SU MISIÓN EN LA VIDA ERA SALVAR ALMAS (MICRORRELATO)

Después de una enorme cantidad de años ejerciendo de párroco de la vieja iglesia de nuestro pueblo, don Damián fue jubilado y en su lugar vino un sacerdote joven. Todo el mundo le auguró un futuro muy negro. Nuestro municipio había alcanzado su punto más álgido de ateos. Asistían a misa un pequeño puñado de beatas inamovibles, viejos que se esforzaban en seguir la religión católica por si acaso lo del cielo y el infierno fuese verdad ir al mejor de estos dos lugares, y un par de tullidos que todavía conservaban viva la esperanza de un milagro divino que los dejase como nuevos.
El cura joven se llamaba Jacobo. Era bien parecido y atlético. Un buen número de muchachas regresaron a la casa de Dios por el excitante placer de verlo. Algunas al posar la mirada en él suspiraban y sentían la tentación del pecado.
A Gustavito y a mí, el padre Jacobo nos pilló subiendo los seis escalones que llevaban hasta el descansillo de la entrada al templo, con las manos en el suelo y las piernas en el aire. Ejercicio que tenía de los nervios a nuestras respectivas madres al considerar ellas que podía afectar nuestro cerebro esta antinatural posición invertida de nuestros cuerpos. El padre Jacobo, al vernos, se detuvo sonriente y, cuando temiendo una reprimenda por su parte recobramos la verticalidad, él nos elogió:
—Muy bien. Yo también hacia eso de chico, y me divertía muchísimo.
Observando su bonachona sonrisa yo me descaré preguntándole:
—¿Y ahora de mayor ya no puede hacerlo?
—Hace mucho tiempo que no practico. Sujetadme un momento el misal. Voy a intentarlo.
Tomé el libro de sus manos, y a Gustavito y a mí nos dejó boquiabiertos de admiración el sacerdote nuevo, pues haciendo el pino con una mano subió y bajó solo con ella los escalones.
Más derrotista que yo, Gustavito confesó:
—Yo jamás conseguiré hacer eso.
—Nunca deis nada por imposible, niños Cuando seáis un poco mayores y tengáis más fuerza en vuestros brazos, no os será difícil conseguirlo.
—Ahora tenemos diez años. ¿Cuántos años debemos esperar para conseguirlo? —le pregunté yo, muy interesado.
—Dentro de dos o tres años más, si realizáis ejercicios para desarrollar vuestros músculos, seguro que lo conseguiréis. Os dejo, tengo cosas que hacer. ¿Os veré el domingo en misa?
Gustavito y yo cambiamos una mirada. Llevábamos ya casi dos años apartados de la santa madre iglesia, pero aquel hombre nos había fascinado.
—Nos verá —respondí por los dos, devolviéndole el misal.
Le seguimos con la vista y exclamamos admirados.
—Jope, qué tío. Le quitas la ropa y tienes a Hércules, ese tío fortachón de las películas.
Acudimos a misa ese domingo y arrastramos con nosotros a varios de nuestros compañeros. Y en adelante, en la pared de detrás del altar de la iglesia, donde nos daba coscorrones el viejo eclesiástico anterior si nos pillaba jugando al frontón, jugamos con el padre Jacobo que era un pelotari extraordinario.
Con el tiempo, del padre Jacobo supimos que había actuado de trapecista en un circo famoso. Su novia murió durante una actuación y él, hundido por aquella terrible desgracia abandonó su trabajo circense para dedicar su vida a la cristiana tarea de salvar almas.
Agustín el barbero, que era ambidextro y te hacía pasar mucho miedo cambiando sus enormes tijeras de una mano a la otra. al tiempo que las hacía repiquetear amenazadoramente, devorando revistas antiguas averiguó que el padre Jacobo, actuando en el trapecio como portor tuvo la desgracia de, cuando recogía a su novia que acababa de realizar un triple salto mortal, se le escurrió de las manos y murió a consecuencias de la caída contra el suelo.
Gracias a aquel sacerdote que el destino llevó hasta nuestro pequeño, humilde pueblo, fuimos muchos los que recuperamos la fe perdida, considerando que si un hombre tan notable como el padre Jacobo la practicaba, era porque merecía la pena.
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(Copyright Andrés Fornells)