MÍSTER CHAMPÁN (RELATO)

El Sargazos era un hotel de playa. Tenía tres estrellas y, gracias a su excelente dirección funcionaba como si su categoría fuese muy superior a la oficial. Abría únicamente en temporada alta, y su clientela era mayoritariamente extranjera. Agencias de viajes inglesas y alemanas lo llenaban con grupos de turistas de estas dos nacionalidades.
Los lunes de cada semana tenía lugar la salida del grupo de alemanes que había terminado sus vacaciones, y la llegada de un grupo de turistas de la misma nacionalidad que comenzaba las vacaciones suyas. Los viernes se marchaba el grupo de ingleses y ocupaban sus habitaciones dejadas libres el grupo de ingleses llegado nuevo.
Los turistas de ambas nacionalidades solían llevarse bien, pues estaban allí pasando unos días de veraneo, divertimento y relax. La guerra que, en un pasado lejano enfrentó a ambas naciones había quedado muy atrás, y el tiempo había ejercido su eficaz labor cicatrizante.
En el grupo de británicos que llegó el siete de agosto de aquel año, para disfrutar de dos semanas de vacaciones, estaba un caballero londinense llamado John Stonepeck. Quienes sintieron curiosidad por su persona, no tuvieron dificultad en saber por su boca, que John Stonepeck había sido, durante tres décadas, alto ejecutivo de una importante empresa metalúrgica y lo habían jubilado algunos meses atrás. Era de mediana estatura. Había cuidado muy bien su físico, con asistencias dos días por semana a un gimnasio, y aunque su cuerpo que desde el primer día de su llegada él había exhibido en la piscina, provisto de un exiguo bañador, mostraba una piel evidentemente arrugada se conservaba todavía muy bien musculado.
La gente se fijaba en él por su pelo blanco y por las exhibiciones de buena forma física que demostraba haciendo el pino con sus manos cogidas de las barandillas de la escalera de acero inoxidable por la que se entraba y salía del agua de la piscina.
Era muy galante con las mujeres y se ganó, desde el primer momento, el agrado de la mayoría de ellas, pues sabía halagarlas con cumplidos y también con demostraciones de respeto. Se aprendía sus nombres y los empleaba todo el tiempo:
—Leslie, estás bellísima esta mañana. Produce un gratísimo placer mirarte. Muy apropiado para tus seductores labios ese color frambuesa que luces.
--¡Qué extraordinaria elegancia la tuya, Petra! Merecerías ser contratada como modelo.
Su mirada, cuando decía este tipo de amabilidades, mostraba admiración y complacencia, no ofensivo deseo. Pronto tuvo a un pequeño grupo de féminas encantadas con su lisonjero proceder y amistosa conducta.
Según John Stonepeck, debido a su profesión y alto cargo ejercido había viajado mucho y esto le había procurado una fuente de anécdotas interminable. Contaba cosas graciosas como los nombres de los pájaros dentistas que, sin temor alguno les limpiaban la dentadura a los cocodrilos; las jirafas que se limpiaban las orejas con su lengua o los cazadores ricos que cazaban leones de granja, bien atados, que les costaban unos cuantos miles de dólares para poder, luego de haber pasado los animales por el taxidermista, presumir de héroes, inventándose historia sobre el enorme peligro afrontado en una cacería que, en verdad había sido un sencillo tiro al blanco. También contaba historias vividas por él en casinos de distintas ciudades del mundo donde lo había perdido todo en una noche, y ganado, otra noche, una fortuna.
A este grupo de admiradores que había conseguido fácilmente, lo invitaba a champán, en el bar del hotel. A la segunda noche de hacerlo, los que desconocían su nombre comenzaron a llamarlo Míster Champán. A él mismo le gustó el mote. Lo consideraba glamouroso. Esta afirmación suya motivó que el barman y los camareros emplearan con él este apelativo. Por su generosidad en la invitación y lo divertido que sabía ser, se hizo rápidamente muy popular y muchos de los clientes del hotel, que ninguna amistad mantenían con él, comentasen algunas de sus ocurrencias y sus anécdotas más relevantes.
A pesar de haber sobrepasado los sesenta y cinco, su figura atlética y su rostro de agradables facciones, unido a su gentil trato, sin tener que esforzarse él en pedirlo, más de una mujer se le ofrecía para pasar la noche juntos. Él aceptaba con una tierna sonrisa y marchaban ambos hacia la habitación de él, apoyándose el uno en el otro si había bebido demasiado champán.
