MI AMIGO MEXICANO PANCHO RODRÍGUEZ, Y LOS GALLOS (MICRORRELATO)

MI AMIGO MEXICANO PANCHO RODRÍGUEZ, Y LOS GALLOS (MICRORRELATO)

En mi última visita a Guadalajara (México), mi amigo Pancho Rodríguez se empeñó en llevarme a ver una pelea de gallos, asegurándome:

       —Seguro, compadre, que en toda tu vida no has visto nada más excitante que una buena pelea de gallos. Y encima tienes la oportunidad de apostar y, si la suerte te sonríe, ganar algunos pesos.

       Contraataqué su optimismo replicándole con supuesta sensatez por mi parte:

       —Y si la suerte no me sonríe, tendré la oportunidad de perder algunos pesos.

       —Claro, hermano, ahí está la emoción del juego, en no saber de qué lado va a inclinar la suerte su balanza.

        Fuimos a un popular palenque donde tenían lugar, especialmente los fines de semana, multitudinarias peleas de gallos, un espectáculo para el que descubrí no estaba yo preparado. Los presentes al mismo mantuvieron todo el tiempo un ensordecedor griterío charlando, discutiendo a voces y cruzando apuestas.

        Pancho, cuyo rostro radiante de felicidad demostraba que se hallaba allí en su salsa, apostó con tres o cuatro de los espectadores que, por el amistoso y jocoso trato que hubo entre ellos debían ser conocidos o amigos suyos.

        —¿Por qué gallo apuesto, Pancho? —le pregunté sintiéndome perdido en un ambiente que tan ajeno me era.

        —¡Ah, compadrito! —Echándole un buen trago a una botella de pulque, que yo no le había visto comprarla—. Eso lo has de decidir tú. La suerte de cada uno es suya y de nadie más —descartó ayudarme.

        Los gallos que habían anunciado iban a pelear eran, colorado uno y cenizo el otro. Aposté unos pesos por el colorado, porque entre nosotros, los españoles, se considera cenizo al clásico aguafiestas.

        El espectáculo que tuvo lugar en el palenque resultó para mis desacostumbrados ojos de una notoria crueldad. Las aves, además de con sus picos y alas, se agredían también con una especia de cuchillas que les habían colocado en las patas. El gallo de color cenizo degolló al colorado y éste consiguió dejarle ciego de un ojo y con profundas heridas en el pecho. Los dos bañados en sangre quedaron tendidos en el suelo y todos los espectadores tuvieron que esperar cuál de los dos moría último para que resultase ganador.

         Me salí estando ambos animales todavía agonizando. No me importaba ya lo más mínimo si había ganado o perdido los pesos por mí jugados. Mi amigo se reunió conmigo al rato y riendo me comunicó que había ganado una bonita cantidad gracias al gallo grisáceo. Debió notar entonces la pérdida de color que sin duda mostraba mi rostro, pues dijo preocupándose por mí:

        —¿Qué te pasó, manito? Tienes muy mala cara. Estás tan pálido como un mero muerto.

        —Lo que acabo de ver no me ha gustado (guardando para mí que lo consideraba una horrible, sangrienta barbaridad).

        —Mira, mano, vamos a tomar un par de tequilas y te explicaré cosas que ignoras.

        Nos metimos en una cantina y después de haber tomado el primer trago, Pancho me preguntó:

         —¿Tú has oído hablar de un hindú de la antigüedad llamado Chanakya Pandu (el Sabio)?

         Registré mi memoria y respondí:

         —Creo que fue el consejero de un rey de la India y que ayudó muy eficazmente a que ese rey conquistase la mayor parte de ese enorme territorio.

          —Exacto —complacido con mi respuesta—. Ese sabio, 320 años antes de la llegada de Cristo, dejó dicho que los hombres, entre otras muchas cosas, debían aprender de los gallos cuatro cosas muy, muy importantes: a pelear, a madrugar, a comer en familia y a proteger a su esposa cuando ella lo precisara. ¿Pueden todos los hombres que conoces, considerar que su conducta merece ser comparada con la de los gallos?

        Quedé sorprendido durante un momento y luego reaccioné como él esperaba de mí, levanté el vaso mío, que al igual que el suyo un momento antes habíamos vuelto a llenar con tequila, y le dije:

        —Por Chanakya Pandu.

        —Por Chanakya Pandu —contestó él cuando se recuperó de la estruendosa carcajada que me había regalado.

        Y como los mexicanos brindan merecido culto a la muerte, tomamos tequilas mencionando él a sus muertos, y yo mencionando a los míos, y los dos empleando en ello un hermoso pesar.

Ese día cogí una de las mayores borracheras de toda mi vida. Valió la pena porque los lazos de amistad que Pancho y yo llevábamos años manteniendo vivos salieron muy reforzados otra vez más.

(Copyright Andrés Fornells)