MI ENTRAÑABLE ABUELA (segundo fragmento)
—Pues, hija, me ha pasado que el canalla del Maligno me empujó y tiró al suelo en la cocina de casa. Vamos, que no me maté de milagro.
—¡Ave María purísima! ¿Has ido ya a que te vea el médico, Rosa?
—¡Digo! Y verás tú qué me mandó. Me mandó reposo. Figúrate. ¿Qué reposo puede tener una mujer viviendo en una casa, con cuatro hombres, a cuál de ellos más puerco?
—Igual me pasa a mí, hija. Sólo que, en mi caso, son cinco los puercos.
—¡Ay!, pobres de los viejos; ya sólo nos queda confiar en la misericordia divina.
—Gracias, María. Qué buen corazón has tenido siempre.
Los doscientos metros existentes desde la primera casa del pueblo hasta la calle del Búho donde, en el número 13 vivía la Nati, la cartomántica, tardamos media hora en recorrerlos.
Mi abuela apretó el timbre de la puerta, y yo, del miedo que tenía, deseé en aquel momento volverme invisible.
Y la Nati abrió la puerta. La Nati parecía a primera vista una inofensiva, fea y regordeta ama de casa de mediana edad. Hasta que te clavaba esa mirada suya, tan penetrante que la sentías meterse dentro de ti y registrarte hasta el último rincón del alma.
—¡Cuánto me alegra verla por aquí, Rosa!
—¡Ay, hija, vengo a ver qué puedes hacer por mí! Mira mi pie. Una calabaza confitera parece. Y por si esto fuera poco, el cabrón del Maligno se nos ha metido en casa y no ganamos para desgracias.
—Con la ayuda de Dios, las dos cosas las vamos a arreglar, Rosa. ¿Tu nietecito? —añadió dirigiéndome su taladrante mirada, bajo la cual yo me fui arrugando como un acordeón que le van quitando el aire.
—El más chico. Ya ves. Ellos tirando para arriba, y nosotras para abajo.
—Ley de vida, Rosa. Como debe ser. Venga, pasad, pasad.
A mí me dejaron en el salón-comedor, que apestaba a col hervida y a garbanzos pedorreros, y ellas se metieron en el cuarto donde la Nati hacía sus brujerías. Había allí en el salón-comedor varios cuadros con flores, un televisor y algunos muebles. También había un frutero lleno de lustrosas manzanas que despertaron de inmediato mi apetito. Sin embargo, las ganas de comerme una entraron en liza con el miedo a que estuvieran envenenadas como las manzanas de la madrastra de Blancanieves. Me cansé pronto de balancear las piernas entre las patas de la silla donde estaba sentado, de rascarme picores de aburrimiento y de buscar cositas en los agujeritos de mi nariz y, por fin, porque la tentación a cierta temprana edad es casi imposible vencerla, metí una de aquellas manzanas coloradotas dentro del bolsillo de mis pantalones cortos. Justo había terminado el hurto, cuando mi abuela y la pitonisa aparecieron donde yo estaba. Y esta última dirigiéndome una de sus perforadoras miradas, me aterrorizó diciendo:
—Procura ser bueno, niño, porque el que mal anda, mal acaba.
Se me atragantó todo posible vocabulario y lo único que pude hacer fue echarme a temblar. Y cuando estuvimos ya en la calle, recobré el habla perdida y pude preguntarle a mi abuela, con más susto que otra cosa:
—Abuela, ¿tú crees a la Nati capaz de echarle mal de ojo a una persona que no le caiga bien?
—¡Bah, habladurías de la gente! La Nati es una buena mujer —rechazó ella.