Al día siguiente, ella comentaba a las personas de confianza que Míster Champán le había prodigado caricias satisfactorias, pero no hecho el amor por haberle confesado que sufría impotencia. Esta circunstancia fue propagada, y más mujeres quisieron acostarse con él, considerando un desafío conseguir que a ellas sí les hiciese el amor, por haber sido capaces de curar, con sus sabías y expertas caricias, la supuesta disfunción de él. Hubo dos de ellas que aseguraron haberlo conseguido, pero las que habían fracasado con él no lo creyeron.
Todas las noches, su pequeño grupo de afines, vaciaba varias botellas de champán que John Stonepeck abonaba en metálico sin descuidar nunca añadir una generosa propina.
A Asunta, la camarera que limpiaba su habitación, con entendible español, John Stonepeck le había pedido que apareciese en su cuarto a las doce de la mañana porque se acostaba de madrugada y necesitaba dormir algunas horas. Ella se acomodó a su petición y acudía allí pasados unos pocos minutos del mediodía. Esta empleada, a menudo, lo encontraba en la cama con alguna joven. Para despertarlos empleaba el método de cantar canciones que conocía. Con ello conseguía su propósito y, en los casos que le ofrecían resistencia, levantaba más la voz hasta conseguir lo que pretendía, ser escuchada.
La acompañante de este cliente, que se encontraba generalmente desnuda, recogía sus ropas esparcidas por el suelo, se vestía y con un “hasta luego, John”, se despedía de Míster Champán.
Él, que también se hallaba sin ropa, en su español bastante aceptable y riéndose por lo bajo, le decía con buen humor a la camarera:
—Asunta, voy a vestirme. Cierre los ojos si no quiere ver a otro hombre desnudo que no es su marido.
Ella, ruborizándose, se encerraba en el cuarto de baño y aprovechaba el tiempo para limpiarlo. Antes de abandonar el cuarto él le decía, por haber averiguado en una breve conversación habida entre ambos que ella estaba casada y tenía dos hijos pequeños:
—Señora Asunta, en ese sobre que he dejado encima de la mesita de noche, hay un poco de dinero para que le compre un juguete a cada uno de sus niños.
—Muchas gracias, señor Stoneck. Es usted muy generoso —agradecía ella, que no se había aprendido bien su nombre.
Asunta tenía treinta y ocho años. Era muy gorda de cintura para abajo, poseía un bello rostro mofletudo y un carácter manso, diligente y maternal. Estaba casada con un peón de albañil al que le duraban poco tiempo los empleos por lo fácilmente que se lesionaba, y tenían un niño de cuatro años y una niña de cinco. Cuando ella y su esposo trabajaban ambos, su abuela materna, joven todavía, cuidaba de los pequeños.
Acostumbrada a trabajar muy duro desde pequeña, a Asunta le gustaba el trabajo. Cuando alguien, como había hecho el señor Stonepeck le preguntaba si era feliz, contestaba que muchísimo. Tenía salud y trabajo, ¡qué más puede desear, en su vida, un pobre!
Esta respuesta suya conmovió al cliente que celebraba fiestas con champán todas las noches.
—Es usted una mujer muy buena, señora Asunta —reconocía él, sinceramente admirado.
—Bueno, hago lo que puede —quitándose méritos ella—. Si tiene ropa sucia yo puedo lavársela cuando lavo la de mi casa, y no le cobraré nada.
Él se reía, le daba las gracias, pero nunca abusó de su generosidad. El rato que permanecía en el cuarto, mientras Asunta afanosa y cantando por lo bajo limpiaba, John Stonepeck la observaba disimuladamente con una expresión entre el afecto y el desconcierto, pues realmente ella parecía ser feliz.
La última noche que a John Stonepeck le quedaba de vacaciones, pues al día siguiente su grupo debía partir para Inglaterra y dejar sus habitaciones libres para el nuevo grupo que llegaría, él invitó a champán a todos los que estaban en el bar, incluidos los alemanes, además de al grupito de féminas que se había convertido todas las noches en su inseparable corte de acompañantes.
Cantaron canciones inmortales, en inglés, se rieron por cualquier cosa y todos lo pasaron en grande en una despedida que sería memorable para quienes tomaron parte en ella, los que lo hicieron bebiendo y los que, como los camareros, tomaron parte sirviendo bebida a tutiplén.
A las dos de la madrugada, con no poca dificultad los empleados consiguieron echarlos del bar y cerrar sus puertas. Media docena de mujeres propusieron a Míster Champán, acompañarle a su habitación.
—Gracias, gracias, pero esta noche no, queridas. Tengo que preparar mis cosas para el viaje de mañana.
