les quedaba lejos.
Al abuelo de la familia que llevaba la granja, hombre extrovertido y parlanchín, le cayó en gracia el matrimonio Gómez, y viceversa. Y el hombre les estuvo enseñando los diferentes animales que tenían en la granja. Un par caballos fueron los primeros.
—Por lo que les cuelga en la entrepierna, pueden ver que son machos —dijo jocoso.
Su comentario motivo que Maruja mirase con admiración a los animales, y con lástima a su marido. Una piara de cerdos y un rebaño de ovejas fue lo siguiente.
—De esas ovejas salen las prendas de lana que vendemos en nuestra tienda. No dejen de visitarla —les recordó el hombre, barriendo para casa.
—Después de comer nos pasaremos por allí —dijo Marujita.
Su cicerón los llevó hasta el gallinero donde había una docena de cacareantes gallinas y un gallo de cresta muy roja paseaba con aire presuntuoso entre las ponedoras.
—Que chulo el gallo —comentó, admirada, Marujita.
—Está muy orgulloso de sí mismo porque todos los días hace el amor.
Marujita, más admirada todavía, queriendo hacerse la graciosa y de paso mortificar a su esposo, volviéndose hacia él manifestó despectiva:
—Toma ejemplo, marido. Ese animal todos los días y tú ya ni una vez a la semana.
Picado en su amor propio, su consorte cometió el error de preguntarle al anciano:
—Oiga, ¿y todos los días le hace ese gallo el amor a la misma gallina?
—Por supuesto que no. Cada día se lo hace a una gallina diferente.
Marujita creyó que con esta pregunta su marido acababa de demostrar su infidelidad.
—En cuanto lleguemos a casa, te saco los ojos, traidor —amenazó dirigiendo a su cónyuge una mirada fulminante.
Creyéndola capaz de cumplir su amenaza, Adolfo cogió un taxi para que lo llevase directamente a casa de su madre, a la que pidió amparo y protección.
Debido a esta mala experiencia conyugal, después de conseguido el divorcio, Adolfo pasó a preferir la compañía masculina a la femenina. Eso sí, únicamente si eran forofos del mismo equipo de futbol que él.
(Copyright Andrés Fornells)