Le dejaron a la puerta de su habitación después de, a pesar de hablar en cuchicheos, despertar a varios clientes que protestaron por ello.
A la mañana siguiente Asunta acudió al cuarto del señor Stonepeck algo más temprano que otros días. Su misión era limpiar las habitaciones con más premura que otros días, para que los turistas nuevos las encontrasen limpias nada más llegar y pudiesen ocuparlas sin demora alguna.
Entró en la habitación llevando todos los utensilios para realizar la limpieza, junto con la ropa limpia para las camas y toallas también nuevas para el cuarto de baño.
Como tenía por costumbre lo primero que hizo fue mirar hacia la cama. Le sorprendió que el cliente no tuviese con él, esta vez, compañía femenina alguna. También le sorprendió la novedad de que sus ropas no estuviesen tiradas por el suelo y un fuerte olor a ambientador flotase en el aire.
Junto al dintel de la puerta estaba una maleta cerrada. El armario de madera se encontraba abierto y vacío. “Lo tiene todo listo para marcharse. Es un buen hombre. Echaré de menos su bonachona sonrisa y su sobrecito con dinero para comprarles un juguete a mis niños. El sobre que veo encima de la mesita de noche será ya el último. Abulta mucho. Quizás encuentre algún juguete dentro. Para que pueda dormir un poco más limpiaré el cuarto de baño primero, procurando no hacer ruido, y luego le despertaré”.
Cuando transcurridos unos veinte minutos Asunta terminó su tarea se acercó al lecho y llamó al yaciente:
—Señor Stoneck, despierte. Dentro de una hora sale su grupo de vuelta a casa. El autobús de ustedes está ya en el aparcamiento.
La inmovilidad del hombre era tan absoluta que una repentina inquietud se apoderó de Asunta. Acercó su mano a la parte que por la figura que formaba en la cama era el brazo del hombre y lo sacudió. Éste no se movió en absoluto. Ella notó en su mano frío y entonces sospechó, empezando a horrorizarse, lo que podía haberle ocurrido al yaciente. Descendió un poco la sábana que él tenía subida hasta el cuello y vio que estaba totalmente vestido, calzado y muerto.
Asunta lanzó un grito de pena. Era el primer fallecido que ella encontraba en los casi diez años que llevaba ejerciendo la profesión de camarera, pero en su vida familiar había conocido el prematuro y tristísimo fallecimiento de sus padres. No se rindió al pánico.
Procurando no perder la calma se guardó dentro de la blusa que llevaba debajo de su uniforme el sobre que llevaba su nombre y, llorando compungida se dirigió a la recepción a dar parte de lo que acababa de descubrir. Inmediatamente le ordenaron que no volviese a la habitación donde estaba el muerto y le pidieron silenciase aquel hecho:
—Podría ser motivo de gran alarma para los demás clientes. Nosotros vamos a llamar a la policía —le fue indicado--. Vamos a llevar este luctuoso suceso lo más discretamente posible. Esperamos poder contar con su silencio y absoluta discreción —en tono severo el director del establecimiento.
Asunta se comprometió a no decir nada a nadie y continuó su trabajo llorando por aquel buen hombre que todos los días le dejaba un poco de dinero para comprar un juguete a sus niños.
Conchabándose la dirección del hotel con la compañía que traía clientes al hotel Sargazos y también con la policía, el muerto no lo entregaron a la funeraria hasta la llegada de la noche cuando la mayoría de los clientes dormía ya.
Para entonces habían averiguado que el pasaporte que obraba en poder del muerto era falso, por lo que no supieron a quién comunicar su fallecimiento. Enviaron a Scotland Yard la escasa información reunida para que se encargase de averiguar quién había sido, en realidad, el misterioso súbdito inglés que bajo identidad falsa había pasado dos semanas de vacaciones y fenecido en el hotel Sargazos.
La autopsia que en días sucesivos le hicieron al falso John Stonepeck descubrió que había muerto por envenenamiento, seguramente provocado por él mismo debido a un terrible cáncer que lo habría matado en muy corto periodo de tiempo. Esto reforzaba la teoría del suicidio.
El hotel pagó para que fuese enterrado en un modesto nicho dentro del cementerio municipal. Su tumba solo llevaba su nombre: John Stonepeck y la fecha de su muerte.
A su tumba ninguna semana le faltó un jarrón con flores. Se lo traía Asunta, la camarera que se desplazaba hasta allí con un coche que Míster Champan había comprado para ella y cuyos papeles de propiedad estaban dentro del sobre que el misterioso difunto le dejó con una sencilla explicación: “Para que no tenga que ir más a trabajar en autobús”.
(Copyright Andrés Fornells)
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